DEL PREDICADOR
Hay cosas que todo orador debe tomar en cuenta, pero
especialmente el predicador. Los
aspectos de la confianza, vestimenta y lenguaje, deben ser parte del cuidado
que debe tener.
A. La confianza.
Este es uno de los puntos que más afectan a los predicadores. Hay algunos que con el tiempo, se vuelven tan confiados con el púlpito, que inflamados de auto confianza, llegan a creer que no es necesario prepararse con antelación.
Los grandes predicadores, como Spurgeon y Moody, han atestiguado cuánto tiempo ocupaban para prepararse, coleccionando anécdotas, digiriendo un pasaje en particular u organizando un bosquejo para su sermón.
La preparación del discurso está saturada de pensamientos, ideas, convicciones y necesidades que han impactado nuestra vida. Para prepararse correctamente, hay que meditar tanto en el texto como en el tema, durante todo el tiempo que sea necesario, hasta que no solamente podamos predicar del asunto, sino que pueda ser parte de nuestra conversación, demostrando que poseemos el conocimiento apropiado.
Pero así, como el exceso de confianza es dañino para el orador, lo es también la falta de confianza, a la que ya nos referimos en el capítulo I.
B. La vestimenta.
Me parece que no debemos limitarnos a hablar solo del vestido, sino de todo el porte del orador. En Guatemala me encontré con una congregación en donde se les había enseñado que para predicar era necesario ir de saco y corbata, y esta congregación ¡estaba en una montaña y había que caminar más de una hora para llegar a ella!
Es de mucha importancia prepararse para dirigir un discurso, pero también lo es la impresión que cause nuestra persona. La impresión que causamos en los demás se da debido a nuestra personalidad, la cual viene por herencia y por la influencia del medio en que nos desarrollamos. Podemos afectar a nuestra personalidad de manera positiva o negativa.
Si nos presentamos con un aspecto de cansancio ante la audiencia, los vamos a repeler, así como si lo hacemos con el cabello descuidado o la ropa sucia y arrugada.
Si debe dar un discurso, es mejor esperarse hasta después para ingerir los alimentos, ya que si lo hacemos antes, la sangre se dirigirá hacia el estómago en cantidades más abundantes que hacia el cerebro, produciendo una sensación de sopor con el que contagiaremos a los oyentes.
No es importante si nuestra vestimenta no es de marca, siempre y cuando esté limpia y ordenada. No hay cosa más negativa para uno mismo, el saber que se ha derramado una gota de café en la camisa, precisamente antes de presentarse ante el público. Pero cuando sabemos que nuestra ropa está impecable, exudaremos un aire de triunfadores.
También el gesto que presentamos ante nuestra audiencia es sumamente importante. Si ellos ven un rostro fruncido, se mostrarán negativos, más si lo primero que ven es un rostro sonriente o amable, se mostrarán receptivos. Nuestro porte debe ser sereno. Que todo lo que hagamos o digamos, sea natural.
No corra a la hora de comenzar, respire hondo y mire a toda la audiencia, identifíquese con ellos, espere que todo murmullo o ruido, haya cesado. Mantenga la cabeza erguida, los hombros en alto y el pecho levantado, sin exagerar. Los brazos deben pender a los lados, aunque no es pecado meter una mano en el bolsillo, si es parte de nuestro porte habitual. Cualquier ademán que hagamos debe ser natural, nunca ficticio, porque el público lo va a notar. Lo espontáneo suena a vida. Recordemos que muchos de los ademanes son muestra de la importancia que tiene la sentencia que vamos a decir, así que si hacemos alguno y la sentencia no es importante, el público se va a dar cuenta.
C. El lenguaje.
Cuando era un niño, conocí a don Luis Montoya, amigo de la infancia de mi madre que acostumbraba visitarnos. Este señor no había terminado la primaria, pero en él había algo que el que lo conocía no dejaba de admirar. Esa gran cualidad de don Luis era el uso del lenguaje. Él era de esas personas que son capaces de introducirlo a uno hasta la misma escena de su relato, lo absorbía a uno con sus palabras de tal forma que se podía pasar horas escuchándolo ya que él hablaba como si conociera en persona a los personajes de quienes hablaba. La mayoría de las personas que conozco no se esfuerza por enriquecer su vocabulario y se contentan con lo aprendido mientras estudiaban. Es increíble, pero casi todas las conversaciones se componen de unas pocas frases ya hechas, de tal forma que en realidad siempre estamos escuchando lo mismo. Da tristeza escuchar algunos de los programas de comentarios deportivos que pasan en la radio, en donde se aprenden una palabra o frase que a alguien le llamó la atención, como “sui generis”, y después de eso, pasan repitiéndola día tras día, en muchas ocasiones sin tener cabida en el tema. Algo que siempre me ha llenado de orgullo es la gran erudición que tenía mi padre, quien a pesar de no haber pasado de tercer grado de primaria, era un hombre que conocía muchos temas y tenía un lenguaje muy desarrollado. Su gran secreto: Era un ávido lector. De hecho, al morir, todavía estaba leyendo un libro de físico-química, totalmente en inglés, idioma que había aprendido con una vieja Biblia y un diccionario. Grandes oradores, como Abraham Lincoln, eran apasionados lectores de poesía, a pesar de que tuvieron mucha educación académica. Cualquier orador, ya sea secular o religioso, que no guste de la lectura, debe pensar en dedicar su vida a otra cosa en la que pueda sacar buen provecho, pero que sea lejos del público. El orador, igual que el periodista, son formadores, así que debe cuidarse de todo vicio de lenguaje. No quiero decir que nunca tenemos errores al hablar, pero es importante que sean los menos.
El orador debe haber leído por lo menos una obra de Cervantes, de Bécquer y de Calderón de la Barca. Es bueno que conozca La Iliada, La Odisea, El Quijote, y que se haya deleitado leyendo tragedias como Hamlet, Otelo y Macbeth. ¡Qué gran provecho habría si los oradores leyeran Discursos a mis estudiantes, de Spurgeon!
Cuando tenemos la costumbre de leer la Biblia en voz alta, en privado, y hacemos la entonación correcta, cual si fuésemos los personajes que se presentan en el relato, a la hora de leer en público, al igual que don Luis, podremos llevar al oyente hasta el mismo lugar de los hechos y los que nos escuchan disfrutarán mejor el discurso. Que bueno es también que el orador conozca las noticias del día, para que tenga temas nuevos de que hablar. Recordemos que los libros son nuestros aliados, que nunca nos darán la espalda, siendo el consuelo e instructor.
A. La confianza.
Este es uno de los puntos que más afectan a los predicadores. Hay algunos que con el tiempo, se vuelven tan confiados con el púlpito, que inflamados de auto confianza, llegan a creer que no es necesario prepararse con antelación.
Los grandes predicadores, como Spurgeon y Moody, han atestiguado cuánto tiempo ocupaban para prepararse, coleccionando anécdotas, digiriendo un pasaje en particular u organizando un bosquejo para su sermón.
La preparación del discurso está saturada de pensamientos, ideas, convicciones y necesidades que han impactado nuestra vida. Para prepararse correctamente, hay que meditar tanto en el texto como en el tema, durante todo el tiempo que sea necesario, hasta que no solamente podamos predicar del asunto, sino que pueda ser parte de nuestra conversación, demostrando que poseemos el conocimiento apropiado.
Pero así, como el exceso de confianza es dañino para el orador, lo es también la falta de confianza, a la que ya nos referimos en el capítulo I.
B. La vestimenta.
Me parece que no debemos limitarnos a hablar solo del vestido, sino de todo el porte del orador. En Guatemala me encontré con una congregación en donde se les había enseñado que para predicar era necesario ir de saco y corbata, y esta congregación ¡estaba en una montaña y había que caminar más de una hora para llegar a ella!
Es de mucha importancia prepararse para dirigir un discurso, pero también lo es la impresión que cause nuestra persona. La impresión que causamos en los demás se da debido a nuestra personalidad, la cual viene por herencia y por la influencia del medio en que nos desarrollamos. Podemos afectar a nuestra personalidad de manera positiva o negativa.
Si nos presentamos con un aspecto de cansancio ante la audiencia, los vamos a repeler, así como si lo hacemos con el cabello descuidado o la ropa sucia y arrugada.
Si debe dar un discurso, es mejor esperarse hasta después para ingerir los alimentos, ya que si lo hacemos antes, la sangre se dirigirá hacia el estómago en cantidades más abundantes que hacia el cerebro, produciendo una sensación de sopor con el que contagiaremos a los oyentes.
No es importante si nuestra vestimenta no es de marca, siempre y cuando esté limpia y ordenada. No hay cosa más negativa para uno mismo, el saber que se ha derramado una gota de café en la camisa, precisamente antes de presentarse ante el público. Pero cuando sabemos que nuestra ropa está impecable, exudaremos un aire de triunfadores.
También el gesto que presentamos ante nuestra audiencia es sumamente importante. Si ellos ven un rostro fruncido, se mostrarán negativos, más si lo primero que ven es un rostro sonriente o amable, se mostrarán receptivos. Nuestro porte debe ser sereno. Que todo lo que hagamos o digamos, sea natural.
No corra a la hora de comenzar, respire hondo y mire a toda la audiencia, identifíquese con ellos, espere que todo murmullo o ruido, haya cesado. Mantenga la cabeza erguida, los hombros en alto y el pecho levantado, sin exagerar. Los brazos deben pender a los lados, aunque no es pecado meter una mano en el bolsillo, si es parte de nuestro porte habitual. Cualquier ademán que hagamos debe ser natural, nunca ficticio, porque el público lo va a notar. Lo espontáneo suena a vida. Recordemos que muchos de los ademanes son muestra de la importancia que tiene la sentencia que vamos a decir, así que si hacemos alguno y la sentencia no es importante, el público se va a dar cuenta.
C. El lenguaje.
Cuando era un niño, conocí a don Luis Montoya, amigo de la infancia de mi madre que acostumbraba visitarnos. Este señor no había terminado la primaria, pero en él había algo que el que lo conocía no dejaba de admirar. Esa gran cualidad de don Luis era el uso del lenguaje. Él era de esas personas que son capaces de introducirlo a uno hasta la misma escena de su relato, lo absorbía a uno con sus palabras de tal forma que se podía pasar horas escuchándolo ya que él hablaba como si conociera en persona a los personajes de quienes hablaba. La mayoría de las personas que conozco no se esfuerza por enriquecer su vocabulario y se contentan con lo aprendido mientras estudiaban. Es increíble, pero casi todas las conversaciones se componen de unas pocas frases ya hechas, de tal forma que en realidad siempre estamos escuchando lo mismo. Da tristeza escuchar algunos de los programas de comentarios deportivos que pasan en la radio, en donde se aprenden una palabra o frase que a alguien le llamó la atención, como “sui generis”, y después de eso, pasan repitiéndola día tras día, en muchas ocasiones sin tener cabida en el tema. Algo que siempre me ha llenado de orgullo es la gran erudición que tenía mi padre, quien a pesar de no haber pasado de tercer grado de primaria, era un hombre que conocía muchos temas y tenía un lenguaje muy desarrollado. Su gran secreto: Era un ávido lector. De hecho, al morir, todavía estaba leyendo un libro de físico-química, totalmente en inglés, idioma que había aprendido con una vieja Biblia y un diccionario. Grandes oradores, como Abraham Lincoln, eran apasionados lectores de poesía, a pesar de que tuvieron mucha educación académica. Cualquier orador, ya sea secular o religioso, que no guste de la lectura, debe pensar en dedicar su vida a otra cosa en la que pueda sacar buen provecho, pero que sea lejos del público. El orador, igual que el periodista, son formadores, así que debe cuidarse de todo vicio de lenguaje. No quiero decir que nunca tenemos errores al hablar, pero es importante que sean los menos.
El orador debe haber leído por lo menos una obra de Cervantes, de Bécquer y de Calderón de la Barca. Es bueno que conozca La Iliada, La Odisea, El Quijote, y que se haya deleitado leyendo tragedias como Hamlet, Otelo y Macbeth. ¡Qué gran provecho habría si los oradores leyeran Discursos a mis estudiantes, de Spurgeon!
Cuando tenemos la costumbre de leer la Biblia en voz alta, en privado, y hacemos la entonación correcta, cual si fuésemos los personajes que se presentan en el relato, a la hora de leer en público, al igual que don Luis, podremos llevar al oyente hasta el mismo lugar de los hechos y los que nos escuchan disfrutarán mejor el discurso. Que bueno es también que el orador conozca las noticias del día, para que tenga temas nuevos de que hablar. Recordemos que los libros son nuestros aliados, que nunca nos darán la espalda, siendo el consuelo e instructor.