1. Gregorio[1] VII.
Hildebrando[2] Aldobrandeschi nació en la Toscana italiana en 1020 en el seno de una familia de baja extracción social, crece en el ámbito de la Iglesia romana al ser confiado a su tío, abad del monasterio de Santa María en el Aventino, donde hizo los votos monásticos. En el año 1045 es nombrado secretario del Papa Gregorio VI, de quien había sido discípulo, cargo que ocupará hasta 1046 en que acompañará a dicho Papa a su destierro en Colonia tras ser depuesto en un concilio, celebrado en Sutri, acusado de simonía en su elección. En 1046, al fallecer Gregorio VI, Hildebrando ingresa como monje en el monasterio de Cluny, donde tuvo por maestros a dos grandes maestros: Odilón y Hugo, y en donde adquirirá las ideas reformistas que regirán el resto de su vida y que le harán encabezar la conocida Reforma gregoriana.
Ya pensaba pasar el resto de su vida como monje, cuando al ser elegido Papa León XI, que lo estimaba muchísimo, lo hizo irse a Roma y lo nombró ecónomo del Vaticano y Tesorero del Pontífice en 1049, luego es requerido para actuar como legado pontificio, lo que le permitirá conocer los centros de poder de Europa. Actuando como legado se encontraba, en 1056, en la corte alemana, para informar de la elección como Papa de Víctor II cuando este falleció y se eligió como sucesor al antipapa Benedicto X. Hildebrando se opuso a esta elección y logró que se eligiese Papa a Nicolás II. En 1059 es nombrado por Nicolás II, archi-diácono y administrador efectivo de los bienes de la Iglesia, cargo que le llevó a alcanzar tal poder que se llegó a decir que echaba de comer a “su Nicolás como a un asno en el establo” y bajo el pontificado de Alejandro II, Hildebrando se perfiló como uno de los hombres más influyentes de la Curia papal, representante de la corriente reformista.
Durante 25 años se negó a ser Pontífice, pero a la muerte del Papa Alejandro II, mientras Hildebrando dirigía los funerales, fue elegido Papa por aclamación popular el 22 de abril de 1073, lo que supuso una transgresión de la legalidad establecida, en 1059, por el concilio de Melfi que decretó que en la elección papal solo podía intervenir el colegio cardenalicio, nunca el pueblo romano. Hildebrando quiso subir a la tarima para decirles que no aceptaba, pero se le anticipó un obispo, el cual con sus elocuentes elogios convenció a los presentes de que por el momento no había otro mejor preparado para ser elegido Sumo Pontífice. El pueblo se apoderó de él casi a la fuerza y lo entronizó en el sillón reservado al Papa. Y luego los cardenales confirmaron su nombramiento diciendo: “San Pedro ha escogido a Hildebrando para que sea Papa”. El 30 de junio de 1073 obstante obtuvo la consagración episcopal. Desde entonces se consagró a la que se conoce como “reforma gregoriana”: Un esfuerzo por elevar el nivel moral del clero, al mismo tiempo que trataba de encuadrar mejor a los fieles, defender la independencia del Papado frente a las restantes monarquías y reforzar la supremacía de la autoridad romana sobre las iglesias nacionales occidentales después del gran cisma que había protagonizado la Iglesia de Oriente en 1054.
Todos estos objetivos eran los que venían defendiendo los reformistas católicos desde que los propusiera León IX, pero Gregorio se distinguió por la obsesión y la energía con que los defendió. Fue él quien, en el Concilio de Roma de 1074, proclamó el celibato de los eclesiásticos que todavía perdura en la Iglesia católica. Continuó la lucha de sus predecesores contra la simonía, prohibiendo a los laicos conceder cargos eclesiásticos, en la línea de Nicolás II, que había decretado en 1059 la elección del Papa por los cardenales, sin intervención del emperador ni la nobleza romana. Destituyó l arzobispo de Milán pues lo habían nombrado para ese cargo porque había pagado mucho dinero.
En 1075, Gregorio VII publica el Dictatus Papae, veintisiete sentencias donde Gregorio expresa sus ideas sobre cuál ha de ser el papel del Pontífice en su relación con los poderes temporales, especialmente con el emperador del Sacro Imperio. Estas ideas son:
a. Que la iglesia romana fue fundada solo por Dios.
b. Que solamente el pontífice romano tiene derecho a ser llamado universal.
c. Que solo él puede deponer o reintegrar a obispos.
d. Que en un Concilio, su legado, aunque tenga un rango inferior, es sobre todos los obispos, y puede dictar sentencia de deposición contra ellos.
e. Que el Papa puede deponer a los ausentes.
f. Que, entre otras cosas, nosotros no debemos permanecer en la misma casa con aquellos excomulgados por él.
g. Que solamente para él es lícito, según las necesidades de la época, el formular leyes nuevas, reunir congregaciones nuevas, fundar una abadía de canonjía; y, por otro lado, dividir un obispado que sea rico y unir los que sean pobres.
h. Que solamente él puede usar la insignia imperial.
i. Que todos los príncipes besarán los pies del Papa.
j. Que solo en su nombre se hablará en las iglesias.
k. Que este es el único nombre en el mundo.
l. Que le es permitido deponer a emperadores.
m. Que le es permitido transferir a obispos de ser necesario.
n. Que él tiene el poder de ordenar a un clérigo de cualquier iglesia que le plazca.
o. Que aquél que es ordenado por él puede presidir sobre otra iglesia, pero no puede tener una posición subordinada; y que tal persona no puede recibir un rango más alto de ningún obispo.
p. Que ningún sínodo se denominará general sin su orden.
q. Que ningún capítulo y ningún libro se considerarán canónicos sin su autoridad.
r. Que toda sentencia dictada por él no puede ser retractada por nadie; y que solo él mismo, de forma exclusiva, la puede retractar.
s. Que él mismo puede no ser juzgado por nadie.
t. Que nadie se atreverá condenar a uno que apele a la silla apostólica.
u. Que a ésta se deben referir los casos más importantes de cada iglesia.
v. Que la iglesia romana nunca ha errado; ni errará por toda la eternidad, según el testimonio de las Escrituras.
w. Que el pontífice romano, si ha sido ordenado canónicamente, es hecho indudablemente a un santo por los méritos de Pedro; Enodio, según el testimonio del obispo de Pavia, y de muchos padres santos que concuerdan con él, según lo contienen los decretos del Papa Símaco.
x. Que, por su orden y consentimiento, puede ser lícito para subalternos el presentar acusaciones.
y. Que él puede deponer y reintegrar a obispos sin convocar un sínodo.
z. Que aquél que no está en paz con la Iglesia romana no será considerado católico.
aa. Que él puede librar a los sujetos de su lealtad hacia hombres malvados.
Estos decretos produjeron una verdadera revolución. Todos los que habían sido nombrados obispos o párrocos, superiores de comunidades por los gobernantes civiles al ver que iban a perder sus cargos que les proporcionaban buenas rentas y muchos honores y poder ante las gentes, protestaron y declararon que no obedecerían al Pontífice. Estas pretensiones papales llevaban claramente a un enfrentamiento con el emperador alemán en la disputa conocida como “Querella de las Investiduras” que inicia cuando, en un Sínodo celebrado en 1075 en Roma, Gregorio VII renueva la prohibición de la investidura por laicos.
Esta prohibición no fue admitida por Enrique IV de Alemania que ganaba mucho dinero nombrando obispos y párrocos, que siguió nombrando obispos. El detonante para el desencadenamiento de las hostilidades se produjo con motivo de la disputa para cubrir en 1075 el obispado de Milán. Frente al candidato romano Atón, el monarca alemán elevó el subdiácono Teobaldo. Las protestas papales sirvieron de poco: Un Sínodo de obispos reunido por Enrique IV en Worms repudió la actuación de Gregorio VII. El monarca alemán envió una carta al “falso monje” Hildebrando exhortándole en su final a abdicar:
“Enrique, no por usurpación, sino por ordenación de Dios rey, a Hildebrando, que ya no es Papa, sino falso monje.
Este saludo es el que tú has merecido para tu confusión, porque no has honrado ningún orden en la Iglesia, sino que has llevado la injuria en vez del honor; la maldición, en vez de la bendición. Pues para no decir sino pocas e importantes cosas de las muchas que has hecho, no solo no has vacilado en avasallar a los rectores de la Santa Iglesia, como son los arzobispos, los obispos, los presbíteros, ungidos del Señor, sino que los has pisoteado como siervos que no saben lo que su señor haga de ellos. Al pisotearlos te has proporcionado el aplauso del vulgo. Has creído que ninguno de esos sabe nada y que solo tú lo sabes todo, pero has procurado usar esa ciencia no para edificación, sino para destrucción; de suerte que lo que dice aquel beato Gregorio, cuyo nombre has usurpado, creemos que lo profetizó sobre ti: “La afluencia de súbditos exalta el ánimo de los prepuestos, que estiman saber más que todos, cuando ven que pueden más que todos”. Y nosotros hemos aguantado todo esto intentando mantener el honor de la sede apostólica. Pero tú entendiste que nuestra humildad era temor y no vacilaste en alzarte contra la misma potestad regia concedida por Dios a nosotros y te has atrevido a amenazarnos con quitárnosla; como si nosotros hubiésemos recibido de ti el reino, como si el reino y el imperio estuviesen en tu mano y no en la mano de Dios. El cual Señor nuestro Jesucristo nos ha llamado al reino, pero no te ha llamado a ti al sacerdocio. Tú, en efecto, has ascendido por los grados siguientes: por la astucia, aun cuando es contraria a la profesión monacal, has obtenido dinero; por dinero has obtenido merced; por merced, hierro; por hierro, la sede de la paz, y desde la sede de la paz has perturbado la paz armando a los súbditos contra los prepuestos; enseñándoles a despreciar a los obispos nuestros, llamados por Dios, tú que no has sido llamado por Dios; tú has arrebatado a los sacerdotes su ministerio y lo has puesto en manos de los laicos para que depongan o condenen a aquellos que ellos mismos habían recibido de la mano de Dios por imposición de manos episcopales para enseñarles. A mí mismo, que aunque indigno he sido ungido entre los cristianos para reinar, me has acometido; a mí, que según la tradición de los Santos Padres solo puedo ser juzgado por Dios y no puedo ser depuesto por otro crimen que por el de apartarme de la fe, lo que está muy lejos de mí. Pues ni a Juliano el Apóstata la prudencia de los Santos Padres se atrevió a deponerlo, sino que dejó a Dios solo esta misión. El verdadero Papa, el beato Pedro, exclama: “Temed a Dios y honrad al rey”. Pero tú, que no temes a Dios, me deshonras a mí, que he sido constituido por Dios. Por eso el beato Pablo, en donde no exceptúa al ángel del cielo si predicase otra cosa, no te ha exceptuado a ti, que en la tierra predicas otra cosa. Pues dice: “Si alguien, yo, o un ángel del cielo, os predicase otra cosa de la que os ha sido predicada, sea anatema”. Pero tú, condenado por este anatema y por el juicio de todos nuestros obispos y por el nuestro también, desciende y abandona la sede apostólica que te has apropiado; solo debe ascender a la sede de San Pedro quien no oculte violencia de guerra tras la religión y solo enseñe la sana doctrina del beato Pedro.
Yo, Enrique, por la gracia de Dios rey, con todos nuestros obispos te decimos: desciende, desciende, tú que estás condenado por los siglos de los siglos”.
Esta carta causó que el Papa intentara intimidarle mediante la amenaza de excomunión y de deposición como emperador.
Enrique reacciona, en enero de 1076, celebrando un Sínodo de Worms donde depone al Papa. La excomunión lanzada por Gregorio sobre Enrique significaba que sus súbditos quedaban libres de prestarle vasallaje y obediencia. Esto produjo un efecto fulminante. En todo el imperio se levantó una revolución contra Enrique, por lo que el emperador temiendo un levantamiento de los príncipes alemanes, que habían acudido a Augsburgo para reunirse en una dieta con el Papa, decide ir al encuentro de Gregorio y pedirle la absolución.
El encuentro entre Papa y Emperador tiene lugar en Canossa, concretamente en el castillo Stammburg, una imponente fortaleza de los Apeninos, propiedad de la condesa Matilde de Tuscia. Enrique no se presentó como rey, sino como penitente sabiendo que con ello, el pontífice en su calidad de sacerdote no podría negarle el perdón. Enrique IV estuvo por tres días en las puertas, entre la nieve, suplicando que el Sumo Pontífice lo recibiera y lo perdonara. El abad Hugo de Cluny y la condesa Matilde de Toscana, ferviente aliada del Papa, actuaron como mediadores. El 28 de enero de 1077, Gregorio VII absolvió a Enrique IV de la excomunión a cambio de que se celebrara una Dieta en la que se debatiría la problemática de las investiduras eclesiásticas. Sin embargo Enrique demora en el tiempo la celebración de la prometida Dieta por lo que Gregorio VII lanza contra el emperador una segunda condena de excomunión, lo depone y procede a reconocer como nuevo rey a Rodolfo, duque de Suabia. Enrique, sin embargo, contaba aún con partidarios dentro del Imperio y la guerra civil se hizo inevitable. Gregorio VII perdió sodas las bazas políticas ganadas en los meses anteriores al mantener una postura indecisa entre los dos contendientes.
Esta segunda excomunión no obtuvo los efectos de la primera ya que los obispos alemanes y lombardos apoyaron a Enrique quien, en un Sínodo celebrado en Brixen en 1080, proclama nuevo Papa al arzobispo Guiberto de Ravena que fue elegido con el nombre de Clemente III. Rodolfo de Suabia era derrotado y muerto en el Elster y Enrique, sintiéndose fuerte, marcha al frente de su ejército sobre Roma que le abre sus puertas en 1084. Se celebra entonces un Sínodo en el que se decreta la deposición y excomunión de Gregorio VII y se confirma al antipapa Clemente III quien procedió a coronar como emperadores a Enrique IV y a su esposa Berta. Este fue un hecho de escaso valor ya que pronto hubo de retornar a Alemania a enfrentarse con otro rival, Hermann de Luxemburgo, elevado al poder por la facción política anti-enriquista.
La guerra de panfletos cobró a partir de entonces una extraordinaria aspereza. Los partidarios del monarca alemán acusaron a Gregorio de los peores crímenes a la par que ensalzaban los derechos del soberano a quien consideraban Vicario de Cristo y provisto de todos los derechos para mediatizar la elección del Papa. De la otra parte, gregorianos furibundos como Bonizon de Sutri, Anselmo de Lucca o el cardenal Deusdedit se revolvieron contra las pretensiones imperiales invocando ásperamente la legislación publicada por los Pontífices en los últimos años.
El último choque entre Enrique IV y Gregorio VII se inició en 1084. Apoyado en un gran ejército el monarca consiguió entrar esta vez en Roma acompañado de nuevo por el antipapa Clemente III. Gregorio VII se refugió en el Castillo Sant'Angelo esperando la ayuda de sus aliados normandos capitaneados por Roberto Guiscardo, que lo sacó de allí y lo hizo salir de la ciudad. La llegada de los normandos obliga a Enrique IV a abandonar Roma, que es sometida a saqueo e incendiada por los ejércitos normandos, acción que desencadenó el levantamiento de los romanos contra Gregorio que se vio obligado a retirarse a la ciudad de Salerno, donde nueve años antes, en la vigilia de Navidad del 1075, cuando estaba celebrando la Misa, un puñado de hombres se precipitó sobre él, le arrastraron por los cabellos, le molieron a golpes y, después de colmarlo de injurias, lo abandonaron en una mazmorra de aquella antigua fortaleza. Al día siguiente, sin embargo, horrorizado el pueblo por tanta violencia, corrió en su socorro, forzó las puertas de su prisión y lo llevaron en triunfo hasta Santa María la Mayor, donde pudo acabar su Misa, tan brutalmente interrumpida.
Ahora, en cambio, Roma parecía haberse olvidado de él y no pensaba más que en festejar, ruidosamente, a su sucesor. En cambio el conde normando Roberto Guiscardo no podía olvidar lo que debía a aquel hombre. El normando, pues, subió hacia Roma, y en mayo le ganó la ciudad a Enrique IV y se la entregó a Gregorio VII y, para castigar la inconstancia de los romanos, permitió que la Urbe fuera saqueada. Aquella acción sirvió para que el Papa perdiera definitivamente los pocos simpatizantes que le quedaban. De modo que mientras el emperador se replegaba hacia el norte para escapar de los normandos, Gregorio VII tuvo que huir hacia el sur para eludir la cólera de los romanos, retirándose a Monte Casino y de allí a Salerno desde donde, de manera pertinaz, siguió su particular lucha contra el emperador y su antipapa.
Todavía vivió un año en Salerno, abandonado de todos y donde fallecía el 25 de mayo de 1085. La confusión reinó en los meses inmediatos a la muerte de Gregorio VII entre sus partidarios. Su sucesor, Víctor III gobernó solo seis meses. A su desaparición los cardenales optaron por Eudes de Chatillon, obispo de Ostia que tomó el nombre de Urbano II. En sus manos se garantizó la continuidad de una nueva reforma.
La disputa sobre las investiduras finalizó mediante el Concordato de Worms, en 1122, que distinguió la investidura eclesiástica de la feudal.
2. Las Cruzadas.
Las Cruzadas, el hecho de dar un significado religioso a las luchas que, durante toda la Edad Media, se daban entre príncipes cristianos y musulmanes, significaron de alguna forma la internacionalización de la guerra. La primera acción basada en la idea de Cruzada ocurrió en la España de la Reconquista. Alfonso VI de Castilla, tras su aplastante derrota en Sagrajas frente a los Almorávides, pide ayuda a caballeros extranjeros para resistir en Toledo y la frontera del Tajo los continuos ataques musulmanes.
Los orígenes de las Cruzadas nacieron de un sentimiento espontáneo de peregrinos cristianos que visitaban los Santos Lugares. Estos iban cada vez más en grupos armados, pese a que los árabes, muy tolerantes, no les oponían ningún obstáculo. Este sentimiento fue aprovechado por el Papa Urbano II, que predicó la primera Cruzada en 1095, con la finalidad de desviar las actividades conflictivas de los señores feudales.
La consolidación del sistema feudal en Europa occidental tras la caída del Imperio Carolingio, combinada con la relativa estabilidad de las fronteras europeas tras la cristianización de los vikingos y magiares, había supuesto el nacimiento de una nueva clase de guerreros[3] que se encontraban en continuas luchas internas, suscitadas por la violencia estructural inherente al propio sistema económico, social y político.
Además, de esta forma se permitía hacer una exhibición de fuerza ante su debilitado enemigo, la Iglesia Ortodoxa de Oriente, al enviar mercenarios a la defensa del Imperio Bizantino. Tuvo un éxito extraordinario, miles de caballeros cruzados de toda Europa se agruparon en Constantinopla y conquistaron Jerusalén, y se crearon órdenes militares que lo mantuvieron durante casi cien años.
Por otra parte, a comienzos del siglo VIII, el califato de los Omeyas había logrado conquistar de forma muy rápida Egipto y Siria de manos del cristiano Imperio Bizantino, así como el norte de África. Las conquistas se habían extendido hasta la península Ibérica, acabando con el reino visigodo. Desde el mismo siglo VIII se pone freno en Occidente a esa expansión, con las batallas de Covadonga[4] y de Poitiers[5] , y el establecimiento de los reinos cristianos del norte peninsular y del Imperio Carolingio, en lo que supusieron los primeros esfuerzos cristianos por recapturar territorios perdidos frente a los musulmanes, y que se expresarían ideológicamente a partir del corpus cronístico astur-leonés en lo que más tarde se denominó Reconquista Española. A partir del siglo XII tuvo factores comunes con las cruzadas orientales: Bulas papales, órdenes militares, presencia de cruzados europeos.
El factor desencadenante más visible que contribuyó al cambio de la actitud occidental frente a los musulmanes de oriente ocurrió en el año 1009, cuando el califa fatimí Huséin al-Hakim Bi-Amrillah ordenó destruir la Iglesia del Santo Sepulcro.
Otros reinos musulmanes que emergieron tras el colapso de los Omeya, como la dinastía aglabí, habían invadido Italia en el siglo IX. El estado que surgió en esa región, debilitado por las luchas dinásticas internas, se convirtió en una presa fácil para los normandos que capturaron Sicilia en 1091. Pisa, Génova y el Reino de Aragón comenzaron a luchar contra los reinos musulmanes en la búsqueda del control del mar Mediterráneo, ejemplos de lo cual podemos encontrar en la campaña Mahdia y en las batallas que tuvieron lugar en Mallorca y en Cerdeña.
La idea de la Guerra Santa contra los musulmanes finalmente caló en la población y resultó una idea atractiva para los poderes tanto religiosos como seculares de la Edad Media europea, así como para el público en general. En parte, esta situación se vio favorecida por los éxitos militares de los reinos europeos en el Mediterráneo. A la vez, surgió una nueva concepción política que englobaba a la Cristiandad en su conjunto, lo cual suponía la unión de los distintos reinos cristianos por primera vez y bajo la guía espiritual del papado y la creación de un ejército cristiano que luchase contra los musulmanes. Muchas de las tierras islámicas habían sido anteriormente cristianas, y sobre todo aquellas que habían formado parte del Imperio Romano tanto de oriente como de occidente: Siria, Egipto, el resto del Norte de África, Hispania, Chipre y Judea. Por último, la ciudad de Jerusalén, junto con el resto de tierras que la rodeaban y que incluían los lugares en los cuales Cristo había vivido y muerto, era especialmente sagrada para los cristianos.
3. La Primera Cruzada.
La Primera Cruzada inició el complejo fenómeno histórico de campañas militares, peregrinaciones armadas y expansión colonial en Oriente Próximo que convulsionó esta región durante los siglos XI y XIII y que es denominado por la historiografía como las Cruzadas.
Es importante aclarar que la Primera Cruzada no supuso el primer caso de Guerra Santa entre cristianos y musulmanes inspirada por el Papado. Ya durante el papado de Alejandro II, éste predicó la guerra contra el infiel musulmán en dos ocasiones. La primera ocasión fue durante la guerra de los normandos en su conquista de Sicilia, en 1061, y el segundo caso se enmarcó dentro de las guerras de la Reconquista española, en la batalla de Barbastro de 1064. En ambos casos el Papa ofreció la Indulgencia a los cristianos que participaran.
En 1074, el papa Gregorio VII llamó a los “soldados de Cristo” para que fuesen en ayuda del Imperio Bizantino. Éste había sufrido una dura derrota en la batalla de Mantzikert[6] a manos de los turcos selyúcidas que abrió las puertas de Anatolia a los turcos, que establecieron varios sultanatos en la península. La conquista de Anatolia había cerrado las rutas terrestres a los peregrinos que se dirigían a Jerusalén. Su llamada, si bien fue ampliamente ignorada e incluso recibió bastante oposición, junto con el gran número de peregrinos que viajaban a Tierra Santa durante el siglo XI, sirvió para enfocar gran parte de la atención de occidente en los acontecimientos de oriente. Algunos monjes como Pedro de Amiens el Ermitaño o Walter el indigente, que se dedicaron a predicar los abusos musulmanes frente a los peregrinos que viajaban a Jerusalén y otros lugares sagrados de oriente, instigaron todavía más el fuego de las cruzadas.
Hacia el este, el vecino más cercano de la cristiandad occidental era la cristiandad oriental: El Imperio Bizantino, un imperio cristiano que desde el Cisma de Oriente de 1054 había roto explícitamente sus vínculos con el Papa de Roma, cuya autoridad dejó de reconocerse, de hecho, nunca se había aceptado más que como la de un igual junto a los patriarcas. Sutiles diferencias dogmáticas permitieron definir la oposición entre la Iglesia Católica occidental y la Iglesia Ortodoxa oriental. Las últimas derrotas militares del Imperio Bizantino frente a sus vecinos habían provocado una profunda inestabilidad que solo se solucionaría con el ascenso al poder del general Alejo I Comneno como emperador. Bajo su reinado, el imperio estaba confinado en Europa y la costa oeste de Anatolia y se enfrentaba a muchos enemigos, con los normandos al oeste y los selyúcidas al este. Más hacia el este, Anatolia, Siria, Palestina y Egipto se encontraban bajo el control musulmán, aunque hasta cierto punto fragmentadas por cuestiones culturales en la época de la Primera Cruzada. Este hecho contribuyó al éxito de esta campaña.
Anatolia y Siria se encontraban bajo el control de los selyúcidas suníes, que antiguamente habían formado un gran imperio, pero que en ese momento estaban divididos en estados más pequeños. El sultán Alp Arslan había derrotado al Imperio Bizantino en la Batalla de Manzikert, y había logrado incorporar gran parte de Anatolia al imperio. Sin embargo, el imperio se dividió tras su muerte al año siguiente. Malik Shah I sucedió a Alp Arslan y continuaría reinando hasta 1092, periodo en el que el imperio selyúcida se enfrentaría a la rebelión interna. En el Sultanato de Rüm, en Anatolia, Malik Shah I sería sucedido por Kilij Arslan I, y en Siria por su hermano Tutush I, que murió en 1095. Los hijos de este último, Radwan y Duqaq, heredaron Alepo y Damasco respectivamente, dividiendo Siria todavía más entre distintos emires enfrentados entre ellos y enfrentados también con Kerbogha, el atabeg de Mosul. Todos estos estados estaban más preocupados en mantener sus propios territorios y en controlar los de sus vecinos que en cooperar entre ellos para hacer frente a la amenaza cruzada.
En otros lugares de lo que nominalmente era territorio selyúcida se había consolidado también la dinastía artúquida. En particular, esta nueva dinastía controlaba el noroeste de Siria y el norte de Mesopotamia, y también controló Jerusalén hasta 1098. Al este de Anatolia y al norte de Siria se fundó un nuevo estado, gobernado por la que se conocería como la dinastía de los danisméndidas por haber sido fundada por un mercenario selyúcida conocido como Danishmend. Los cruzados no llegaron a tener ningún contacto significativo con estos grupos hasta después de la Cruzada. Por último, también hay que tener en cuenta a los nizaríes, que por entonces estaban comenzando a tener cierta relevancia en los asuntos sirios.
Mientras que la región de Palestina estuvo bajo dominio persa y durante la primera época islamista, los peregrinos cristianos fueron, en general, tratados correctamente. Uno de los primeros gobernantes islámicos, el califa Umar ibn al-Jattab, permitía a los cristianos llevar a cabo todos sus rituales salvo cualquier tipo de celebración en público. Sin embargo, a comienzos del siglo XI, el califa fatimí Huséin al-Hakim Bi-Amrillah comenzó a perseguir a los cristianos en Palestina, persecución que llevaría, en 1009, a la destrucción del templo más sagrado para ellos: La Iglesia del Santo Sepulcro. Más adelante suavizó las medidas contra los cristianos y, en lugar de perseguirles, creó un impuesto para todos los peregrinos de esa confesión que quisiesen entrar en Jerusalén. Sin embargo, lo peor estaba todavía por llegar: Un grupo de musulmanes turcos, los selyúcidas, muy poderosos, agresivos y fundamentalistas en cuanto a la interpretación y cumplimiento de los preceptos del Islam, comenzó su ascenso al poder. Los selyúcidas veían a los peregrinos cristianos como contaminadores de la fe, por lo que decidieron terminar con ellos. En ese momento comenzaron a surgir historias llenas de barbarie sobre el trato a los peregrinos, que fueron pasando de boca en boca hasta la cristiandad occidental. Estas historias, no obstante, en lugar de disuadir a los peregrinos, hicieron que el viaje a Tierra Santa se tiñese de un aura mucho más sagrada de la que ya tenía con anterioridad.
Egipto y buena parte de Palestina se encontraban bajo el control del califato fatimí, de origen árabe y de la rama chií del Islam. Su imperio era significativamente más pequeño desde la llegada de los selyúcidas, y Alejo I llegó incluso a aconsejar a los cruzados que trabajasen conjuntamente con los fatimíes para enfrentarse a su enemigo común, los selyúcidas. Por entonces, el califato fatimí era gobernado por el califa al-Musta'li, aunque el poder real estaba en manos del visir al-Afdal Shahanshah, y tras haber perdido la ciudad de Jerusalén frente a los selyúcidas en 1076, la habían recapturado de manos de los artúquidas en 1098, cuando los cruzados ya estaban en marcha. Los fatimíes, en un principio, no consideraron a los cruzados como una amenaza, puesto que pensaron que habían sido enviados por los bizantinos, y que se contentarían con la captura de Siria, y dejarían Palestina tranquila. No enviaron un ejército contra los cruzados hasta que éstos no llegaron a Jerusalén.
En marzo de 1095, Alejo I envió mensajeros al Concilio de Piacenza para solicitar al papa Urbano II ayuda frente a los turcos. La solicitud del emperador se encontró con una respuesta favorable de Urbano, que esperaba reparar el Gran Cisma de Oriente y Occidente, que había ocurrido cuarenta años antes, y reunificar a la Iglesia bajo el mando del Papado como “obispo jefe y prelado en todo el mundo”, mediante la ayuda a las iglesias orientales en un momento de necesidad.
Al Concilio de Piacenza, que permitió asentar la autoridad papal en Italia en un periodo de crisis, asistieron unos 3000 clérigos y aproximadamente 30.000 laicos, así como embajadores bizantinos que imploraban toda “la ayuda de la cristiandad contra los no creyentes”. Habiendo asegurado su autoridad en Italia, el Papa se encontraba libre para concentrarse en la preparación de la Cruzada que le habían pedido los embajadores orientales. Urbano también sabía que Italia no iba a ser la tierra que se despertase a una explosión de entusiasmo religioso a las convocatorias de un Papa que, además, tenía un título discutido. Sus intenciones de persuadir a muchos para prometer, mediante juramento, ayudar al emperador lo más fielmente posible y tan lejos como pudieran contra los paganos no llegaron a muchos.
En el Concilio de Clermont, que se reunió en el corazón de Francia el 27 de noviembre de 1095, el Papa Urbano pronunció un inspirado sermón frente a una gran audiencia de nobles y clérigos franceses. Hizo un llamamiento a su audiencia para que arrebatasen el control de Jerusalén de las manos de los musulmanes y, para enfatizar su llamamiento, explicó que Francia sufría sobrepoblación, y que la tierra de Canaán se encontraba a su disposición rebosante de leche y de miel. Habló de los problemas de la violencia entre los nobles y que la solución era girarse para ofrecer la espada al servicio de Dios: “Haced que los ladrones se vuelvan caballeros”. Habló de las recompensas tanto terrenales como espirituales, ofreciendo el perdón de los pecados a todo aquel que muriese en la misión divina. Urbano hizo esta promesa investido de la legitimidad espiritual que le daba el cargo papal, y la multitud se dejó llevar en el frenesí religioso y en el entusiasmo por la misión interrumpiendo su discurso con gritos de: “¡Dios lo quiere!” que habría de convertirse en el lema de la Primera Cruzada.
El sermón pronunciado por Urbano se encuentra entre los discursos más importantes de la historia europea. Existen muchas versiones de su discurso en distintos escritos, pero es difícil saber con exactitud sus verdaderas palabras puesto que todos esos escritos proceden de épocas en las que Jerusalén ya había sido capturada. Por ese motivo, no es posible distinguir con claridad entre los hechos verídicos y aquellos que fueron recreados a la luz del resultado exitoso de la cruzada. En cualquier caso, lo que sí está claro es que la respuesta al discurso fue mucho más amplia de la que se esperaba. Durante los años 1095 y 1096, Urbano extendió el mensaje a lo largo y ancho de Francia, mientras que urgía a sus obispos y legados para que extendiesen sus palabras por cualquier otro rincón de Francia, así como de Alemania y de Italia. Urbano intentó prohibir a ciertas personas, incluyendo a mujeres, monjes y enfermos, que se unieran a la cruzada, pero se encontró con que esto era imposible.
Para entender el éxito de la convocatoria a la Primera Cruzada, debe tenerse en cuenta también la situación en la que se encontraban por aquel entonces los miembros de la nobleza europea. Su estilo de vida, guerreando continuamente unos contra otros, y enfrentados de forma más o menos habitual con diversas instituciones eclesiásticas, con las que por otra parte estaban estrechamente vinculados, dada la común condición privilegiada de ambos estamentos y la identidad familiar entre alto clero y nobleza, suponía para ellos una amenaza espiritual muy seria, pues todos se veían en mayor o menor medida incursos en comportamientos que la Iglesia calificaba de pecados castigados con las penas eternas del infierno, y que en ocasiones acarreaban la más inmediata y visible pena terrenal de la excomunión, equivalente a la muerte civil. La Cruzada significaba para ellos una vía de salvación a través de una actividad que conocían y dominaban: La guerra.
Finalmente, la mayoría de los que contestaron a su llamada no eran caballeros, sino campesinos sin riquezas y con muy poca preparación militar. Por otra parte, era en este público en el que más calaba un mensaje que no sólo les ofrecía la redención de sus pecados, sino que también les aportaba una forma de escapar a una vida llena de privaciones, en lo que acabaría siendo una explosión de fe que no fue fácilmente manejable para la aristocracia.
De frutos de esta explosión de fe, muchos abandonaron sus posesiones y se pusieron en marcha hacia Oriente. A los nobles, la Iglesia les prometía que sus bienes serían respetados hasta su vuelta, si bien, para armar un ejército, muchos de los cruzados poderosos, así llamados por la cruz que se tejían en sus vestiduras, tuvieron efectivamente que liquidar sus bienes y prepararse para un viaje sin retorno. Mucha gente humilde, en cambio, se limitó a ponerse en marcha, llevando consigo a sus familias y todas sus escasas posesiones. Éstos fueron los primeros en partir.
La Primera Cruzada supuso políticamente la constitución de los Estados Latinos de Oriente y la recuperación para el Imperio Bizantino de algunos territorios, a la vez que significó un punto de inflexión en la historia de las relaciones entre las sociedades del área mediterránea, marcado por un periodo de expansión del poder del mundo occidental y por el uso del fanatismo religioso para la guerra. También permitieron aumentar el prestigio del Papado, y el resurgir, tras la caída del Imperio Romano, del comercio internacional y del incremento de los intercambios que favorecieron la revitalización económica y cultural del mundo medieval.
Simultáneamente a Urbano II, varios predicadores, entre los que destaca Pedro el Ermitaño, consiguieron inflamar a una gran multitud de gente humilde, entre ellos campesinos y artesanos, además de siervos que, aunque el papa Urbano había planeado la partida de la cruzada para el 15 de agosto de 1096 coincidiendo con la festividad de la Asunción de María, se puso en marcha antes de dicha fecha formando un ejército desorganizado y mal provisto formado por campesinos y pequeños nobles bajo la dirección de Pedro el Ermitaño con la intención de conquistar Jerusalén por su cuenta.
Dirigidos por los predicadores, la respuesta de la población superó todas las expectativas: Si bien Urbano había contado con la adhesión a la cruzada de unos pocos miles de caballeros, se encontró con una verdadera migración de unos 40.000 cruzados, si bien dichas cifras estaban compuestas en su mayor parte por soldados sin experiencia, mujeres y niños.
Sin tener ningún tipo de disciplina militar, y cuando se encontraban en lo que a los cruzados probablemente les parecía una tierra extraña: Europa del Este, pronto se vieron en problemas, todavía en territorio cristiano. El problema principal era el del aprovisionamiento, así como el cultural: La gente necesitaba comida, y esperaban que las ciudades en las que se hospedasen se la diesen o, al menos, se la vendiesen a precios razonables. Desgraciadamente, los locales no siempre estaban de acuerdo, lo cual llevó al estallido de la violencia. Los seguidores de Pedro el Ermitaño se dedicaron a saquear los territorios por los que iban pasando a lo largo del Danubio, y fueron atacados por los húngaros, los búlgaros, e incluso por el ejército bizantino acampado cerca de Niš. En el difícil trayecto murieron unas diez mil personas, cerca de un cuarto de las tropas iniciales de Pedro, si bien el resto llegó a Constantinopla en agosto en relativas buenas condiciones. Una vez ahí volvieron a surgir tensiones debidas a las diferencias culturales y religiosas y a las reticencias a repartir provisiones entre un número tan grande de personas. Para complicar aún más las cosas, los seguidores de Pedro se unieron a otros cruzados provenientes de Francia e Italia. Finalmente, el emperador Alejo Comneno decidió embarcar rápidamente a los 30 000 cruzados para que cruzaran el Bósforo, quitándose cuanto antes ese problema de encima.
Tras cruzar a Asia Menor, los cruzados comenzaron a discutir entre ellos y el ejército se dividió en dos partidas separadas. Desde allí, la multitud se internó en territorio turco, consiguiendo una victoria inicial, pero descuidando absolutamente la retaguardia. La experiencia militar de los turcos era demasiado para el inexperto ejército cruzado, sin conocimientos prácticos en el arte de la guerra. Finalmente, fueron masacrados y esclavizados fácilmente poco después de haberse internado en territorio selyúcida. Pedro el Ermitaño consiguió volver a Bizancio y unirse a la Cruzada de los príncipes. Otro ejército de bohemios y sajones no logró atravesar Hungría antes de desbandarse.
El fracaso de la cruzada de los pobres no sería más que el preámbulo de lo que se identifica habitualmente como Primera Cruzada, que es conocida también como la Cruzada de los barones. Mucho más organizada que la anterior, la cruzada de los barones estaba compuesta por miembros de la nobleza feudal y se dividieron en cuatro grupos principales según su origen que utilizaron distintas rutas para llegar a Constantinopla.
El primer grupo, compuesto por caballeros de origen lorenés y flamenco, estaba comandado por Godofredo de Bouillón junto con sus hermanos Balduino y Eustaquio y se dirigió a Constantinopla a través de Alemania y Hungría.
El segundo grupo estaba compuesto por caballeros normandos septentrionales comandados por Hugo de Vermandois, hermano del rey Felipe I de Francia y que llevaba el estandarte papal, Estéfano II de Blois, cuñado del rey Guillermo II de Inglaterra, por el conde Roberto II de Flandes y por Roberto II de Normandía y se dirigió a Constantinopla vía marítima partiendo desde Bari.
El tercer grupo lo componían los caballeros normandos meridionales a cuyo frente se encontraba Bohemundo de Tarento junto con su sobrino Tancredo que tras reunirse con los normandos septentrionales partieron juntos hacia Constantinopla.
El cuarto grupo estaba compuesto por caballeros occitanos dirigidos por Raimundo de Tolosa y a quien acompañaba Ademar de Le Puy, legado pontificio y jefe espiritual de la expedición. Este contingente se dirigió a Constantinopla atravesando Eslovenia y Dalmacia.
En total, el ejército cruzado estaba compuesto por entre 30 000 y 35 000 cruzados, incluyendo a unos 5 000 caballeros. Raimundo de Tolosa era el líder del contingente más numeroso, compuesto por unos 8 500 hombres de infantería y 1200 de caballería.
Los distintos grupos de cruzados llegaron a Constantinopla con pocas provisiones, esperando recibir ayuda de Alejo I. Alejo, por su parte, se encontraba en una situación difícil. Tras la dudosa experiencia vivida con la anterior cruzada de los pobres, y teniendo en cuenta que Bohemundo de Tarento era un antiguo enemigo suyo normando, no sabía hasta qué punto podía fiarse de los supuestos aliados cristianos venidos de occidente. Por otro lado, Alejo seguía teniendo esperanzas de conseguir controlar a este grupo de cruzados, y parece que incluso contemplaba la posibilidad de usarles como agentes del imperio bizantino para recuperar tierras perdidas. Dada la situación, Alejo llegó a un acuerdo con los cruzados: En intercambio por la comida y los suministros, Alejo exigía que los cruzados le jurasen lealtad, y que prometiesen devolver al Imperio Bizantino todo el terreno que recuperasen de los turcos. Los cruzados, sin agua ni comida, no tuvieron otra opción que aceptar tomar el juramento, aunque no sin antes haber asumido todas las partes una serie de compromisos, y después de que casi se hubiese desatado un conflicto militar en la propia ciudad en un combate abierto con los akritai del emperador. Solo el príncipe Raimundo evitó el juramento, ofreciendo a Alejo que liderara la cruzada en persona. Alejo rechazó la oferta, aunque los dos personajes se convirtieron en aliados a raíz de la desconfianza que ambos tenían en Bohemundo.
Alejo llegó al acuerdo con los cruzados de enviar un contingente militar bajo el mando del general Tatikios, curiosamente de origen turco, para acompañar a los cruzados a lo largo de Asia Menor. Su primer objetivo sería Nicea, una antigua ciudad del Imperio Bizantino que ahora era la capital del Sultanato de Rüm, gobernado en ese momento por Kilij Arslan I. En ese momento, Arslan estaba en plena campaña militar contra los danisméndidas, en Anatolia central, y había dejado atrás tanto su tesoro como a su familia, infravalorando la capacidad militar de los cruzados. La ciudad sufrió un largo asedio que no tuvo grandes resultados, puesto que los cruzados no fueron capaces de bloquear el lago en el que estaba situada la ciudad, y a través de éste podía recibir provisiones. Cuando Kilij Arslan recibió noticias del asedio se apresuró a volver a su capital, y atacó al ejército cruzado el 23 de mayo de ese año. Sin embargo, en esta ocasión los turcos fueron derrotados, si bien ambos bandos sufrieron duras pérdidas. Viendo que no sería capaz de liberar la ciudad, aconsejó a la guarnición que se rindiese si la situación llegaba a ser insostenible. Alejo, temiendo que los cruzados saqueasen la ciudad y destruyesen su riqueza, llegó a un acuerdo secreto de rendición con la ciudad, y se preparó para tomarla por la noche. El 19 de junio de 1097, los cruzados se despertaron y advirtieron que los estandartes bizantinos ondeaban en los muros de la ciudad.
No solo se les prohibió saquear la ciudad, sino que los cruzados tenían prohibido entrar en la ciudad salvo en pequeños grupos, lo que causó un gran malestar en el ejército cruzado, y supuso un añadido más a la tensión ya existente entre cristianos orientales y occidentales. Finalmente, los cruzados partieron en dirección a Jerusalén. Estéfano de Blois escribió a su mujer Adela estimando un viaje de cinco semanas más hasta alcanzar la ciudad santa. De hecho, ese viaje les llevaría dos años.
Los cruzados, todavía acompañados por algunas tropas bizantinas comandadas por Tatikios, marcharon hacia Dorilea, en donde Bohemundo sufrió un ataque por sorpresa de Kilij Arslan, en la batalla de Dorilea; el 1 de julio de ese año, Godofredo fue capaz de atravesar las líneas enemigas y, con ayuda de las tropas del legado Ademar, que atacó a los turcos desde la retaguardia, derrotó a los turcos y saqueó su campamento. Kilij Arslan se batió en retirada, y los cruzados marcharon casi sin oposición a lo largo de Asia Menor hasta llegar a Antioquía, salvo por una batalla en septiembre en la que también derrotaron a los turcos. A lo largo del camino, los cruzados fueron capaces de capturar varias ciudades, como Sozopolis, Konya y Kayseri, aunque la mayoría de estas ciudades se perdieron de nuevo frente a los turcos en 1101.
En general, la marcha a través de Asia fue muy desagradable para el ejército cruzado. Se encontraban a mediados del verano, y los cruzados tenían muy poca agua y comida, por lo que muchos hombres y animales murieron durante la marcha. Al igual que había ocurrido en Europa, los cristianos de Asia en ocasiones les regalaban comida o dinero, pero en la mayoría de las ocasiones los cruzados se dedicaban al saqueo y al pillaje si se les presentaba la oportunidad. Por su parte, los distintos líderes de la cruzada continuaban disputándose el liderazgo absoluto de la misma, aunque ninguno era lo suficientemente poderoso para tomar el mando, si bien Ademar de Le Puy siempre fue reconocido como líder espiritual. Tras atravesar las Puertas Cilicias Balduino se separó del resto de cruzados, y puso rumbo hacia las tierras armenias de alrededor del Éufrates. Llegó a la ciudad de Edesa, hoy Urfa, en Turquía, que estaba en manos de cristianos armenios, y fue adoptado como heredero por el rey Thoros de Edesa, un armenio perteneciente a la Iglesia Ortodoxa de Grecia y que no contaba con el favor de sus súbditos por culpa de su religión. Thoros fue asesinado, y Balduino se convirtió en el nuevo gobernante, creando el condado de Edesa, que a su vez sería el primero de los estados cruzados.
El ejército cruzado, mientras tanto, marchó hacia Antioquía, ciudad ubicada a mitad de camino entre Constantinopla y Jerusalén y con un gran valor religioso también para la cristiandad. El 20 de octubre de 1097, los cruzados sitiaron la ciudad, comenzando un asedio que duraría casi ocho meses. Durante ese tiempo, los cristianos tuvieron que someterse a terribles penalidades, y se vieron obligados a enfrentarse a dos importantes ejércitos de apoyo a los sitiados enviados por Damasco y Alepo. Antioquía era una ciudad tan grande que los cruzados no tenían suficientes tropas como para rodearla completamente, por lo que tuvo la posibilidad de mantener un cierto nivel de suministros durante todo ese tiempo. Por otra parte, a medida que el asedio se alargaba fue quedando cada vez más claro que Bohemundo pretendía conquistar la ciudad para quedarse como gobernador.
Yaghi-Siyan, el gobernador de Antioquía, sólo podía contar con su propio ejército personal para defenderse. Para prepararse para el asedio, exilió a muchos de los cristianos pertenecientes a la Iglesia Ortodoxa Griega y Armenia, a los que consideraba poco fiables. También encerró en prisión a Juan de Oxite, Patriarca de Antioquía de la Iglesia Ortodoxa Griega, y convirtió la Catedral de San Pedro en un establo. Los cristianos Ortodoxos Sirianos fueron por lo general respetados, puesto que Yaghi-Siyan les consideraba más leales a él que los otros debido a que también eran enemigos de los griegos y de los armenios. Yaghi-Siyan y su hijo Shams ad-Dawla solicitaron ayuda a Duqaq, gobernador de Damasco. Mientras tanto lanzaba ataques contra el campamento cristiano y hostigaba a las partidas de forrajeadores del ejército invasor.
Yaghi-Siyan sabía gracias a sus informadores que existían divisiones entre los cristianos debido a que tanto Raimundo IV de Tolosa como Bohemundo de Tarento querían la ciudad para ellos. En una ocasión, mientras Bohemundo estaba forrajeando, Raimundo atacó la ciudad en solitario, pero fue repelido por las tropas de Yaghi-Siyan. El 30 de diciembre llegaron los esperados refuerzos de Duqaq, pero fueron derrotados por la partida de aprovisionamiento de Bohemundo, por lo que se retiraron a Homs.
Yaghi-Siyan acudió entonces a Radwan, gobernador de Alepo, en busca de ayuda. Sin embargo, en febrero de ese año, el ejército enviado por Radwan fue también derrotado y Yaghi-Siyan aprovechó la marcha temporal del ejército invasor para hacer una salida contra su campamento, pero también tuvo que retirarse cuando los cruzados retornaron victoriosos. En marzo, Yaghi-Siyan logró emboscar a una partida de cruzados que traían madera y otros materiales desde el puerto de San Simeón. Llegaron noticias al campamento cruzado de que Raimundo y Bohemundo habían muerto en esa batalla, y se produjo una gran confusión que Yaghi-Siyan aprovechó para atacar al ejército comandado por Godofredo de Bouillón. Sin embargo, Yaghi-Siyan volvió a ser repelido cuando Bohemundo y Raimundo volvieron al campamento.
En esta ocasión el gobernador acudió a Kerbogha, atabeg de Mosul, en busca de ayuda. Los cruzados sabían que debían tomar la ciudad antes de que llegasen los refuerzos de Kerbogha, y Bohemundo negoció en secreto con uno de los guardias de Yaghi-Siyan, un armenio llamado Firuz, que accedió a traicionar a la ciudad. El 2 de junio de 1098 los cruzados entraron en la ciudad matando a casi todos sus habitantes antes de que Kerbogha pudiera acudir en su auxilio. La guarnición se replegó al interior de la ciudadela. Sólo unos pocos días más tarde llegó el ejército musulmán, que inició un nuevo asedio, esta vez con los cristianos en el interior de la ciudad. Justo entonces, un monje llamado Pedro Bartolomé aseguró haber descubierto la Lanza Sagrada en la ciudad y, si bien algunos eran escépticos en cuanto al hallazgo, el acontecimiento se consideró un milagro que presagiaba que obtendrían la victoria frente a los infieles.
El 28 de junio los cruzados derrotaron a Kerbogha en batalla campal, victoria que en parte se atribuye al hecho de que Kerbogha no fue capaz de organizar a las distintas facciones que componían su ejército. Mientras que los cruzados marchaban contra los musulmanes, la sección fatimí desertó del contingente turco temiendo que Kerbogha se volviese demasiado poderoso si lograba derrotar a los cruzados. Por otra parte, y según la leyenda cristiana asociada al descubrimiento de la Lanza Sagrada, un ejército de santos cristianos habría acudido en ayuda de los cruzados en la batalla, haciendo pedazos al ejército de Kerbogha.
Bohemundo de Tarento, tras la retirada de los ejércitos bizantinos que les habían acompañado en la expedición, alegó deserción por parte de éstos, y argumentó que dicha deserción invalidaba todos los juramentos que habían hecho frente a Alejo I. Bohemundo, gracias a la ruptura del juramento, retuvo la ciudad para sí, si bien no todos los cruzados estaban de acuerdo, y en especial Raimundo de Tolosa. Las discusiones entre los líderes supusieron un nuevo retraso en la marcha de la cruzada, que quedó estancada durante todo el resto del año. Por otro lado, la toma de Antioquía implicó el nacimiento del segundo Estado cruzado.
Mientras tanto, irrumpió en escena el estallido de una plaga, posiblemente tifus, que mató a muchos de los cruzados, incluyendo al legado pontificio Ademar de Le Puy. Los soldados contaban cada vez con menos caballos, y los campesinos musulmanes se negaban a proveerles de comida. En diciembre de ese año, la ciudad de Ma´arrat al-Numan fue capturada tras un asedio en el que, además de finalizar con el asesinato de toda la población, se llegaron a producir casos de canibalismo entre los cruzados.
Los caballeros de menor rango se fueron impacientando, y amenazaron con continuar hacia Jerusalén dejando atrás a sus líderes y sus disputas internas. Finalmente, a comienzos de 1099, se renovó la marcha hacia la Ciudad Santa, dejando a Bohemundo atrás como nuevo Príncipe de Antioquía.
Desde Antioquía los cruzados marcharon hacia Jerusalén. La ciudad en aquel momento se encontraba disputada entre los fatimíes de Egipto y los turcos de Siria. Por el camino, conquistaron diversas plazas árabes, entre ellas el futuro castillo Krak des Chevaliers, que fue abandonado, y firmaron acuerdos con otras, deseosas de mantener su independencia y de facilitar que los cruzados atacaran a los turcos. A medida que se dirigían al sur por la costa del mar Mediterráneo los cruzados no se encontraron demasiada resistencia, puesto que los líderes locales preferían llegar a acuerdos de paz con ellos y darles suministros sin llegar al conflicto armado.
Jerusalén, mientras tanto, había cambiado de manos varias veces, en los últimos tiempos y desde 1098 se encontraba en manos de los fatimíes de Egipto. Los cruzados llegaron ante las murallas de la ciudad en junio de 1099 y, al igual que hicieron con Antioquía, desplegaron sus tropas para someterla a un largo asedio, durante el cual los cruzados sufrieron también un gran número de bajas por culpa de la falta de comida y agua en los alrededores de Jerusalén. Cuando el ejército cruzado llegó a Jerusalén, del ejército inicial solo quedaban 12000 hombres, incluyendo a 1500 soldados de caballería. Enfrentados a lo que parecía una tarea imposible, los cruzados llevaron a cabo diversos ataques contra las murallas de la ciudad, pero todos fueron repelidos. Los relatos de la época indican que la moral del ejército se vio mejorada cuando un sacerdote llamado Pedro Desiderio aseguró haber tenido una visión divina en la cual se le daba instrucciones de marchar descalzos en procesión alrededor de las murallas de la ciudad, tras lo cual la ciudad caería en nueve días, siguiendo el ejemplo bíblico de la caída de Jericó. El 8 de julio los cruzados realizaron esa procesión.
Finalmente la ciudad caería en manos cristianas el 15 de julio de 1099, gracias a una ayuda inesperada. Las tropas genovesas dirigidas por Guillermo Embriaco, se habían dirigido a Tierra Santa en una expedición privada. Se dirigían en primer lugar a Ascalón, pero un ejército fatimí de Egipto les obligó a marchar tierra adentro hacia Jerusalén, ciudad que se encontraba en ese momento sitiada por los cruzados. Los genoveses habían desmantelado previamente las naves en las cuales habían navegado hasta Tierra Santa, y utilizaron esa madera para construir torres de asedio. Estas torres fueron enviadas hacia las murallas de la ciudad la noche del 14 de julio entre la sorpresa y la preocupación de la guarnición defensora. A la mañana del día 15, la torre de Godofredo llegó a su sección de las murallas cercana a la esquina noreste de la ciudad y, según el Gesta, dos caballeros procedentes de Tournai llamados Letaldo y Engelberto fueron los primeros en acceder a la ciudad, seguidos por Godofredo, su hermano Eustaquio, Tancredo y sus hombres. La torre de Raimundo quedó frenada por una zanja pero, dado que los cruzados ya habían entrado por la otra vía, los guardias se rindieron a Raimundo.
A lo largo de esa misma tarde, la noche y la mañana del día siguiente, los cruzados desencadenaron una terrible matanza de hombres, mujeres y niños, musulmanes, judíos o incluso los escasos cristianos del este que habían permanecido en la ciudad. Aunque muchos musulmanes buscaron cobijo en la mezquita de Al-Aqsa y los judíos en sus sinagogas cercanas al Muro de las Lamentaciones, pocos cruzados se apiadaron de las vidas de los habitantes.
Los sermones que predicaban la Cruzada inspiraron un antisemitismo todavía mayor. Según algunos predicadores, los judíos y los musulmanes eran enemigos de Cristo, y era deber de la cristiandad enfrentarse a esos enemigos o convertirles a la fe cristiana. El público en general entendió que el enfrentamiento al que hacían mención los predicadores era sinónimo de luchar a muerte o darles muerte. La conquista cristiana de Jerusalén y el establecimiento de un imperio cristiano supuestamente instigaría el “Fin de los Tiempos”, durante el cual los judíos deberían supuestamente convertirse al cristianismo. Dos mil judíos fueron encerrados en la sinagoga principal, a la que se prendió fuego. Si bien el antisemitismo había existido en Europa desde hacía siglos, la Primera Cruzada supuso el primer caso de violencia en masa y organizada contra las comunidades judías.
Esta interpretación de la Cruzada como guerra contra todo tipo de infiel, sin embargo, no fue algo universal, y existe constancia de que los judíos encontraron refugio en algunos santuarios cristianos. Uno de esos casos fue el del arzobispo de Colonia, que se esforzó por proteger a los judíos de la ciudad de la matanza llevada a cabo por la propia población. En cualquier caso, miles de judíos fueron asesinados a pesar de los intentos de algunas autoridades eclesiásticas y seculares de protegerles.
Todas estas masacres se justificaron a través del argumento de que los discursos del papa Urbano habían prometido la recompensa divina a los que matasen a infieles, sin importar qué tipo de no cristianos fuesen. En ese sentido, el llamamiento no se dirigía exclusivamente a la guerra santa contra los musulmanes. Aunque el papado aborreció y predicó en contra de estas acciones locales contra judíos y musulmanes, estos actos se repitieron en todos los movimientos cruzados posteriores.
Los Cruzados viajaron al norte a través del valle del Rin en busca de las comunidades judías más conocidas como Colonia, para luego dirigirse al sur. A las comunidades judías se les daba la opción de convertirse o ser masacradas. Muchas se negaron a la conversión y, a medida que se extendían las noticias de las masacres, se dieron algunos casos de suicidios en masa.
Tancredo, por su parte, reclamó el control del Templo de Jerusalén, y ofreció protección a algunos de los musulmanes que se habían refugiado ahí. Sin embargo, fue incapaz de evitar su muerte a manos de sus compañeros cruzados.
Algunos jefes cruzados, como por ejemplo Gastón de Bearn, trataron de proteger a los civiles agrupados en el Templo dándoles sus estandartes pero fue en vano porque al día siguiente un grupo de caballeros exaltados los masacró también. Solo se salvó una parte de la guarnición, protegida por juramento de Raimundo de Tolosa.
Los cruzados ofrecieron a Raimundo de Tolosa el título de rey de Jerusalén, pero lo rechazó. Después se le ofreció a Godofredo de Buillón, que aceptó gobernar la ciudad pero rechazó ser coronado como rey, diciendo que no llevaría una “corona de oro” en el lugar en el que Cristo había portado “una corona de espinas”. En su lugar, tomó el título de “Protector del Santo Sepulcro” o, simplemente, el de “Príncipe”. En la última acción de la cruzada encabezó un ejército que derrotó a un ejército fatimí invasor en la batalla de Ascalón. Godofredo murió en julio de 1100 y fue sucedido por su hermano, entonces Balduino de Edesa, que sí que aceptaría el título de rey de Jerusalén y sería coronado bajo el nombre de Balduino I de Jerusalén.
Con esta conquista finalizó la Primera Cruzada, la única exitosa. Tras la toma de Jerusalén, muchos cruzados volvieron a sus lugares de origen, aunque otros se quedaron a defender las tierras recién conquistadas. Entre ellos, Raimundo de Tolosa, disgustado por no ser el rey de Jerusalén, se independizó y se dirigió a Trípoli, en el actual Líbano, donde fundó el condado del mismo nombre.
4. Los Cistercienses.
a. Inicio de la Orden.
Es en 1098 cuando se organiza la orden de los cistercienses, en Citeaux, Francia, bajo la dirección de Roberto de Molesmes, conocida como el Císter debido a la Abadía de Císter en que se originó[7]. Se les llamó en la Edad Media los monjes blancos, por el color de su hábito, en oposición a los monjes negros, que eran los benedictinos. También es frecuente la denominación monjes bernardos o simplemente bernardos por el impulso que dio a la orden Bernardo de Claraval.
Siendo Roberto abad del monasterio cluniacense de Molesmes, él y un grupo de monjes de su comunidad se propusieron retornar a la observancia estricta de la primitiva regla de san Benito de Nursia, quien en 540 fundara la Orden de San Benito. Para ello fundó una nueva abadía en Císter, donde los monjes dedicaron su vida al trabajo manual y a la contemplación ascética con igual empeño, poniendo en práctica el lema benedictino: “Reza y trabaja”.
Su sucesor, Alberico, obtuvo en 1100 el reconocimiento de la nueva orden por parte del Papa Pascual II que otorgó al monasterio el “privilegio romano”, lo que equivalía a ponerlo bajo la protección de la Santa Sede; pero no fue sino el tercer abad, Esteban Harding, quien en 1119 dotó al Císter de una regla propia, la “Carta de Caridad”, en la que se establecían las normas comunitarias de total pobreza, obediencia a los obispos, dedicación al culto divino con dejación de las ciencias profanas, y demás estatutos de la orden.
b. Bernardo de Claraval.
Bernardo de Fontaine, había nacido en el castillo de Fontaine-les-Dijon, en Borgoña, Francia en 1091. Fue el tercero de siete hermanos. Su padre era caballero del duque de Borgoña y lo educó en la escuela clerical de Châtillon, para trabajar en la corte, pero fue seducido por el convento, que por la dureza de la vida que llevaban, tenía pocos miembros. Después de la muerte de su madre, en 1113, ingresa como novicio en unión de un grupo de familiares y amigos reunidos en Châtillon: Cuatro hermanos, un tío y algunos amigos, hasta 30 personas según unas fuentes. Anteriormente los había probado durante seis meses, asegurándose de su lealtad y formando un grupo muy unido. El convencer a tantos fue una labor ardua, especialmente a su hermano Guido, que estaba casado y tenía dos hijas, y que finalmente dejó a su familia y entró en la orden. Posteriormente entrarían en la orden su padre y su hermano menor.
El monasterio se encontraba cercano a su casa paterna, siendo Odón, duque de Borgoña, su benefactor, habiendo contribuido a su construcción y donando tierras y ganados.
Cuando dos años después, en el año 1115, el abad Esteban decide expandir el ámbito monástico con nuevas fundaciones, erigiendo los cenobios de La Ferté, Pontigny, Morimond y Claraval, envió a este último a Bernardo y sus allegados, en parte por las dotes que el nuevo monje manifestaba para la dirección de una abadía como la que se le encomendaba, y en gran parte también para librar a Cîteaux de la excesiva presencia del “clan” de los Fontaine. Bernardo fue designado abad del nuevo monasterio, puesto que desempeñó hasta el final de su vida. Fue el obispo de Chalons-sur-Marne, el filósofo Guillermo de Champeaux quien le ordenó sacerdote y le bendijo como abad.
El inicio de Claraval fue muy duro. El régimen impuesto por Bernardo era muy austero y afectó a su salud. Guillermo de Champeaux debió intervenir, delegado por el capítulo General del Císter, para vigilar la salud de Bernardo suavizando la falta de alimentación y la mortificación implacable que se imponía a sí mismo. Este se vio obligado a dejar la comunidad y trasladarse a una cabaña que le servía de enfermería y donde era atendido por unos curanderos.
A lo largo de su vida fundó 68 monasterios distribuidos por toda Europa. Los inicios fueron lentos. En los 10 primeros años sólo se establecieron tres nuevas fundaciones: Tres Fontanas[8], Fontenay[9] y Foigny[10]. A partir de 1130 se extienden las primeras abadías por Alemania, Inglaterra y España[11].
Espiritualmente, Bernardo fue un místico y se le considera uno de los fundadores de la mística medieval. Tuvo una gran influencia en el desarrollo de la devoción a la Virgen María. Su teología sobre María fue rápidamente aceptada por los fieles y sus sermones se difundieron por toda la cristiandad. La figura de María no se entendía como hoy y Bernardo mostró sus dudas sobre la Inmaculada Concepción. Tampoco se puede afirmar que patrocinara la Asunción de María.
Bernardo creía en la revelación verbal del texto bíblico. Esta creencia, considerada hoy errónea por la teología católica, la heredó de Orígenes, su maestro en Exégesis. Así, en cada palabra de la Biblia buscaba interpretaciones y sentidos desconocidos y ocultos. Cuando no comprendía unas frases o un sentido del texto, se humillaba y pedía a Dios que le iluminara, pues entendía que si Dios había puesto esa palabra o esa frase y no otra, lo hacía por una razón concreta. Esta fe en la revelación verbal le originó importantes periodos místicos que quedaron recogidos en sus escritos.
Su búsqueda de la interpretación del texto sagrado, sin limitarse al sentido pretendido por el escritor sagrado, para obtener de él la justificación de sus experiencias personales, profundiza en la reflexión y en la contemplación de la misma forma que la Iglesia primitiva y siguiendo la tradición mística de los padres griegos de la Escuela de Alejandría.
Resulta esclarecedor lo que pensaban de él los dos principales artífices de la Reforma Protestante. Martín Lutero dijo que Bernardo supera a todos los demás Doctores de la Iglesia y Jan Calvino lo alabó: El abad Bernardo habla el lenguaje de la misma verdad.
Los libros de la Biblia que más citó y por lo tanto con los que más se identificaba son: El libro de los Salmos, 1519 veces; las cartas de Pablo, 1388 veces; el Evangelio de Mateo, 614 veces; el Evangelio de Juan, 469 veces; el Evangelio de Lucas, 465 veces; el Libro de Isaías, 358 veces y el Cantar de los Cantares, 241 veces.
Pero Bernardo también se apoyaba en la Tradición. En su tiempo había dos escuelas teológicas contrarias: La escuela antigua o tradicional, de la que él era el principal exponente, y la escuela moderna, patrocinada por Abelardo, basada en especulaciones y en la crítica filosófica de las ideas. Bernardo consideraba estéril la filosofía, pues argumentaba que en nada sirve al hombre para alcanzar su fin último. Despreciaba a Platón y Aristóteles. En cierta ocasión dijo: “Mis maestros son los apóstoles, ellos no me han enseñado a leer a Platón ni a ejercitarme en las disquisiciones de Aristóteles...”. Sin embargo, tenía una concepción neoplatónica del alma humana, que consideraba estaba creada a imagen y semejanza de Dios y destinada a una unión perfecta con Él.
Los Padres de la Iglesia que más seguía, eran los que entonces se consideraban los maestros más autorizados de la Iglesia: Se declaró fiel discípulo de Ambrosio y Agustín, los llamó las dos columnas de la Iglesia y escribió que difícilmente se apartaría de su parecer[12]. En moral, su referencia era Gregorio Magno. Copió, sin citarlo, con frecuencia a Casiodoro en sus comentarios sobre los Salmos. Muchos bellos pensamientos que describió Bernardo, en realidad son de Casiodoro. Entre los Padres griegos, citó a menudo a Orígenes y a Atanasio. Tenía una gran devoción a Benito de Nursia y a su única obra la regla de los monjes: La Regula monasteriorum. Esta obra era la maestra de su corazón y de su intelecto, estando convencido que, como la Biblia, era un libro directamente inspirado por Dios.
Cuatro de sus obras tienen similitudes con otras de la literatura patrística:
1) Los sermones sobre el Cantar de los cantares. En el Concilio de Sens, Berenguer de Escocia le recriminó haber copiado descaradamente a Orígenes, Ambrosio, Rexio de Autun y Beda el Venerable.
2) Los 17 sermones sobre el salmo 90 describen la doctrina de san Agustín.
3) Las 4 homilías de alabanzas de la Virgen María tienen citas textuales de Ambrosio y de Agustín.
4) Sobre la gracia y el libre albedrío es un resumen de la doctrina de Agustín.
Fue un inspirador y organizador de las órdenes militares, creadas para acoger y defender a los peregrinos que se dirigían a Tierra Santa y para combatir el Islam. Así, tuvo gran influencia en la creación y expansión de la Orden del Temple, redactó sus estatutos e hizo reconocerla en el Concilio de Troyes, en 1128.
Fallecido el papa Honorio II, se produjo una doble elección papal. La mayoría de los cardenales apoyaron al cardenal Pietro Pierleoni que adoptó el nombre de Anacleto II; mientras que una minoría de cardenales se inclinó por Gregorio Papareschi[13].
La aparición de dos Papas provocó el cisma y enfrentó a media cristiandad que apoyaba a Anacleto II con la otra media, que defendía a Inocencio II. Este último contaba con el apoyo de Bernardo, que se recorrió Europa desde 1130 a 1137, explicando sus puntos de vista a monarcas, nobles y prelados.
Su intervención fue decisiva en el concilio de Estampes, convocado por rey francés Luis VI. Así mismo, la influencia de Bernardo favoreció la confirmación de Inocencio II, consiguiendo los apoyos de Enrique I de Inglaterra, el emperador alemán Lotario II, Guillermo de Aquitania, los reyes de Aragón, de Castilla, Alfonso VII, y las repúblicas de Génova y Pisa. Finalmente, Anacleto fue rechazado como Papa y fue excomulgado.
Bernardo participó en las principales controversias religiosas de su época. Sostenía que el conocimiento de las ciencias profanas es de escaso valor comparado con el de las ciencias sagradas. Sus sentimientos frente a los dialécticos se revelaron en los enfrentamientos que mantuvo con Gilberto de la Porré y Pedro Abelardo.
Abelardo, uno de los primeros escolásticos, se había iniciado en la dialéctica y mantenía que se debían buscar los fundamentos de la fe con similitudes basadas en la razón humana. Las nuevas ideas de Abelardo fueron rechazadas por los que pensaban de forma tradicional, entre ellos el abad Bernardo. Así en 1139, Guillermo de Saint-Thierry encontró 19 proposiciones supuestamente heréticas de Abelardo y Bernardo de Claraval las remitió a Roma para que fuesen condenadas. En el sínodo de Sens le exigieron a Abelardo retractarse y al no hacerlo, el Papa confirmó al sínodo de Sens y lo condenó por hereje a perpetuo silencio como docente.
Bernardo en carta a Inocencio II, “Contra errores Petri Abaelardi”, refutó los supuestos errores de Abelardo, pues consideraba que la fe solo debe ser aceptada. Para Bernardo, la verdad que hay tras la creencia en Dios es un hecho directamente infundido por la divinidad y por lo tanto incuestionable. La opinión de Bernardo, acerca del mal empleo que hacía Abelardo de la razón, se ganó el apoyo de místicos, irracionalistas y filósofos, que estuvieron de acuerdo con él.
La predicación en la Iglesia medieval era esencial y Bernardo fue uno de sus grandes predicadores. Reclamado constantemente por la clerecía local, realizó numerosos viajes por el sur de Francia, Renania y otras regiones. También predicó las excelencias espirituales de la vida monástica y convenció a muchos para que ingresasen en la orden cisterciense. Se le conocía como “Doctor melifluo”[14]. Se desplazaba habitualmente a pie, acompañado de un monje, que hacía de secretario y escribía a su dictado durante los desplazamientos.
Bernardo predicó en el Languedoc en 1145 a los cátaros o albigenses, siendo elogiado, pero en Verfeil, cerca de Toulouse, se le abucheó. Años después de la muerte de Bernardo, en 1209, los cátaros fueron declarados herejes, y varios cistercienses se pusieron al frente de la cruzada que reprimió este movimiento.
En 1145, Eugenio III fue nombrado Papa. Es el primer Papa cisterciense y discípulo de Bernardo. Había coincidido con él en uno de sus viajes y le siguió desde Italia hasta Claraval. Allí pasó 10 años de vida monástica. En 1140, Bernardo lo había enviado a Italia como abad de Tres Fontanes, la 34ª fundación de Claraval.
Su mayor y más trágica empresa fue la Segunda Cruzada, cuya predicación fue por completo obra de Bernardo, que asumió el papel político más importante de su vida, al convertirse en el predicador de la nueva guerra santa. Allí apareció con toda su fuerza y con toda su debilidad su ideal religioso.
Cincuenta años antes, durante la Primera Cruzada se estableció en Palestina un reino feudal gobernado por nobles franceses. En 1144, los ejércitos del Islam tomaron la ciudad cristiana de Edesa. En 1145, Luis VII de Francia propuso la cruzada y pidió a Bernardo que la predicase. Este respondió que solo el Papa le podía encargar esa predicación. El rey realizó la petición al Papa. Fue entonces, cuando el Papa Eugenio III, que había sido monje en Claraval y discípulo de Bernardo, pidió al abad que predicase la cruzada y las indulgencias que de ella se derivaban.
El Bernardo que predicó la Cruzada mostró una personalidad diferente a lo que había sido hasta entonces. Él entendía la vida interior como unión del alma humana con Dios e identificaba la vida interior con la vida de toda la iglesia, siendo su concepción de la cruzada básicamente mística. Consideraba que la Iglesia Católica podía llamar a las armas a las naciones cristianas para salvaguardar el orden establecido por Dios. Parece que no tuvo necesidad de comprender el Islam. Según él, si Dios juzgaba necesario que los ejércitos defendieran su reino, si el mismo Papa le ordenaba predicar la Cruzada, estaba claro para él que se trataba de una misión divina. Por tanto transmitió a los cristianos que se trataba de una guerra santa, pues así la concebía él.
La predicación realizada en Alemania, fue en contra de la voluntad del Papa, y ganó para la causa al emperador Conrado III y a numerosos príncipes. Según Maschke, Bernardo es mucho más fogoso como predicador que como hombre de Estado y como político de la Iglesia, electriza a los pueblos de Occidente, infundiéndoles la sola voluntad de acudir a la Cruzada.
Los cruzados fueron derrotados por el Islam, lo que provocó un gran pesimismo en toda la cristiandad. Bernardo, que había sido el principal animador y el que había encendido a los pueblos, fue llamado embaucador y falso profeta.
El fracaso de la segunda Cruzada dañó profundamente la confianza en el pontificado y se habló abiertamente de que la fe cristiana había sufrido un duro revés. Bernardo quedó muy afectado, sin embargo pensó que por lo menos había sido criticado él y no Dios. Así lo escribió en De Consideratione, dirigido al papa Eugenio III.
En 1153, enfermó del estómago: No retenía la comida y las piernas se le hinchaban, quedó muy débil y murió.
c. Los Templarios.
En el año 1099, los cruzados recuperaron Jerusalén y los lugares santos de Palestina. Los peregrinos eran atacados y robados en los caminos. Algunos caballeros decidieron prolongar su voto y dedicar su vida a la defensa de los peregrinos. En 1127, Hugo de Payens solicitó al Papa Honorio II el reconocimiento de su organización.
Recibieron el apoyo del abad Bernardo, sobrino de uno de los nueve Caballeros fundadores y a la postre quinto Gran Maestre de la Orden, André de Montbard. Así, se reunió un concilio en Troyes para regular su organización.
En el concilio, solicitaron a Bernardo que redactase su regla, que fue sometida a debate y con algunas modificaciones fue aprobada. La regla del Temple fue pues una regla cisterciense, pues contiene grandes analogías con la misma; no podía ser de otra forma ya que el abad era su inspirador. Era típica de las sociedades medievales, con estructuras jerarquizadas, poderes totalitarios, regula la elección de los que mandan y estructura las asambleas para asistirlos y, en su caso, controlarlos. Después de esta primera redacción, hubo una segunda debida a Esteban de Chartres, Patriarca de Jerusalén, denominada regla latina y cuyo texto se ha mantenido hasta nuestros días.
Bernardo escribió en 1130, el “Elogio de la Nueva Milicia Templaria”, que asoció a los lugares de la vida de Jesús con infinidad de citas bíblicas. Intentó equiparar la nueva milicia a una milicia divina.
5. La Tercera Cruzada.
a. Nur ad-Din.
Tras el fracaso de la Segunda Cruzada, Nur ad-Din se hizo con el control de Damasco y unificó Siria. Con la finalidad de extender su poder, Nur ad-Din puso los ojos en la dinastía fatimí de Egipto. En 1163, su general de más confianza, Shirkuh, emprendió una expedición militar hacia el Nilo. Acompañaba al general su joven sobrino, Saladino.
Cuando las tropas de Shirkuh acamparon frente a El Cairo, el sultán de Egipto, Shawar pidió ayuda al rey Amalarico I de Jerusalén. En respuesta, Amalarico envió un ejército a Egipto y atacó las tropas de Shirkuh en Bilbeis, en 1164.
En un intento de apartar de Egipto la atención de los cruzados, Nur ad-Din atacó Antioquía, lo que tuvo como resultado una masacre de soldados cristianos y la captura de varios dirigentes cruzados, entre ellos Reinaldo de Châtillon, príncipe de Antioquía. Nur ad-Din envió las cabelleras de los defensores cristianos a Egipto para que Shirkuh las expusiera en Bilbeis a la vista de los hombres de Amalarico. Esto hizo que tanto Amalarico como Shirkuh sacasen sus tropas de Egipto.
En 1167, Nur ad.Din envió de nuevo a Shirkuh a conquistar a los fatimíes. Shawar optó de nuevo por pedir ayuda a Amalarico para defender su territorio. Las fuerzas combinadas de egipcios y cristianos persiguieron a Shirkuh hasta que se retiró a Alejandría.
Shawar fue ejectutado por sus traicioneras alianzas con los cristianos y fue sucedido por Shirkuh como visir de Egipto. En 1169, Shirkuh murió inesperadamente tras solo unas semanas en el poder. El sucesor de Shirkuh fue su sobrino, Salah ad-Din Yusuf, más conocido como Saladino. Nur ad-Din murió en 1174, dejando el nuevo imperio a su hijo de once años, As-Salih. Se decidió que el único hombre capaz de conducir la yihad contra los cruzados era Saladino, que se convirtió en sultán tanto de Egipto como de Siria, y fundó la dinastía ayyubí.
b. Saladino.
Amalarico murió también en 1174, y fue sucedido como rey de Jerusalén por su hijo de trece años, Balduino IV, quien firmó un acuerdo con Saladino para permitir el libre comercio entre los territorios musulmanes y cristianos.
En 1176, Reinaldo de Châtillon fue liberado de su prisión, y comenzó a atacar caravanas por toda la región. Extendió su piratería hasta el Mar Muerto, enviando sus galeras no solo a abordar barcos, sino incluso a asaltar la misma ciudad de La Meca. Sus actos irritaron profundamente a los musulmanes, convirtiendo a Reinaldo en el hombre más odiado del Oriente Próximo.
Balduino IV murió en 1185, y la corona pasó a su sobrino de cinco años, Balduino V, con Raimundo III de Trípoli como regente. Al año siguiente, Balduino falleció repentinamente, y la princesa Sibila, hermana de Balduino IV y madre de Balduino V, se hizo coronar reina, y a su marido, Guy de Lusignan, rey.
Por entonces, Reinaldo, una vez más, atacó una rica caravana, y encerró en su prisión a los viajeros. Saladino exigió que los prisioneros fuesen liberados. El recientemente coronado rey Guy ordenó a Reinaldo que cumpliese las demandas de Saladino, pero Reinaldo rehusó obedecer las órdenes del rey.
Fue este último ultraje de Reinaldo el que decidió a Saladino a atacar la ciudad de Tiberiades, en 1187. Raimundo aconsejó paciencia, pero el rey Guy, aconsejado por Reinaldo, llevó sus tropas a los Cuernos de Hattin, en las cercanías de Tiberiades.
El ejército cruzado, sediento y desmoralizado, fue masacrado en la batalla que siguió, el rey Guy y Reinaldo fueron llevados a la tienda de Saladino, donde se le ofreció a Guy una copa de agua. Guy bebió un trago, pero no le fue permitido pasar la copa a Reinaldo, ya que las reglas musulmanas de la hospitalidad determinan que quien recibe alimento o bebida está bajo la protección de su anfitrión. Saladino no quiso obligarse a proteger al traicionero Reinaldo permitiéndole beber. Reinaldo, que no había probado una gota de agua en varios días, arrebató la copa de manos de Guy. Al ver la falta de respeto de Reinaldo por las costumbres árabes, Saladino ordenó decapitar a Reinaldo por sus pasadas traiciones. Con respecto a Guy, Saladino hizo honor a sus tradiciones: Guy fue enviado a Damasco y finalmente liberado, siendo uno de los pocos cruzados cautivos que escaparon a la ejecución.
Al final del año, Saladino había conquistado Acre y Jerusalén. El Papa Urbano III, según se dice, sufrió un colapso al oír la noticia, y murió poco después.
c. Convocatoria a la Cruzada.
El nuevo Papa, Gregorio VIII proclamó que la pérdida de Jerusalén era un castigo divino por los pecados de los cristianos de Europa. Surgió un clamor por una nueva cruzada para reconquistar los Santos Lugares. Enrique II de Inglaterra y Felipe II Augusto de Francia acordaron una tregua en la guerra que les enfrentaba, e impusieron a sus respectivos súbditos un “diezmo de Saladino” para financiar la cruzada. En Gran Bretaña, Balduino de Exeter, arzobispo de Canterbury, viajó a Gales, donde convenció a 3000 guerreros de que tomaran la cruz, según el Itinerario de Giraldus Cambrensis.
d. Federico Barbaroja.
El anciano emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico I Barbaroja, respondió inmediatamente a la llamada. Tomó la cruz en la Catedral de Mainz el 27 de marzo de 1188 y fue el primer monarca en partir hacia Tierra Santa, en mayo de 1189. Federico había reunido un ejército tan numeroso que no pudo ser transportado por el Mar Mediterráneo, y tuvo que atravesar a pie Asia Menor.
El emperador bizantino Isaac II Ángelo firmó una alianza secreta con Saladino para impedir el avance de Federico a cambio de la seguridad de su imperio. El 18 de mayo de 1190, el ejército alemán capturó Konya, capital del Sultanato de Rüm. Sin embargo, el 10 de junio de ese mismo año, al atravesar el río Saleph, Federico cayó de su caballo y se ahogó por la pesada armadura. Su hijo Federico VI llevó a su ejército a Antioquía, y dio sepultura a su padre en la iglesia de San Pedro de dicha ciudad. En Antioquía, muchos de los supervivientes del ejército alemán murieron de peste bubónica. También se cree que después de la muerte de Barbaroja, muchos soldados del ejército alemán se suicidaron por la muerte del poderoso emperador, o que también, tal vez se convirtieron y se unieron con Saladino, pero es poco probable, ya que Saladino seguramente los habría hecho prisioneros. En teoría, si Barbaroja hubiese llegado con vida a luchar con Saladino, habría sido menor el tiempo de batalla, y más altas las probabilidades de que Tierra santa volviera a pertenecer a los europeos.
e. Ricardo Corazón de León.
Enrique II de Inglaterra murió el 6 de julio de 1189, tras ser derrotado por su hijo Ricardo y el rey de Francia, Felipe II Augusto. Ricardo I, más conocido por su sobrenombre “Corazón de León”, heredó la corona y de inmediato comenzó a recaudar fondos para la cruzada. En julio de 1190, Ricardo partió por tierra desde Marsella en dirección a Sicilia. Felipe II Augusto, que viajó por mar, llegó a Mesina, capital del reino de Sicilia, el 14 de septiembre.
Guillermo II de Sicilia había muerto el año anterior, y le había sucedido Tancredo, quien mandó recluir a Juana Plantagenet, viuda de Guillermo y hermana de Ricardo de Inglaterra y proyectaba quedarse con el generoso legado que Guillermo II había hecho a su suegro, Enrique II de Inglaterra. El rey inglés conquistó y saqueó la capital del reino, Mesina, el 4 de octubre de 1190. Tancredo le ofreció una importante compensación económica a cambio de que depusiera las armas. Ricardo y Felipe pasaron el invierno en Sicilia: Felipe zarpó el 30 de marzo y Ricardo el 10 de abril de 1191.
La flota francesa llegó sin contratiempos a Tiro, donde Felipe fue recibido por su primo, Conrado de Montferrato. La armada de Ricardo, en cambio, fue sorprendida por una violenta tormenta poco después de zarpar de Sicilia. Uno de sus barcos, en el que se transportaban grandes riquezas, se perdió en la tormenta, y otros tres, entre ellos en el que viajaban Juana y Berenguela de Navarra, prometida del rey, debieron desviarse a Chipre. Pronto se supo que el emperador de Chipre Isaac Ducas Comneno se había incautado de las riquezas que el barco transportaba. Ricardo llegó a Limassol el 6 de mayo de 1191 y se entrevistó con Isaac, quien accedió a devolverle sus pertenencias y enviar a 500 de sus soldados a Tierra Santa. De regreso en su fortaleza de Famagusta, Isaac rompió su juramento de hospitalidad y ordenó a Ricardo que abandonase la isla. La arrogancia de Isaac empujó a Ricardo a apoderarse de su reino, lo que logró en pocos días. A finales de mayo, toda la isla estaba en manos de Ricardo.
f. La batalla de Acre.
El rey Guy había sido excarcelado por Saladino en 1189. Al recobrar su libertad, intentó tomar el mando de las fuerzas cristianas en Tiro, pero Conrado de Montferrato había tomado el poder tras su exitosa defensa de la ciudad frente a los musulmanes. Conrado había reunido un ejército para asediar la ciudad, contando con la ayuda del recién llegado ejército francés de Felipe II, aunque no era todavía lo suficientemente numeroso como para contrarrestar las fuerzas de Saladino.
Ricardo desembarcó en Acre el 8 de junio de 1191, e inmediatamente comenzó a supervisar la construcción de armas de asedio para asaltar Acre, que fue capturada el 12 de julio.
Ricardo, Felipe y Leopoldo V, quien dirigía lo que quedaba del ejército de Federico Barbaroja, iniciaron una disputa sobre el botín de la recién conquistada ciudad. Leopoldo consideraba que merecía una parte semejante en el reparto por sus esfuerzos en la batalla, pero Ricardo quitó de la ciudad el estandarte alemán, que arrojó al foso. Entretanto, Ricardo y Felipe discutían sobre qué candidato tenía más derechos al trono de Acre. Ricardo defendía la candidatura de Guy, mientras que Felipe era partidario de Conrado. Se decidió que Guy continuaría reinando, pero que Conrado le heredaría a su muerte.
Molestos con Ricardo, Felipe y Leopoldo dejaron la ciudad con sus tropas en agosto de ese año. Felipe regresó a Francia, lo cual fue considerado por los ingleses una deserción. Ricardo negoció con Saladino el rescate de miles de musulmanes que habían caído prisioneros. Como parecía que Saladino no estaba dispuesto a aportar la suma convenida, Ricardo ordenó que unos 3000 prisioneros fueran degollados frente a la ciudad de Acre, a la vista del campamento de Saladino.
g. La batalla de Arsuf.
Tras la conquista de Acre, Ricardo decidió marchar contra la ciudad de Jaffa, desde donde podría lanzar un ataque contra Jerusalén. El 7 de septiembre de 1191, en Arsuf, unos 45 kilómetros al norte de Jaffa, Saladino atacó al ejército de Ricardo.
Saladino intentó atraer a las fuerzas de Ricardo para acabar con ellas, pero Ricardo mantuvo su formación hasta que los Caballeros Hospitalarios se apresuraron a atacar el flanco derecho de Saladino, mientras que los Templarios atacaban el izquierdo. Ricardo ganó la batalla y acabó con el mito de que Saladino era invencible.
Tras su victoria, Ricardo se apoderó de la ciudad de Jaffa, donde estableció su cuartel general. Ofreció a Saladino iniciar la negociación de un tratado de paz. El sultán envió a su hermano, al-Adil, llamado Saphadin, a entrevistarse con Ricardo. Las dos partes no fueron capaces de llegar a un acuerdo, y Ricardo marchó hacia Ascalón. Llamó en su ayuda a Conrado de Montferrato, quien rehusó seguirle, reprochándole haber tomado partido por Guy de Lusignan. Poco después, Conrado fue asesinado en las calles de Acre por dos asesinos enviados por el Viejo de la Montaña, líder de una secta islámica, los nizaríes, con sede en las montañas de Siria-Palestina, según algunos por orden de Ricardo, según otros por mandato de Saladino, según otros por iniciativa del propio Viejo. Guy de Lusignan se convirtió en rey de Chipre, y Enrique II de Champaña pasó a ser el nuevo rey de Jerusalén.
En julio de 1192, Saladino lanzó un repentino ataque contra Jaffa y recuperó la ciudad, pero muy pocos días después volvió a ser conquistada por Ricardo. El 5 de agosto se libró una batalla entre Ricardo y Saladino, en la que el rey inglés, a pesar de su marcada inferioridad numérica, resultó vencedor. El 2 de septiembre, los dos monarcas firmaron un tratado de paz según el cual Jerusalén permanecería bajo control musulmán, pero se concedía a los cristianos el derecho de peregrinar libremente a Jerusalén. Ricardo abandonó Tierra Santa el 9 de octubre, después de haber combatido allí durante dieciséis meses.
Saladino murió poco después de la partida de Ricardo, el 3 de marzo de 1193, teniendo como única posesión una moneda de oro y 47 de plata, pues había repartido el resto de su patrimonio entre sus súbditos.
h. Ricardo prisionero.
Al pasar por una posada cercana a Viena, en su viaje de regreso a Inglaterra, Ricardo fue hecho prisionero por orden del duque Leopoldo de Austria, cuyo estandarte Ricardo había arrojado al foso en Acre. Más tarde pasó a poder del emperador Enrique VI, que lo tuvo cautivo durante un año, y no lo puso en libertad hasta marzo de 1194, previo pago de la enorme suma de 150 000 marcos. El resto de su reinado lo pasó guerreando contra Francia, y murió a consecuencia de una herida de flecha en el Lemosín, en 1199, a la edad de 42 años.
6. La Cuarta Cruzada.
La Tercera Cruzada no había logrado su objetivo de recuperar Jerusalén, que continuaba bajo dominio musulmán. El tratado que Ricardo “Corazón de León” y Saladino habían firmado en 1192 dejaba en poder de los cristianos tan solo una estrecha franja costera desde Tiro hasta Jaffa, aunque aseguraba la seguridad de los peregrinos cristianos que viajasen a Jerusalén. El Papa Inocencio III, deseoso de establecer la autoridad de la Santa Sede en todo el orbe cristiano, tenía un gran interés por los asuntos de los estados cristianos de Oriente.
Por otro lado, en la última década del siglo XII había ido intensificándose la rivalidad entre Enrique VI de Alemania y el emperador bizantino Isaac II Ángelo. La anterior expedición alemana, guiada por Federico I Barbaroja, se había deshecho a causa de la muerte del emperador. Enrique, su hijo y sucesor, exigía de Bizancio la entrega de la región de los Balcanes y el pago de los daños sufridos por la expedición de Barbaroja. Su política en Oriente, aceptando los juramentos de vasallaje de los reyes de Armenia y de Chipre, era de deliberada hostilidad contra Bizancio. Es posible que Enrique tuviera ya en mente la posibilidad de dirigir una nueva cruzada contra Constantinopla. Sin embargo, falleció en 1197, en Messina, a la edad de 32 años. Su sucesor en el trono alemán, Felipe de Suabia, tenía además intereses personales en Bizancio, ya que estaba casado con Irene Angelina, hija del emperador Isaac II Ángelo, que fue depuesto en 1195 por su hermano.
La ciudad estado de Venecia, principal potencia marítima en el Mediterráneo oriental, tenía fuertes intereses comerciales en los territorios bizantinos, y muy especialmente en la capital, Constantinopla. Desde finales del siglo XII gozaban de privilegios especiales para comerciar en el Imperio Bizantino, pero en 1171 el emperador Manuel I Comneno ordenó la detención de los comerciantes venecianos y la confiscación de sus bienes, lo cual provocó una suspensión de la actividad comercial entre Venecia y Bizancio que se prolongó por espacio de quince años. En 1185, Venecia acordó la reanudación de las relaciones comerciales con el emperador Andrónico I Comneno, así como el pago de una cantidad económica en concepto de compensación por las propiedades confiscadas en 1171, que nunca llegó a hacerse efectivo. Bizancio, además, explotaba en beneficio propio la rivalidad comercial de Venecia con otras ciudades estado italianas, como Génova y Pisa. El objetivo de Venecia, por lo tanto, era asegurarse la supremacía comercial en Oriente, desplazando definitivamente a sus rivales.
En 1198, el nuevo Papa, Inocencio III comenzó a predicar una nueva cruzada, tratando de evitar cuidadosamente que los reyes asuman su dirección, por lo que planifica un ataque muy organizado contra Egipto, corazón del imperio de Saladino. Su llamada, sin embargo, tuvo poco éxito entre los monarcas europeos. Los alemanes estaban enfrentados al poder papal, en tanto que Francia e Inglaterra se encontraban combatiendo la una contra la otra. Sin embargo, gracias a las encendidas prédicas de Fulco de Neuilly, se organizó finalmente un ejército cruzado en un torneo organizado en Ecri por el conde Tibaldo de Champaña en noviembre de 1199. Teobaldo fue nombrado jefe de este ejército, del que también formaban parte Balduino IX de Henao, conde de Flandes, y su hermano Enrique; Luis, conde de Blois, Godofredo III de La Perche, Simón IV de Montfort, Enguerrando de Boves, Reinaldo de Dampierre y Godofredo de Villehardouin, entre otros muchos señores del norte de Francia y de los Países Bajos. Más tarde se añadieron a la empresa algunos caballeros alemanes y varios nobles del norte de Italia, como Bonifacio, marqués de Monferrato.
La expedición se encontró con el problema del transporte, pues carecía de una flota para trasladarse a Oriente y la ruta terrestre era poco menos que imposible a causa de la decadencia del poder bizantino en los Balcanes. Se decidió que se haría un desembarco en Egipto, desde donde se avanzaría por tierra hasta Jerusalén. En 1201 murió Tibaldo de Champaña, y los cruzados eligieron como nuevo jefe de la expedición a Bonifacio de Monferrato. Este, firme partidario de los Hohenstaufen, conoció en la corte de Felipe de Suabia a Alejo, hijo del depuesto emperador Isaac II Ángelo, quien deseaba contar con la ayuda de los cruzados para recuperar el trono imperial, que le correspondía por herencia.
Entretanto, los cruzados enviaron mensajeros a Venecia, Génova y otras ciudades para contratar el transporte de la expedición. Finalmente se llegó a un acuerdo con Venecia, en abril de 1201, por el cual la República se obligaba a hacerse cargo del transporte hasta Egipto de un ejército de 33 500 cruzados junto con 4500 caballos, a cambio de 85 000 marcos de plata. Cuando llegó el momento de embarcar, en junio de 1202, los cruzados, cuyo ejército era sensiblemente menos numeroso de lo que habían previsto, no pudieron reunir la cantidad acordada. Venecia se negó a transportar al ejército a menos que se pagase íntegra la cantidad acordada. Los cruzados pasaron el verano acampados en la isla de San Nicolás de Lido, sin poder zarpar, hasta que finalmente Bonifacio de Monferrato pudo llegar a un acuerdo con Venecia.
Los venecianos estaban enfrentados con el rey de Hungría por la posesión de Dalmacia. En el curso de esta guerra, habían perdido recientemente a manos húngaras la ciudad de Zara. Su propuesta fue permitir el aplazamiento del pago de la cantidad que se les adeudaba a cambio de que los cruzados les ayudasen a conquistar esta ciudad. Bonifacio de Monferrato y el duque Enrico Dandolo se pusieron de acuerdo. A pesar del desagrado del Papa, que desautorizó esta expedición y quien había prohibido expresamente a los cruzados “cometer actos atroces contra otros vecinos cristianos”, la flota zarpó de Venecia el 8 de noviembre de 1202, y, dos días después, los cruzados atacaban Zara, rebelde a Venecia y bajo la protección del rey Emerico de Hungría y Croacia, que fue conquistada el día 15 del mismo mes. El Papa optó por excomulgar a todos los expedicionarios, aunque más adelante rectificó y perdonó a los cruzados, manteniendo la excomunión solo para los venecianos.
Mientras el ejército cruzado invernaba en Zara, llegó un mensajero de Felipe de Suabia, portador de una oferta del pretendiente al trono bizantino, Alejo el Ángel, cuñado del primo de Bonifacio e hijo del emperador bizantino Isaac. Si el ejército cruzado se desviaba hasta Constantinopla y le ayudaba a reconquistar su trono, Alejo no solo estaba dispuesto a garantizar el pago de la deuda que los cruzados habían contraído con Venecia, sino que además se comprometía a aportar a la cruzada un contingente de 10 000 soldados, así como fondos y provisiones para emprender la conquista de Egipto.
Tanto Monferrato como Dandolo aceptaron el cambio de planes. Algunos cruzados se opusieron, arguyendo que si habían emprendido la cruzada era para luchar contra los musulmanes: Abandonaron el ejército y se embarcaron hacia Siria. La mayoría, sin embargo, optó por continuar. En abril llegó Alejo a Zara, y pocos días después la flota emprendió de nuevo el viaje. El 24 de junio de 1203 el ejército cruzado se encontraba ante Constantinopla, que cayó en abril de 1204.
Tras atacar sin éxito las ciudades de Calcedonia y Crisópolis, en la costa asiática del Bósforo, el ejército cruzado desembarcó en Gálata, al otro lado del Cuerno de Oro. Sus primeros intentos de conquistar Constantinopla no tuvieron fruto, pero el 17 de julio los venecianos lograron abrir una brecha en las murallas. Creyendo inminente la caída de la ciudad, el emperador Alejo III decidió huir, llevándose consigo a su hija favorita y una bolsa llena de piedras preciosas, y refugiarse en la ciudad tracia de Mosynópolis. Los dignatarios imperiales, para resolver la situación, sacaron de la cárcel al depuesto emperador Isaac II Ángelo, padre de Alejo y lo restauraron en el trono. Tras unos días de negociaciones, llegaron a un acuerdo con los cruzados por el cual Isaac y Alejo serían nombrados co-emperadores. Alejo IV fue coronado el 1 de agosto de 1203 en la iglesia de Santa Sofía.
Para intentar cumplir las promesas que había hecho a venecianos y cruzados, Alejo se vio obligado a establecer nuevos impuestos. Se había comprometido también a conseguir que el clero ortodoxo aceptase la supremacía de Roma y adoptase el rito latino, pero se encontró con una obstinada resistencia. Confiscó algunos objetos eclesiásticos de plata para pagar a los venecianos, pero no era suficiente. Durante el resto del año 1203, la situación fue volviéndose más y más tensa: Por un lado, los cruzados estaban impacientes por ver cumplidas las promesas de Alejo; por otro, sus súbditos estaban cada vez más descontentos con el nuevo emperador. A esto se unían los frecuentes enfrentamientos callejeros entre cruzados y bizantinos.
El yerno de Alejo III, también llamado Alejo, se convirtió en el líder de los descontentos, y organizó, en enero de 1204, un tumulto que no tuvo consecuencias. En febrero, los cruzados dieron un ultimátum a Alejo IV, quien se confesó impotente para cumplir sus promesas. Estalló una sublevación que, tras algunas vicisitudes, entronizó a Alejo V Ducas. Alejo IV fue estrangulado en una mazmorra, y su padre Isaac II murió poco después en prisión.
En marzo, los cruzados deliberaron sobre lo que convenía hacer. Decididos a recuperar la ciudad por la fuerza y a colocar en el trono a un emperador latino, no lograban sin embargo ponerse de acuerdo acerca de quién sería el mejor candidato de entre ellos a ocupar el trono imperial. Bonifacio, el jefe de la expedición, no estaba bien visto por los venecianos. Finalmente se decidió que se formaría un comité electoral, compuesto de seis delegados francos y seis venecianos, que elegiría al emperador. Atacaron por primera vez la ciudad el 6 de abril de 1204, pero fueron rechazados con un gran número de bajas. Seis días después reiniciaron el ataque. Los cruzados consiguieron abrir una brecha en la muralla en el barrio de Blanquerna. Al mismo tiempo, se produjo un incendio en la ciudad, y la defensa bizantina se desmoronó. Los cruzados y los venecianos entraron en la ciudad. Alejo V huyó a Mosynópolis, donde un año antes se había refugiado su suegro, Alejo III. Los nobles ofrecieron la corona a Teodoro Láscaris, yerno también de Alejo III, pero éste la rechazó y huyó a Asia con su familia, el patriarca de Constantinopla y varios miembros de la nobleza bizantina. Se estableció en Nicea, donde fundó el Imperio de Nicea, depositario de la legitimidad bizantina.
Los clérigos que les acompañaban hicieron uso de un discurso efectivo, desoyendo las continuas órdenes del Papa Inocencio de que cancelaran este ataque contra cristianos: Esta acción no era un castigo de Dios por sus pecados, sino una prueba a sus espíritus. Eran los griegos, asesinos y traidores al asesinar a su patrón, y literalmente “peores que los judíos, los que merecían la muerte”. La ciudad fue saqueada durante varios días. Del saqueo no se libraron las iglesias ni los monasterios, y en la misma Santa Sofía fueron destruidos el iconostasio de plata y varios libros y objetos de culto.
Pese al intento por parte de los venecianos de restablecer la calma, los caballeros franceses participaron de una locura en la que continuamente pasaban a cuchillo a la población, destruían obras de arte, quemaban libros, asesinaban a clérigos y violaban a monjas. Los cruzados pasaron días emborrachándose en la sala capitular del palacio imperial, mientras una prostituta ocupaba el trono. El Papa Inocencio, en sus cartas de 1205, escribe sobre la vergüenza que siente hacia las acciones de los cruzados, y el cisma definitivo entre la Iglesia Romana y la Iglesia Ortodoxa: “¿Cómo podría volver, la Iglesia de los griegos... a una unión eclesiástica y devoción a la Sede Apostólica, cuando se ha visto en los latinos un ejemplo de perdición y oscuridad, y ahora con razón les detesta más que a perros?”.
Finalmente, se restableció el orden y se procedió a un reparto ordenado del botín según lo que se había pactado previamente: Tres octavas partes para los cruzados, otras tres octavas para los venecianos, y un cuarto para el futuro emperador. A pesar de las pretensiones de Bonifacio de Montferrato, el comité eligió emperador a Balduino IX de Flandes, primer monarca del Imperio Latino.
La creación del Imperio Latino de Oriente, partido en una serie de estados pertenecientes a venecianos y señores franceses, fue vista como un elemento decisivo para el éxito de futuras Cruzadas. En realidad, las traiciones, exilios y asesinatos se sucedieron entre la nobleza durante el medio siglo que duró el Imperio, y el emperador latino se mostraba siempre incapaz de obtener el apoyo de la población griega del territorio y de resistir las embestidas de turcos y búlgaros. De hecho, es a partir de un territorio griego, Nicea, que Miguel Paleólogo consigue asegurar la reconquista de Constantinopla en 1261 y la restauración del Imperio Bizantino. Sin embargo, la antes gran ciudad de Oriente nunca se recuperó, y el Imperio se volvió una degeneración de lo que era hasta la caída en manos turcas.
A partir del siglo XIII la idea de Cruzada decae, como algo fuera de su tiempo. Es blandida en muchas ocasiones como excusa para hacer la guerra contra herejes o príncipes enemigos de Roma, de modo que su poder moral se termina agotando en toda Europa excepto en Chipre, asiento de los reyes de Jerusalén, y Rodas, base de los Hospitalarios, que seguirán soñando obsesionados con la idea durante dos siglos más.
7. El Papa Inocencio III.
Lotario de los Condes de Segni nació en Anagni, Italia, en 1161. Noble de familia italiana, por su procedencia estudió Teología en la Universidad de París y luego Derecho Canónico en Bolonia. Incluso antes de ser elegido Papa ya era una personalidad respetable y distinguida. Por esto Celestino III lo nombró Cardenal y, tras su fallecimiento en 1198, en una votación unánime fue elegido como Papa el 8 de enero de ese año por el Colegio Cardenalicio, el cual vio más tarde satisfechas sus perspectivas para con Lotario. Parte de la gran energía que desplegó como Pontífice, se debe a haber sido un Papa inusualmente joven, no habiendo cumplido aún los 37 años al momento de su elección.
El Papado de Inocencio III se inició en medio de varias convulsiones sociales. En varias regiones de Europa, el Feudalismo estaba cediendo terreno a una nueva sociedad burguesa, en medio de la llamada revolución del siglo XII. A la vez, los estados nacionales se estaban fortificando, y los reyes, particularmente los de Francia e Inglaterra, se perfilaban como nuevos actores de importancia en el mapa político. En Oriente, la Cristiandad debía lidiar con la amenaza de un poder musulmán fortalecido por Saladino, que había conseguido desbancar a la Tercera Cruzada. Siendo la Iglesia Católica una de las entidades más poderosas de Europa, no podía hacerse oídos sordos a todos estos sucesos.
La propia Iglesia atravesaba por un período complejo. El impulso de los cistercienses, adalides de ésta durante el siglo XII, había decrecido, y nuevas doctrinas como la de los cátaros, valdenses y patarinos se estaban propagando. Era evidente que el nuevo Papa debería actuar con resolución para mantener el rol de la Iglesia.
Jugaron un papel en la mentalidad de Inocencio, su origen noble o aristocrático, y su formación como teólogo y jurista especializado en Derecho Canónico. De esta manera, a Inocencio le pareció natural el afirmar que la Iglesia Católica tenía la plena potestad sobre toda la Cristiandad. Basándose en el texto de Mateo 16, en que Cristo confiere las llaves del Reino de los Cielos a Pedro, afirmó la plena soberanía de la Iglesia incluso sobre el Emperador. Se reservaba Inocencio III intervenir en política cuando, a su juicio exclusivo, hubiera razón de pecado en el actuar de los príncipes, puesto que estos estaban para velar solo por el bienestar físico de sus súbditos, mientras que el Papa estaba para velar por la salvación de las almas, empresa ésta más valiosa que la primera en términos morales. Aseguraba que el Papa estaba entre Dios y los hombres, siendo el juez de todos los hombres pero al que nadie podía juzgarle. Él era el guardián del mundo que tenía derecho de poner y quitar reyes.
Para demostrar este ideario en signos prácticos, Inocencio III siempre prefería ser llamado con el título de “Vicario de Cristo”, por lo cual a su persona le incumbía el trato de los asuntos del cielo y de la tierra. Parece ser que fue el primero de los Papas que se proclamó con este título.
Las ideas políticas de Inocencio se vieron reflejadas a la muerte del Emperador Enrique VI, donde impuso su autoridad pontificia para auto-nombrarse como árbitro y calificador de los pretendientes al trono, aunque este anhelo había sido estampado anteriormente en su tratado “De contemptu mundi”. Sostenía que el Imperio procedía de la Iglesia no solo en su origen, sino también en sus fines; por lo que, a pesar de que los príncipes electores alemanes tenían el derecho jurídico a nombrar un nuevo Emperador, esta elección debía ser ratificada por el Pontífice.
Sin embargo, su política respecto de Alemania siempre fue problemática. Promovió a Otto de Brunswick como emperador de la Casa Welf contra Felipe de Suabia, de la Casa Hohenstaufen, pero cuando este último fue asesinado en 1206 y Otto fue coronado en Roma como Otto IV, ambos se pelearon. Recurrió entonces Inocencio III a su pupilo, Federico II de Alemania, quien a la sazón gobernaba Sicilia. Otto invadió Italia militarmente, pero debió retirarse. Federico, a la vez, invadió Alemania. El desastroso resultado de la Batalla de Bouvines, que Otto libró contra Felipe Augusto de Francia, en 1214, selló su suerte, y Federico alcanzó la corona de Alemania, sin haberse desprendido de Sicilia, lo que puso al Papa en una situación incómoda, que Inocencio no alcanzó a resolver debido a su fallecimiento.
Con respecto a Francia, Inocencio intervino en los problemas de Felipe II de Francia con su repudiada esposa, obligándole a recibirla de nuevo. En este terreno, Inocencio consiguió convertir la hostilidad inicial de Felipe en una cooperación amistosa, que le valió su alianza contra Otto IV de Alemania. También Inocencio favoreció a Felipe invitándole a la Cruzada Albigense.
Tuvo también una dura controversia con Juan de Inglaterra, conocido también como Juan Sin Tierra. En 1205 falleció Hubert Walter, arzobispo de Canterbury. Juan intentó nombrar un candidato, pero Inocencio decidió que tal cargo fuera ocupado por Stephen Langton, célebre teólogo de la Universidad de París. Ante la renuencia de Juan, Inocencio lanzó el interdicto sobre Inglaterra en 1208, y la excomunión contra Juan en 1209. Juan resistió hasta 1213, y finalmente cedió ante los deseos de Inocencio, llegando incluso a reconocerse como vasallo de la Iglesia, como medida desesperada para evitar que los franceses pudieran invadir sus dominios, que ahora eran eclesiásticos.
También intervino en la proclamación de Kalojan en Bulgaria.
Inocencio III, como ya vimos en el punto anterior, impulsó la Cuarta Cruzada a Tierra Santa en el año 1202.
Ante el problema de los cátaros, Inocencio envió a varios legados, y autorizó las prédicas de Domingo de Guzmán, para tratar de reconvertirlos. En enero de 1208, el asesinato de Pierre de Castelnau, legado pontificio en el sur de Francia, precipita los acontecimientos. Inocencio llama a la Cruzada para extirpar la herejía, dando origen así a la Cruzada Albigense. Aunque habrá núcleos de resistencia hasta varias décadas después, ya en 1215 Inocencio se siente seguro de sus resultados, hasta el punto de convocar a un Concilio Ecuménico para resguardar la ortodoxia católica. Paralelamente, la Cruzada Albigense le da un poderoso impulso a Francia, al permitírsele la anexión de la región del Languedoc.
A poco tiempo de culminar su vida y su pontificado, en 1215 convocó al IV Concilio de Letrán, uno de los más importantes de la época, en el cual se trataron temas políticos y en especial se dictaron deberes y derechos para prácticamente todas las clases sociales. Destaca “Omnis Utriusque Sexus”, en el que se obliga a todos los adultos cristianos a recibir al menos una vez al año los sacramentos de la confesión y la eucaristía.
Por otra parte cabe destacar su incondicional apoyo a Domingo de Guzmán quien fundó la orden de los dominicos y a Francisco de Asís quien fue creador de la orden de los franciscanos y las clarisas. De este modo fue el precursor de una importante reforma eclesiástica católica.
Fue el precursor de los Estados Papales.
El 16 de junio de 1216 Inocencio III fallecía en la ciudad de Perugia cuando tenía 55 años.
8. Francisco de Asís.
En el siglo XII se concretaron cambios fundamentales en la sociedad de la época: El comienzo de las Cruzadas, el incremento demográfico y la afluencia del oro, entre otros motivos, influyeron en el incremento del comercio y el desarrollo de las ciudades. La economía seguía teniendo su base fundamental en el campo dominado por el modo de producción feudal, pero los excedentes de su producción se canalizaban con mayor dinamismo que en la Alta Edad Media. Aunque todavía no se estaba produciendo una clara transición del feudalismo al capitalismo y las clases privilegiadas, nobleza y clero, seguían siendo los dominantes, como lo fueron hasta la Edad Contemporánea, los burgueses, artesanos, mercaderes, profesionales liberales y hombres de negocios, comenzaban a tener posibilidades de ascenso social. La Iglesia, protagonista de ese tiempo, también se vio influida por la nueva riqueza: No eran pocas las críticas a algunos de sus ministros que se preocupaban más por el crecimiento patrimonial y sus relaciones políticas de conveniencia.
Debido a ello, diversos movimientos religiosos surgieron en rechazo a la creciente opulencia de la jerarquía eclesiástica en esa época, o se dedicaron a vivir más de acuerdo con los postulados de una vida pobre y evangélica. Algunos de ellos medraron afuera de la institución y vivieron a su manera; tales movimientos fueron condenados hasta el punto de considerarlos herejes. Los Cátaros, por ejemplo, predicaban entre otras cosas el rechazo a los sacramentos, las imágenes y la cruz. Otras organizaciones como la creada por Francisco de Asís, por el contrario, nacieron bajo sumisión a la autoridad católica.
Francisco nació en Italia en 1181 bajo el nombre de Giovanni. Sus padres fueron Pedro Bernardone dei Moriconi y Donna Pica Bourlemont, provenzal; tuvo al menos un hermano más, de nombre Angelo. Su padre era un próspero comerciante de telas que formaba parte de la burguesía de Asís y que viajaba constantemente a Francia a las ferias locales.
Francisco recibió la educación regular de la época, en la que aprendió latín. De joven se caracterizó por su vida despreocupada: No tenía reparos en hacer gastos cuando andaba en compañía de sus amigos, en sus correrías periódicas, ni en dar abundantes limosnas; como cualquier hijo de un potentado tenía ambiciones de ser exitoso.
En sus años juveniles la ciudad ya estaba envuelta en conflictos para reclamar su autonomía del Sacro Imperio. En 1197 lograron quitarse la autoridad germánica, pero desde 1201 se enfrascaron en otra guerra contra Perugia, apoyada por los nobles desterrados de Asís. En la batalla de Ponte San Giovanni, en noviembre de 1202, Francisco fue hecho prisionero y estuvo cautivo por lo menos un año.
Desde 1198 el pontificado se hallaba en conflicto con el Imperio, y Francisco formó parte de la armada papal bajo las órdenes de Gualterio de Brienne contra los germanos.
De acuerdo con los relatos, fue en un viaje a Apulia[15] mientras marchaba a pelear, cuando durante la noche escuchó una voz que le recomendaba regresar a Asís. Estas voces, probablemente por el trauma sicológico causado por la dureza de la guerra, lo acompañarían el resto de su vida, asegurando que no solo escuchaba voces sin que nadie estuviese presente, sino también de objetos inanimados y animales. Francisco regresó a Asís ante la sorpresa de quienes lo vieron, siempre jovial pero envuelto ahora en meditaciones solitarias.
Empezó a mostrar una conducta de desapego a lo terrenal. Un día en que se mostró en un estado de quietud y paz sus amigos le preguntaron si estaba pensando en casarse, a lo que él respondió: “Estais en lo correcto, pienso casarme, y la mujer con la que pienso comprometerme es tan noble, tan rica, tan buena, que ninguno de vosotros visteis otra igual”. Hasta ese momento todavía no sabía él mismo exactamente el camino que había de tomar de ahí en adelante; fue después de reflexiones y oraciones que supo que la dama a quien se refería era la “Pobreza”.
El punto culminante de su transformación se dio cuando convivió con los leprosos, a quienes tiempo antes le parecía extremadamente amargo mirar. Se dedicó después a la reconstrucción de la capilla de San Damián después de haber visto al crucifijo de esta iglesia hablarle. Entonces decidió vender el caballo y las mercancías de su padre en Foligno, regresó a San Damián con lo ganado y se lo ofreció al sacerdote, pero este lo rechazó. Su padre, al darse cuenta de la conducta de su hijo, fue enojado en su búsqueda, pero Francisco estaba escondido y no lo halló. Un mes después fue él mismo el que decidió encarar a su padre. En el camino a su casa, las personas con que se encontró lo recibieron mal y, creyéndolo un lunático, le lanzaron piedras y lodo.
Su padre lo reprendió severamente, tanto que lo encadenó y lo encerró en un calabozo. Al ausentarse el airado padre por los negocios, la madre lo libró de las cadenas. Cuando regresó, fue ella quien recibió las reprimendas del señor de la casa, y fue otra vez en búsqueda del muchacho a San Damián, pero Francisco se plantó con calma y le reafirmó que enfrentaría cualquier cosa por amor a Cristo. Pedro Bernardone, más preocupado por lo perdido de su patrimonio, acudió a las autoridades civiles a forzarlo a presentarse, pero el joven rehusó hacerlo con el argumento de no pertenecer ya a la jurisdicción civil, por lo que las autoridades dejaron el caso en manos de la Iglesia.
Francisco se sometió al llamado de la autoridad eclesial. Ante la amonestación de devolver el dinero, frente a su padre y al obispo de Asís, de nombre Guido, no solo lo hizo, sino que se despojó de todas sus vestimentas ante los jueces, proclamando a Dios desde ese momento como su verdadero Padre. Ante esto, el obispo lo abrazó y le envolvió con su manto.
No se sabe con certeza cuántas capillas en ruinas o deterioradas reconstruyó; entre ellas, a la que más estima tenía era la capilla de la Porciúncula[16]. Allí fue donde concibió su misión, probablemente el 24 de febrero de 1208, cuando recordó las palabras del Evangelio de Lucas 10.4. Así, cambió su afán de reconstruir las capillas por la vida austera y la prédica del Evangelio. Después de someterse a las burlas de quienes lo veían vestido casi de harapos, ahora su mensaje era escuchado con atención.
En unos meses sus discípulos eran once: Bernardo de Quintavalle, Pedro Catani, Gil, Morico, Bárbaro, Sabatino, Bernardo Vigilante, Juan de San Constanzo, Angelo Tancredo, Felipe y Giovanni de la Capella.
Bajo la pobreza que Francisco predicaba y pedía, los frailes hacían sus labores diarias atendiendo leprosos, empleándose en faenas humildes para los monasterios y casas particulares, y trabajando para granjeros. Pero las necesidades cotidianas hacían la colecta de limosna inevitable, labor que Francisco alentaba con alegría por haber elegido el camino de la pobreza.
Hacia abril o mayo de 1209, Francisco se decidió a presentarse ante el Papa Inocencio III, para que le aprobara la primera regla de la orden. Con ese fin, él y sus acompañantes emprendieron el viaje a Roma. Fue bajo la intervención del obispo Guido de Asís como pudo tener audiencia con el Papa. Este y ciertos cardenales objetaban el programa franciscano por el peligro de crear otra organización nueva, debido a los movimientos anticlericales de la época y a la falta de una mínima base material de la orden; pero bajo la influencia del cardenal Juan de San Pablo y su apoyo, Francisco pudo tener una nueva audiencia para que se considerara la aprobación de su hermandad de pobres.
El Papa por fin aprobó la regla verbalmente, al convencerse de que la ayuda de un hombre como Francisco reforzaría la imagen de la Iglesia con su prédica y su práctica del Evangelio. No se conoce el contenido de esta primera regla. Fue por esta época cuando fundó, junto a Clara de Asís, la llamada segunda orden.
Camino de vuelta a Asís, él y sus acompañantes se ubicaron en un lugar llamado Rivo Torto, donde consolidaron sus principios de vivir en la pobreza, conviviendo entre los campesinos locales y atendiendo a leprosos; desde entonces se hacían llamar a sí mismos Hermanos Menores, Frailes Menores. Después de la estadía en Rivo Torto, buscó una sede para su orden; para ello pidió la ayuda del obispo Guido, pero no consiguió respuesta favorable. Fue un abad benedictino del Monte Subasio quien le ofreció la capilla de la Porciúncula y un terreno adyacente. Francisco aceptó, pero no como un regalo, sino que pagaba como renta canastas con peces.
Dentro del ánimo de la época de los viajes hacia el Este, hizo un intento de ir a Siria para la expansión del Evangelio en la tierra de los llamados “infieles”. Esto sucedió probablemente a finales del año 1212 y nuevamente dos años más tarde, pero ambas empresas se frustraron.
Antes de 1215 el número de frailes se había incrementado, no solo en Italia sino en el sur de Francia y en los reinos de España. Viajaban los franciscanos de dos en dos y convivían con la gente común; además, establecían ermitas en las afueras de las ciudades.
Durante el Concilio de Letrán de 1215, la organización adquirió un fuerte estatus legal; en ese año se decretó que toda nueva orden debía adoptar la Regla de San Benito o la de San Agustín. Para los Frailes Menores no hubo necesidad de esto, por haber sido aceptados seis años antes, aunque de palabra y no oficialmente. En este concilio el Papa Inocencio III tomó la letra Tau como símbolo de conversión y señal de la cruz.
Hacia el capítulo de 1219, la orden tuvo sus primeras diferencias respecto de las normas de pobreza dictadas por Francisco. Algunos persuadieron al cardenal Hugolino para que hablara con él, a fin de que la orden fuera dirigida por hermanos más sabios y de acuerdo con reglas como la de San Benito, a lo que Francisco se opuso recalcando la forma de vida de humildad y simplicidad. La innovación que brotó de este encuentro fue la organización de misiones a las llamadas tierras “paganas”.
En 1219 se embarcó hacia el oriente, pasando por Chipre, San Juan de Acre y Damieta en el delta del Nilo, donde los cruzados estaban bajo la orden del duque Leopoldo VI de Austria. Allí, Francisco aseguró que había Dios le había ordenado que no realizaran ningún ataque; ante sus palabras, los soldados se burlaron de él. El resultado de la siguiente batalla fue un desastre para los cruzados. Continuó su estadía y el aprecio hacia su persona crecía, incluso algunos caballeros abandonaron las armas para convertirse en frailes menores.
Tomó como misión la conversión de los musulmanes. Para ello se acompañó del hermano Illuminato para adentrarse en esas tierras; al encontrarse con los primeros soldados sarracenos fue golpeado, pero inmediatamente pidió ser llevado ante el Sultán, que entonces era al-Malik al-Kamil.
Según las crónicas de Buenaventura, Francisco, en su afán de convertirlo al cristianismo, invitó a los ministros religiosos musulmanes a entrar con él en una gran fogata, para así demostrar qué religión era la verdadera; los mulás rehuyeron la propuesta. Francisco ofreció entrar solo y retó al Sultán a que, si salía ileso, se convertiría al cristianismo e incitaría a su pueblo a hacerlo; el príncipe rechazó también esa posibilidad. Al final, sus pretensiones se frustraron. Tiempo después obtuvo del sultán al-Mu'azzam de Damasco, hermano de al-Malik, permiso solo para visitar Siria y Tierra Santa.
La orden, durante su ausencia, sufrió una crisis: Hubo disensiones, falta de organización y desacuerdos con la ruda vida diaria. El rumor de la muerte de Francisco en el Oriente dio pie a implantar reformas, entre ellas ciertas medidas disciplinarias, ayunos e incluso la institución de una casa de estudio en Bolonia; muchos consideraron estos cambios contrarios a la idea original del fundador. Enterado de estos sucesos, Francisco fue ante el Papa Honorio III y le rogó que designara al cardenal Hugolino para reorganizar la orden.
Las nuevas disposiciones tuvieron un nuevo Ministro General, Elias Bombarone, y una nueva regla, la de 1221 que entre otros temas trató el año de noviciado, la prohibición del vagabundeo y de la desobediencia ante órdenes contrarias a los principios franciscanos.
Ante el incremento de las vocaciones y el peligro de inclusión de gente de dudosa vocación espiritual, nació la llamada Tercera Orden, para permitir a hombres y mujeres laicos vivir una vida franciscana. Obtuvo su estatus legal en 1221 también con la ayuda del cardenal Hugolino. Consistía de trece capítulos en los que se reglamentaba la santificación personal de los terciarios, su vida social y la organización de la nueva fraternidad. Bajo influencia nuevamente de este cardenal, la orden reabrió el convento de Bolonia para el estudio, a pesar de la convicción de Francisco de la primacía de la oración y la prédica de los Evangelios por sobre la educación formal.
Bajo la insistencia de ministros de la orden, fue obligado a redactar una nueva regla, ya que ciertos opositores a la entonces vigente consideraban que le faltaba consistencia y definición, y que eso le impedía obtener una definitiva aprobación del Papado. Nuevamente aceptó a las exigencias. Para ello se retiró dos veces a la ermita de Fonte Colombo cerca de Rieti, a redactar una definitiva regla bajo ayuno y oración. El 29 de noviembre de 1223, con otra participación del cardenal Hugolino, la regla tuvo su forma definitiva y fue aprobada por el Papa Honorio III.
Terminada la labor de aprobación de la regla definitiva, Francisco decidió retornar a Umbría. Debido a la cercanía de la Navidad, a la que él tenía especial aprecio, quiso celebrarla de manera particular ese año de 1223; para ello convidó a un noble de la ciudad de Greccio, de nombre Juan, a festejar el nacimiento de Jesucristo en una loma rodeada de árboles y llena de cuevas de un terreno de su propiedad. Pretendió que la celebración se asemejara lo más similarmente posible a la natividad de Jesús, y montó un pesebre con animales y heno; pobladores y frailes de los alrededores acudieron a la misa en procesión. Allí Francisco asistió como diácono y predicó un sermón. Aunque no fue la primera celebración de este tipo, es considerada un importante evento religioso, una fiesta única y de ahí nace la tradición católica de poner “portales” o “nacimientos” para el 25 de Diciembre.
Francisco asistió en junio de 1224 a lo que fue su último capítulo general de la orden. Hacia principios de agosto resolvió hacer un viaje a un lugar aislado llamado Monte Alverna, a unos 160 kilómetros al norte de Asís; escogió para este viaje a algunos de sus compañeros: Leo, Angelo, Illuminato, Rufino y Masseo, a quien puso al mando del grupo.
Estando en la cima, fue visitado por el conde Orlando, quien llevaba provisiones a los frailes. Francisco le pidió construirle una cabaña a manera de celda, donde después se aisló. En ese lugar, Leo fue testigo de los actos de su soledad: Lamentos por el futuro de la orden y estados de éxtasis. Al saber que era espiado, decidió irse a un sitio más apartado en una saliente de montaña. En la fiesta de la Asunción Francisco decidió hacer un ayuno de cuarenta días. Por órdenes de Francisco, Leo lo visitaba dos veces para llevarle pan y agua.
Retornó a la Porciúncula acompañado solo por Leo; en su camino hubo muestras de veneración al fraile. Mientras tanto, su salud, que desde mucho tiempo antes nunca fue buena del todo, empeoraba. En el verano de 1225 pasó un tiempo en San Damián bajo el cuidado de sus allegados. Fue durante esta temporada cuando compuso el Cántico del Hermano Sol, que hizo también cantar a sus compañeros. Se encaminó luego a Rieti, rodeado del entusiasmo popular por tocarlo o arrancar algún pedacito del pobrísimo sayo que vestía, y se instaló en el palacio del obispo. Después se hospedó en Fonte Colombo, donde fue sometido a tratamiento médico, que incluyó cauterizar con un hierro ardiente la zona desde la oreja hasta la altura de la ceja de uno de sus ojos. Otro intento para ser tratado por renombrados médicos fue hecho en Siena, sin buen resultado.
Deseó volver a la Porciúncula a pasar sus últimos días. Arribó a Asís y fue llevado al palacio del obispo y resguardado por hombres armados, puesto que la localidad estaba en estado de guerra. En su lecho escribió su testamento. En sus últimos momentos entonó nuevamente su “Cántico al Hermano Sol”, al que agregó un nuevo verso dedicado a la “hermana Muerte”, junto a Angelo y Leo.
De acuerdo con su último deseo, fue encaminado a la Porciúncula, donde se estableció en una cabaña cercana a la capilla. Murió el 3 de octubre de 1226. El día siguiente, el cortejo fúnebre se encaminó hacia San Damián y después a San Giorgio, donde fue sepultado.
9. Domingo de Guzmán.
Domingo de Guzmán Garcés nació en 1170 en Caleruega, en el Reino de Castilla en España. Sus padres fueron Félix Núñez de Guzmán y Juana Garcés, llamada comúnmente Juana de Aza, y tuvo dos hermanos, Antonio y Manés.
De los siete a los catorce años, bajo la preceptoría de su tío el arcipreste de Gumiel de Izán, Gonzalo de Aza, recibió esmerada formación moral y cultural. En este tiempo, transcurrido en su mayor parte en Gumiel de Izán, despertó su vocación hacia el estado eclesiástico.
De los catorce a los veintiocho vivió en Palencia; estudiando seis cursos de artes; cuatro de teología; y fue profesor del Estudio General de Palencia. Al terminar la carrera de artes en 1190, recibida la tonsura[17], se hizo canónigo regular en la catedral de Osma. Fue en el año 1191, ya en Palencia, cuando vende sus libros, para aliviar a los pobres del hambre que asolaba España. Al concluir la teología en 1194, se ordenó sacerdote y fue nombrado regente de la Cátedra de Sagrada Escritura en el Estudio de Palencia.
Al finalizar sus cuatro cursos de Docencia y Magisterio Universitario, con veintiocho años de edad, se recogió en su Cabildo, luego el obispo le encomienda la presidencia de la comunidad de canónigos y del gobierno de la diócesis en calidad de Vicario General de la misma.
En 1205, por encargo del rey Alfonso VIII de Castilla, acompaña al obispo de Osma, monseñor Diego de Acebes, como Embajador Extraordinario para concertar en la corte danesa las bodas del príncipe Fernando. Con este motivo, realizó viajes a Dinamarca y a Roma, decidiéndose durante ellos su destino y clarificándose definitivamente su ya antigua vocación misionera. Convencido de que los Cátaros, considerados herejes por la iglesia católica, debían ser convertidos, comenzó a formar el movimiento de predicadores. De acuerdo con el papa Inocencio III, en 1206, al terminar las embajadas, se estableció en el Languedoc como predicador entre los cátaros, y en 1206 establece una primera casa femenina en Prouille. Rehusó a los obispados de Conserans, Béziers y Comminges, para los que había sido elegido canónicamente.
Domingo de Guzmán vio la necesidad de un nuevo tipo de organización para dirigir las necesidades de su tiempo, uno que traería la dedicación y educación sistemática de las anteriores órdenes monásticas para influir en los problemas religiosos de la población, pero con más flexibilidad organizacional que las otras órdenes monásticas o la clerecía secular.
Para reproducir los dogmas católicos entre los pueblos de otras creencias, en 1215 establece en Tolosa la primera casa masculina de su Orden de Predicadores, cedida a Domingo por Pedro Sella, quien con Tomás de Tolosa se asocia a su obra. En Setiembre del mismo año, llega de nuevo a Roma en segundo viaje, acompañando del obispo de Tolosa, Fulco, para asistir al Concilio de Letrán y solicitar del Papa la aprobación de su orden, como organización religiosa de canónigos regulares. De regreso de Roma elige con sus compañeros la regla de San Agustín para su Orden y en septiembre de 1216, vuelve en tercer viaje a Roma, llevando consigo la regla de San Agustín y un primer proyecto de constituciones para su orden. El 22 de diciembre de 1216 recibe del Papa Honorio III la bula “Religiosam Vitam” por la que confirma la Orden de Predicadores.
Al año siguiente retorna a Francia y en el mes de Agosto dispersa a sus frailes, enviando cuatro a España y tres a París, decidiendo marchar él a Roma. Meses después enviará los primeros Frailes a Bolonia. A finales de 1218 regresa España a recorrer Segovia, Madrid y Guadalajara.
Por mandato del Honorio III, en un quinto viaje a Roma, reúne en el convento de San Sixto a las monjas dispersas por los distintos monasterios de Roma, para obtener para los frailes el convento y la Iglesia de Santa Sabina. En la fiesta de Pentecostés de 1220 asiste al primer “Capítulo General de la orden”, celebrado en Bolonia. En él se redactan la segunda parte de las constituciones. Un año después, en el siguiente capítulo celebrado también en Bolonia, acordará la creación de ocho provincias. Con su orden claramente estructurada y más de sesenta comunidades en funcionamiento, agotado físicamente, tras breve enfermedad, fallece el 6 de agosto de 1221, a los cincuenta y un años de edad, en el convento de Bolonia, donde sus restos permanecen sepultados.
Domingo contaba que veía a la Virgen sosteniendo en su mano un rosario y que le enseñó a recitarlo.
10. Tomás de Aquino.
En 1226 vino al mundo en Italia quien sería la mente más grande de la Edad Media, Tomás de Aquino, llamado el “Príncipe de la Escolástica” y el “Doctor Universal”. Durante el siglo XIII, Tomás de Aquino buscó reconciliar la filosofía Aristotélica con la teología agustiniana. Tomas utilizó tanto la razón como la fe en el estudio de la metafísica, filosofía, moral y religión. Aunque aceptaba la existencia de Dios como una cuestión de fe, propuso cinco pruebas de la existencia de Dios para apoyar tal convicción.
Nació en una familia noble en Roccasecca y estudió en el monasterio benedictino de Montecassino y en la Universidad de Nápoles. Ingresó en la orden de los dominicos todavía sin graduarse en 1243, el año de la muerte de su padre. Su madre, que se oponía a la entrada de Tomás en una orden mendicante, le confinó en el castillo familiar durante más de un año en un vano intento de hacerle abandonar el camino que había elegido. Le liberó en 1245, y entonces Tomás viajó a París para completar su formación. Estudió con el filósofo escolástico alemán Alberto Magno, siguiéndole a Colonia en 1248. Como Tomás era de poderosa constitución física y taciturno, sus compañeros novicios le llamaban “Buey Mudo”, pero Alberto Magno había predicho que “este buey un día llenará el mundo con sus bramidos”.
Tomás de Aquino fue ordenado sacerdote en 1250, y empezó a impartir clases en la Universidad de París en 1252. Sus primeros escritos, en particular sumarios y explicaciones de sus clases, aparecieron dos años más tarde. Su primera obra importante fue Scriptum super quatuor libris Sententiarum Magistri Petri Lombardi, escrita aproximadamente entre 1254 y 1259, que consiste en comentarios sobre una obra influyente relacionada con los sacramentos de la Iglesia, Sententiarum libri quatuor, cuatro libros de sentencias del teólogo italiano Pedro Lombardo.
En 1256 a Tomás de Aquino se le concedió un doctorado en Teología y fue nombrado profesor de Filosofía en la Universidad de París. El papa Alejandro IV le llamó a Roma en 1259, donde sirvió como consejero y profesor en la curia papal. Regresó a París en 1268, y enseguida llegó a implicarse en una controversia con el filósofo francés Siger de Brabante y otros seguidores del filósofo islámico Averroes.
Para comprender la crucial importancia de esta polémica en la evolución del pensamiento de Occidente, es necesario considerar el contexto en que se produjo. Antes de Tomás de Aquino, el pensamiento occidental había estado dominado por la filosofía de Agustín, el Padre y Doctor de la Iglesia occidental durante los siglos IV y V, quien consideraba que en la búsqueda de la verdad se debía confiar en la experiencia de los sentidos. A principios del siglo XIII las principales obras de Aristóteles estuvieron disponibles en una traducción latina de la Escuela de traductores de Toledo, acompañadas por los comentarios de Averroes y otros eruditos islámicos. El vigor, la claridad y la autoridad de las enseñanzas de Aristóteles devolvieron la confianza en el conocimiento empírico, lo que originó la formación de una escuela de filósofos conocidos como averroístas. Bajo el liderazgo de Siger de Brabante, los averroístas afirmaban que la filosofía era independiente de la revelación.
Esta postura amenazaba la integridad y supremacía de la doctrina católica romana y llenó de preocupación a los pensadores ortodoxos. Ignorar a Aristóteles, en la interpretación que de sus enseñanzas hacían los averroístas[18] era imposible, y condenar sus enseñanzas era inútil. Tenía que ser tenido en cuenta. Alberto Magno y otros eruditos habían intentado hacer frente a los averroístas, pero con poco éxito. Tomás triunfó con brillantez.
Reconciliando el énfasis agustino sobre el principio espiritual humano con la afirmación averroísta de la autonomía del conocimiento derivado de los sentidos, Tomás de Aquino insistía en que las verdades de la fe y las propias de la experiencia sensible, así como las presentaba Aristóteles, son compatibles y complementarias. Algunas verdades, como el misterio de la Encarnación, pueden ser conocidas solo a través de la revelación, y otras, como la composición de las cosas materiales, solo a través de la experiencia; aun otras, como la existencia de Dios, son conocidas a través de ambas por igual. Así, la fe guía al hombre hacia su fin último, Dios; supera a la razón, pero no la anula. Todo conocimiento, mantenía, tiene su origen en la sensación, pero los datos de la experiencia sensible pueden hacerse inteligibles solo por la acción del intelecto, que eleva el pensamiento hacia la comprensión de tales realidades inmateriales como el alma humana, los ángeles y Dios. Para lograr la comprensión de las verdades más elevadas, aquellas con las que está relacionada la religión, es necesaria la ayuda de la revelación. El realismo moderado de Tomás situaba los universales en el ámbito de la mente, en oposición al realismo extremo, que los proponía como existentes por sí mismos, con independencia del pensamiento humano. No obstante, admitía una base para los universales en las cosas existentes en oposición al nominalismo y el conceptualismo. En su filosofía de la política, a pesar de reconocer el valor positivo de la sociedad humana, se propone justificar la perfecta racionalidad de la subordinación del Estado a la Iglesia.
Tomás primero sugirió su opinión madurada en De unitate intellectus contra averroistas[19]. Esta obra invirtió la corriente de opinión hasta entonces favorable a sus oponentes, quienes fueron censurados por la Iglesia.
Tomás dejó París en 1272 y se fue a Nápoles, donde organizó una nueva escuela dominica. En marzo de 1274, mientras viajaba para asistir al II Concilio de Lyon, al que había sido enviado por el Papa Gregorio X, cayó enfermo. Falleció el 7 de marzo en el monasterio cisterciense de Fossanova.
11. La Quinta Cruzada.
La disputa que Juan Sin Tierra había tenido con el Papa Inocencio III sobre la investidura de Stephen Langton como el arzobispo de Canterbury no solo lo había enemistado con el clero inglés, sino también con buena parte de la población. Si se había mantenido en el poder había sido en gran parte gracias al apoyo de la nobleza, pero su reciente derrota frente al rey Felipe II de Francia había minado considerablemente este apoyo. Ese mismo año, en 1215, un grupo de nobles y eclesiásticos, entre los que destacaba Stephen Langton, pusieron por escrito una serie de exigencias a las que el rey debía someterse, e instaron a Juan a que firmara el documento. El rey se resistió, pero el conde de Pembroke, Guillermo el Mariscal, le instó a firmar bajo amenaza de una guerra civil. Hubo algunos movimientos y preparativos de guerra, pero al fin el 15 de Junio Juan Sin Tierra, reunido con los barones en Runnymede, a orillas del Támesis, firmó la llamada “Carta Magna”. La mayor parte de la Carta Magna no hace sino consagrar los privilegios de la nobleza y de la Iglesia. La presión de la burguesía permitió incluir alguna cláusura de aires progresistas, como: “Ningún sheriff... tomará como transporte los caballos o carros de ningún hombre libre, como no sea por la buena voluntad de dicho hombre libre”, pero hay que tener presente que “hombre libre” hacía referencia entonces a una clase muy reducida de gentes acomodadas.
Poco después Juan se arrepintió de haber firmado y en esto obtuvo el apoyo de Inocencio III, que se mostró escandalizado de que alguien que no fuera él se hubiera atrevido a decirle a un rey lo que tenía que hacer. El Papa eximió a Juan de todos sus juramentos y cesó en sus funciones como arzobispo a Stephen Langton, por su participación en los hechos. Como consecuencia, en Inglaterra estalló una guerra civil.
Álvaro Núñez de Lara, tutor del joven Enrique I de Castilla, para fortalecer su posición frente a Berenguela, la hermana del rey y regente del reino, concertó el matrimonio de Enrique I con Mafalda de Portugal, hermana del rey Alfonso II. Sin embargo, Inocencio III anuló el matrimonio por el parentesco, en realidad por simples ganas de molestar, pues tal parentesco consistía en que eran tataranieto y bisnieta del conde Ramón Berenguer III de Barcelona. Mafalda se retiró a un monasterio en Portugal.
El 11 de noviembre Inocencio III inauguró el Concilio de Letrán IV, en el que se tomaron, entre otras, las siguientes resoluciones:
a. Se condenó nuevamente la doctrina cátara, así como la de un místico italiano llamado Gioacchino da Fiore, que había muerto hacía más de una década, de cuya vida se sabe poco, pero cuya doctrina consistía esencialmente en que el mundo, tras haber estado primero bajo el reinado del Padre y luego del Hijo, estaba entrando ahora en el reinado del Espírituo Santo, en el que los clérigos debían ser sustituidos por los monjes, libres de preocupaciones doctrinales o morales.
b. Se confirmó la destitución del conde Raimundo VI de Tolosa y sus territorios le fueron encomendados a Simón de Montfort, como vasallo del rey francés.
c. Se ratificó la regla de Francisco de Asís que fue uno de los participantes en el Concilio.
d. Se aprobó la predicación de una “Quinta Cruzada”, ya que la Cuarta se había desvirtuado y Jerusalén seguía en manos de los turcos.
e. Como medio para detectar y combatir la herejía, se decretó que todo católico tenía que comulgar y confesarse al menos una vez al año, a título de “Mandamientos de la Iglesia”.
f. Por último, pero no menos importante, se adoptó la expresión “transustanciación” para la eucaristía, y que vendría a ser uno de los puntos que criticaría Lutero.
Domingo de Guzmán presentó la solicitud de que la fundación que había organizado en Tolosa recibiera el reconocimiento como orden religiosa, pero el Concilio no tomó ninguna decisión al respecto.
En Florencia estalló una querella entre dos familias de la nobleza. La familia Arrighi asesinó a Buondelmonte, que había ofendido a uno de sus miembros, Oddo Arrighi. Durante la guerra entre Otto IV y Felipe de Suabia, Florencia había sido partidaria del güelfo[20], por lo que los asesinos de Buondelmonte, temiendo represalias, se pusieron bajo la protección del Hohenstaufen Federico II. Así, la ciudad quedó pronto dividida en dos facciones: Los güelfos, partidarios de la familia de Otto IV, y los partidarios de los Hohenstaufen.
En 1216 murió el rey de Suecia Erik Knutsson. Dejó un hijo póstumo, Erik Eriksson, durante cuya minoría de edad Suecia estuvo regida por un consejo de clérigos, si bien el poder real lo ejerció Johan Sverkerson, de la familia rival de los Erik, que venía alternando con ella el gobierno del país durante casi un siglo.
Gengis Kan dominaba ya todo el Imperio Jin. Lo dejó bajo el gobierno de su lugarteniente Mukali, establecido en Pekín, y regresó a Mongolia para preparar una campaña hacia el oeste.
En el sur de la India murió Kulattonga III, el último rey de la dinastía Chola, que llevaba ya un tiempo en decadencia. La supremacía pasó a la dinastía Pandya, que había estado dominada por los Chola durante mucho tiempo.
Algunos señores ingleses establecieron una alianza con Felipe II de Francia y le ofrecieron la corona a su hijo Luis el León, que finalmente llevó adelante la invasión de Inglaterra que había sido abortada tres años antes. Pero Juan Sin Tierra murió en Octubre y Guillermo el Mariscal, el conde de Pembroke, defendió los derechos de su primogénito, Enrique III, como legítimo rey de Inglaterra, duque de Aquitania y conde de Poitiers. Tenía entonces trece años y el Mariscal le hizo ratificar la Carta Magna, lo que le ganó algunos partidarios. También contó con la aprobación de Inocencio III, que se opuso al intento de Luis de apoderarse del trono inglés, pero el Papa no tardó en morir, y fue sucedido por el cardenal Cencio Savelli, que adoptó el nombre de Honorio III. La elección se hizo en Peruggia, cuyos habitantes optaron por encerrar a los cardenales para agilizar el proceso de elección, con lo que sentaron un precedente que se repetiría más veces a lo largo del siglo. Honorio III trató de seguir la política de su predecesor, pero solo hubo un Inocencio III. El nuevo Papa aprobó la orden de Domingo de Guzmán.
Otto IV no pudo impedir que Federico II fuera proclamado rey de romanos. Así, para conseguir el título de emperador solo faltaba que el Papa lo coronara. A su vez, Federico II traspasó el título de duque de Suabia a su hijo, el rey Enrique II de Sicilia, que tenía entonces cinco años.
Los tolosanos no tardarón en rebelarse contra Simón de Montfort, y el conde Raimundo VI, junto con su hijo Raimundo, que tenía ya diecinueve años, inició la reconquista de sus posesiones.
El príncipe Bohemundo IV de Antioquía fue derrocado por su sobrino Raimundo. Raimundo contó con la ayuda del patriarca latino de la ciudad y de su tío abuelo, el rey León II de Armenia, mientras que Bohemundo IV había contado con el apoyo de las comunidades griegas. Ese año había muerto Enrique de Flandes, el emperador latino de Constantinopla. Los barones latinos necesitaban a alguien capaz y eligieron como nuevo emperador a Pedro II de Courtenay, el marido de Yolanda de Flandes, hermana de Enrique. Se encontraba en Francia y llegó a Oriente ya en 1217, pero, con la precipitación del viaje, acabó capturado por el déspota Teodoro de Épiro y murió ese mismo año en cautiverio. Yolanda quedó como Emperatriz.
Luis el León, el hijo de Felipe II, sufrió una derrota en Inglaterra la cual, unida a las amenazas de Honorio III y a un cuantioso pago que le hizo Guillermo el Mariscal, le llevó a retirarse y renunciar a la corona inglesa.
La predicación de la quinta cruzada, acordada en Letrán, no tuvo mucho éxito en Europa, a pesar que incluso Irlanda y Noruega, fue mandada en 1213 una legión de predicadores. El cardenal de Courzon, secundado por Jacobo de Vitry, encabeza el grupo de legados que predicaba la “guerra sagrada”. El clero recibió orden de entregar la vigésima parte de sus ingresos y, por su lado, Inocencio III donó 30 mil marcos de plata. Tres fueron los reyes que tomaron inicialmente el voto de la cruzada: Juan Sin Tierra, rey de Inglaterra; Federico II, rey de Sicilia y futuro emperador de Alemania, que con una u otra excusa, acabó no yendo, y Andrés II, rey de Hungría, el personaje de mayor rango, que desembarcó en San Juan de Acre y trató sin éxito de conquistar el monte Tabor. El rey húngaro fue conocido desde entonces como Andrés II el Hierosomilitano, o sea, el de Jerusalén. Por su parte, Felipe II Augusto, rey de Francia, destinó algo de sus rentas para la cruzada, la que fue favorecida por el Concilio XII de Letrán.
Cuando comenzaban a hacerse los preparativos de la Quinta Cruzada murió en 1216 Inocencio III y pocos meses después fallecía también Juan Sin Tierra. Federico II, ocupado en distintos problemas políticos de orden interno, tanto en sus dominios sicilianos e italianos como en la propia Alemania, procuraba eludir la cruzada con los más variables pretextos. En cuanto a la masa de caballeros y príncipes alemanes, todos ellos preferían saquear y asesinar en las ricas tierras eslavas del Elba, del Oder y del Báltico Oriental. Tampoco los caballeros de Inglaterra y de Francia revelaban mayores deseos de emprender una nueva marcha a ultramar. No veían provecho alguno en las difíciles campañas de Oriente y preferían dirigirse a Grecia, para apropiarse de sus feudos con mayor facilidad. En general, los tiempos habían cambiado. Con el fortalecimiento del poder real, los nobles descendientes de los “sin ropa” y de los “sin bienes” entraban al servicio de los ejércitos del rey, lo que a más de honroso era provechoso. Pese a todo, el nuevo Papa, Honorio III, continuó la obra de su predecesor y consiguió realizar la cruzada.
En el verano de 1217, Andrés II, rey de Hungría, consiguió reunir un ejército bastante importante y emprendieron la marcha hacia el Oriente, embarcándose en el puerto de Sapalatro, en Dalmacia. En esta Quinta Cruzada participaron también Guillermo de Holanda, el duque Leopoldo VI de Austria, algunos príncipes de Alemania Meridional y gran número de señores alemanes y bávaros acompañados de sus vasallos. Andrés II fue el jefe de la expedición que de Sapalatro se dirigió a Chipre, donde se le unieron otros cruzados que habían llegado de Brindis, Génova y Marsella, y unidos todos a Lusiñán, rey de la isla, desembarcaron en Tolemaida. El ataque que planearon no fue muy enérgico, a consecuencia de la falta de víveres. Los cruzados fueron recibidos en Siria con bastante frialdad. Los francos de Siria no necesitaban de la cruzada: En el transcurso de casi 20 años habían entablado un comercio pacífico con Egipto y la guerra solo podía perjudicar sus intereses económicos. No obstante, los cruzados ganaron una batalla a Malek-Adel, quien murió al poco tiempo de dividir entre sus hijos los Estados que poseía, dando a Malek-Kamel el Egipto, a Moadham la Siria y la palestina, y a Aschraf la Mesopotamia.
Llegaron a Acre en 1217 donde se unieron a Juan de Brienne regidor del Reino de Jerusalén, Hugo I de Chipre y el príncipe Bohemundo IV de Antioquía para combatir a los Ayubitas en Siria. Los cruzados húngaros y alemanes permanecieron en Acre un año sin resultado alguno, procurando realizar incursiones al interior del país sobre Damasco y otras ciudades, pero todas fueron estériles. La mayoría de los holandeses, embarcados en 300 naves, se había demorado por luchar contra los emires de España Meridional, y recién en abril de 1218 llegaron a Acre.
El ejército de los cruzados atacó el Monte Tabor, aunque sin resultado. Las discordias no tardaron en estallar, y Andrés II, convencido de la inutilidad de la empresa y sin prestar atención a la excomunión proclamada en su contra por el patriarca católico de Jerusalén regresó a su patria después de visitar los Santos Lugares.
Los guerreros llegados de España a Palestina animaron a los cruzados a emprender una campaña contra Egipto, que era a la sazón el verdadero centro del poder musulmán. Desde el comienzo de la Cuarta Cruzada se proyectaba su invasión, por lo que la idea fue respaldada por el cardenal legado Pelagio; Juan de Brienne, rey titular de Jerusalén, y el duque de Austria. Como objetivo del ataque fue elegida Damieta, ciudad-fortaleza competidora en importancia comercial de Alejandría. Por su ubicación en uno de los brazos del Nilo representaba la llave de Egipto. Damieta estaba rodeada por un triple cinturón de muros y defendida por una potente torre, construida en una isla en medio del Nilo. Un puente unía la torre a la ciudad y gruesas cadenas de hierro impedían la entrada a Damieta por el río.
El sitio fue largo y duro, y costó la vida de muchos cruzados y musulmanes, entre ellos el propio Sultán al-Adel, pero finalmente se logró tomar la plaza en 1219. Al principio, los cruzados supieron convertir sus naves en máquinas para el sitio, dotadas de grandes escaleras de asalto que les ayudaron a posesionarse de la torre. Los esfuerzos de sus adversarios, sumados al desborde del Nilo y a las epidemias que empezaron a azotar a los cruzados, contribuyeron a detener sus éxitos. Por varios meses la situación se mantuvo estacionaria. En la primavera y verano de 1219 numerosos cruzados, entre ellos el duque de Austria, emprendieron el regreso a Europa. Otros, sin embargo, prosiguieron obstinadamente el sitio de Damieta. En la ciudad, rodeada por todas partes por el ejército cruzado, se hacía sentir el hambre. Malek-Kamel, sultán egipcio, procuró salvar la ciudad, ofreciendo a los cruzados, a cambio de que levantaran el sitio, entregarles el reino de Jerusalén en sus límites de 1187, devolverles las reliquias sagradas.
Acto seguido, comenzaron las disputas entre los cristianos por el control de la ciudad. El jefe del ejército cruzado, el legado papal Pelagio, opinó que no podía acordarse una paz con los árabes y que era necesario conquistar Damieta y luego todo Egipto. Los tres grandes maestros de las órdenes espirituales de los caballeros y algunos otros jefes de la cruzada apoyaron la opinión del cardenal. La entrega de Jerusalén no les satisfacía. Las proposiciones de paz del sultán fueron rechazadas. A comienzos de noviembre de 1219 los cruzados tomaron Damieta por asalto, pasándola a sangre y fuego y apoderándose de riquísimos tesoros. El botín tomado valía varios centenares de miles de marcos. Sin embargo, este éxito fue de una duración efímera, y comenzaron las divergencias entre los vencedores. Juan de Brienne, rey de Jerusalén, reclamó la inclusión de Damieta en sus dominios. El cardenal Pelagio se opuso a estas pretensiones, señalando que la iglesia católica debía conservar para sí todo lo conquistado. Tampoco existía un acuerdo sobre las acciones bélicas posteriores. El legado papal exigía la inmediata marcha sobre el Valle del Nilo, pues creía que por el hecho de que el sultán Malek-Kalem hubiera pedido la paz, la conquista de Egipto no sería difícil.
El cardenal Pelagio ordenó al ejército que se encaminara a El Cairo, desoyendo los consejos y la opinión de los hombres de guerra que lo acompañaban. Sin embargo, no encontró apoyo en la mayoría de los caballeros, que advertían la insuficiencia de sus fuerzas para una empresa de tal envergadura.
Estas disputas y la falta de ayuda por parte del emperador alemán, retrasaron la continuación de la campaña hasta 1221, año en que empezaron a llegar nuevos destacamentos de peregrinos, principalmente desde Alemania Meridional y los cruzados marchan al sur hacia El Cairo. Para entonces, el nuevo Sultán Malek-Kamel había reorganizado sus fuerzas y se había fortificado algo al sur de Damieta, en las cercanías de la ciudad de Mansura, lo que, unido a las inundaciones del Nilo que diezmaron al ejército cruzado en su marcha hacia el Sur.
Aunque en el ejército de los cruzados se hacían oír opiniones que procuraban convencer a sus jefes de la conveniencia de aceptar las condiciones de los adversarios, que cedían la Ciudad Santa y el Santo Sepulcro, por segunda vez se contestó al Sultán con una negativa. Felipe II Augusto, al enterarse de que los cruzados habían tenido la oportunidad de recibir “un reino a cambio de una ciudad” y habían rechazado la oferta, no pudo contenerse y los tildó de “estúpidos y mentecatos”.
A mediados de junio de 1221 los cruzados iniciaron la ofensiva contra Mansura. Al mismo tiempo comenzó el impetuoso desbordamiento del Nilo, que inundó el campamento de los cruzados. Los musulmanes, preparados con anticipación para recibir el desbordamiento de las aguas, cortaron a los cruzados su retirada. Cuando las asustadas huestes del legado papal procuraron buscar su salvación en una desordenada fuga hacia Damieta, las topas egipcias les cortaron el paso con una lluvia de flechas, hostigándolos tanto de día como de noche. Para evitar que su ejército fuera aniquilado, los cruzados se vieron obligados a negociar la paz con Malek-Kamel, concertándose un acuerdo final el 30 de agosto.
Los términos de esta rendición supusieron la vuelta de Damieta a manos del Sultán, quien acepto un acuerdo de paz de ocho años de duración y el retiraro de los cruzados a principios de septiembre de 1221. Perdida Damieta, el ejército cruzado derrotado totalmente desocupó Egipto. Fue por tanto una cruzada inútil, que apenas alteró el equilibrio de poder entre cristianos y musulmanes. Entre las causas del mal éxito de la empresa se señaló el haber faltado a sus promesas Federico II, la poca previsión del cardenal legado Pelagio y la impericia de los jefes que dirigían la expedición.
12. La Sexta Cruzada.
La Sexta Cruzada comenzó en 1228, tan solo siete años después del fracaso de la Quinta Cruzada, y fue un nuevo intento de recuperar Jerusalén.
El emperador Federico II había intervenido en la Quinta Cruzada, una vez muerto su gran enemigo el Papa Inocencio III, enviando tropas alemanas, pero sin llegar a liderarlas personalmente, pues necesitaba consolidar su posición en Alemania e Italia antes de embarcarse en una aventura como la Cruzada. No obstante, prometió tomar la cruz después de su coronación como emperador en 1212 por el Papa Honorio III.
Roma se consideraba amenazada por la política italiana del Hohenstaufen, nieto de Federico I Barbaroja, y se le hizo cargar la culpa del fracaso de la Quinta Cruzada. Federico II, en 1215, había prometido participar en la cruzada y había esquivado luego el cumplimiento de su promesa. El Papa Honorio III predicó la Sexta Cruzada, y nuevamente prometió asistir Federico II, el que fue amenazado de excomunión en caso de demorar su marcha hacia el Oriente. Luego de prometer al Pontífice que recuperaría el tiempo perdido, se fijó para 1225 la realización de la nueva cruzada.
Para activar la expedición llegaron a Italia los maestres de los templarios, hospitalarios y teutónicos, el patriarca de Jerusalén y el mismo Juan de Brienne, que recorrió los Estados de Europa pidiendo socorros. Todo se esperaba de Federico, al que se comprometió con Yolanda, hija de Juan de Brienne y heredera del trono de Jerusalén. En los puertos de Sicilia e Italia comenzó la construcción de 50 grandes naves especialmente acondicionadas para el transporte de un ejército ecuestre, pero la indiferencia popular hizo que en la primavera de 1225 Federico II no reuniera la cantidad de gente suficiente para una campaña de ultramar. Además, la situación en Italia Meridional demandaba la presencia del emperador.
En 1225 Federico se casó con Yolanda de Jerusalén, hija de Juan de Brienne, regidor nominal del Reino de Jerusalén, y Maria de Montferrato, por lo tanto Federico tenía aspiraciones al trono de dicho reino, o lo que es lo mismo, tenía una razón poderosa para intentar recuperar Jerusalén, interviniendo en la guerra del sultán egipcio contra Damasco. La oportunidad se le presentó en 1226, cuando Malek-Kamel le ofreció una alianza. El emperador alemán inició las negociaciones con Egipto, aunque empeoraran sus relaciones con Roma.
La iniciación de la cruzada quedó aplazada para 1227, con la aprobación papal luego que Federico II se comprometiese a abonar en esa fecha cien mil onzas de oro al patriarca católico de Jerusalén, para las necesidades de Tierra Santa. En 1227, siendo ya Papa Gregorio IX, el octogenario Papa que sucedió a Honorio III, Federico y su ejército partieron de Brindisi hacia Siria, pero una epidemia les obligó a volver a Italia tan solo dos días después, lo que ocasionó la dispersión de un numeroso ejército que había ido ya a Palestina. Esto le dio a Gregorio la excusa para excomulgar, por romper sus votos de cruzado, a Federico, que llevaba años luchando por consolidar el poder imperial en Italia a expensas del Papado. Tras varios intentos de negociación con el Papa, Federico decidió embarcarse nuevamente hacia Siria en 1228 a pesar de la excomunión, llegando a Acre en septiembre acompañado de 600 caballeros, a bordo de 20 galeras. Una vez allí pronto se vio atrapado por la complicada política del Oriente Próximo. Por un lado entre los propios cristianos muchos veían en esta nueva Cruzada un intento de extender el poder imperial. Se produjo por tanto en Tierra Santa una continuación de la lucha mantenida en Europa entre los defensores del Papado y los del Imperio[21]. Del otro lado, los musulmanes tenían sus propias luchas internas, por lo que el Sultán Malek-Kamel firmó un tratado con Federico para unirse contra su enemigo al-Naser. A cambio, el emperador podría obtener varios territorios, entre ellos Jerusalén exceptuando la Cúpula de la Roca, sagrada para el Islam, y una tregua de 10 años. A pesar de la oposición papal a este acuerdo, Federico se coronó Rey de Jerusalén, si bien legalmente actuaba como regente de su hijo Conrado IV de Alemania, nieto de Juan de Brienne.
El Papa prohibió la Sexta Cruzada, señalando que el objetivo del “servidor de Mahoma” era “raptar el reino de la Tierra Santa”. La posición del Papado solo podían disminuir las posibilidades de éxito de la cruzada, pero el emperador perseguía objetivos netamente políticos: Teniendo en vista el título de rey de Jerusalén, la cruzada le permitiría crear el imperio “mundial” de los Hohenstaufen.
La excomunión que sobre él pesaba y la desaprobación de la expedición por el Papa fueron causas de que Federico II fuese desobedecido por los caballeros de las órdenes militares, rechazado por el clero y despreciado por los fieles de la Tierra Santa. Pero el emperador siguió adelante y llegó a Siria. En Jaffa, en septiembre de 1229, concertó un tratado de diez años con Malek-Kamel, aprovechándose de las divergencias feudales de los musulmanes y de la lucha del sultán egipcio con su sobrino, emires de Damasco, por el dominio de Siria y Palestina. Federico II aseguró al sultán su ayuda contra todos sus enemigos, presumiblemente también contra los príncipes de Antioquía y de Trípoli y las órdenes religiosas de caballeros, mientras Malek-Kamel concedió Jerusalén al emperador, con excepción del barrio de la mezquita de Omán, Belén, Sidón, Nazaret y otras ciudades de Palestina, formando una faja de territorio para los cristianos desde Acre a Jerusalén. Además fueron firmados con Egipto ventajosos contratos comerciales.
Un mes después Federico II, que había enviudado en 1228, entró en Jerusalén, sin más acompañamiento que los barones alemanes y los caballeros teutónicos, colocándose él mismo la corona de sus reyes, pues el clero católico se negó a realizar la ceremonia de coronación. El patriarca católico decretó la interdicción sobre la Ciudad Santa y prohibió la celebración de oficios religiosos mientras permaneciera en Jerusalén el excomulgado emperador. El Papa acusó a Federico II de haber traicionado al cristianismo y mandó sus tropas a invadir los dominios en Italia Meridional del “libertador del Santo Sepulcro”. El emperador regresó urgentemente a Italia, ofreciendo resistencia armada a los ejércitos del Pontífice y derrotando a las fuerzas papales. En 1230, de acuerdo a las cláusulas de paz de Saint-Germain, Gregorio IX levantó la excomunión a Federico II y al año siguiente ratificó todos los tratados celebrados por el emperador con los musulmanes, ordenando a todos sus prelados de Tierra Santa, así como a los caballeros templarios y hospitalarios, conservar la paz con Malek-Kamel.
La partida de Jerusalén de Federico, acosado por graves problemas en Europa y la expiración de la tregua en 1239 supondría el final de la breve recuperación de Jerusalén por parte de los cruzados. La Ciudad Santa, reconquistada por los musulmanes en 1244 no volvería a estar en manos de cristianos. No obstante, Federico había sentado un precedente: La Cruzada podía tener éxito aun sin apoyo papal. A partir de ese momento los reyes europeos podían, por iniciativa propia, tomar la Cruz, como hicieron Luis IX de Francia[22] y Eduardo I de Inglaterra[23].
La Sexta Cruzada es llamada también “la Cruzada Diplomática”, pero sus resultados prácticos no fueron duraderos. Después de ausentarse Federico II comenzaron las divergencias entre los señores feudales con dominios en Oriente. A raíz de un prolongado conflicto con el Papado, por su ofensiva contra las ciudades lombardas, por 1237 fue nuevamente excomulgado el emperador. La ciudad de Jerusalén fue tomada por los turcos, al expirar en 1239 la tregua que se había concertado. Ese año, el Papa intentó una nueva cruzada, pero solo Teobaldo V, rey de Navarra, y otros caballeros, como el duque Hugo de Borgoña, al frente de destacamentos cruzados, llegaron por mar a Siria, concertando allí una alianza con el emir Ismael, de Damasco, uno de los más poderosos príncipes musulmanes. Sin embargo, el sultán Asal Eyub, de Egipto, los derrotó cerca de Ascalón. En 1240, Ricardo de Cornuailles, quien había pasado a Asia al frente de un poderoso ejército, recobró Jerusalén. Más tarde, Malek-Sadel, hijo y sucesor de Malek-Kamel, para vengar la reconquista de Jerusalén por los cristianos, se alió con los carismitas[24]. En las filas cruzadas había crueles divergencias entre los cruzados, los templarios y hospitalarios, y el rey de Navarra y demás jefes de la cruzada habían regresado a su patria.
En septiembre de 1244 el sultán egipcio Malek-Sadel, a la cabeza de diez mil guerreros ecuestres, tomó Jerusalén, degollando a toda la población cristiana de la ciudad, tras derrotar a los cristianos y sus aliados, los sultanes de Edesa y Damasco, en la batalla de Gaza, devastando todo el país. El Santo Sepulcro pasaba así a poder de los musulmanes en forma definitiva.
13. La Sétima Cruzada.
El fracaso de la anterior expedición a Tierra Santa y el haber sido tomadas Jerusalén y Palestina, excepto Jaffa, por los carismitas llamados por el sultán de Egipto, alarmaron al Papado. El Concilio de Lyon, en 1245, resolvió organizar una nueva cruzada de acuerdo con los deseos de Inocencio IV. Sin embargo, otra vez Federico II, denominado “el sultán de Sicilia”, era blanco de la ira papal, y los que habían prometido luchar por el Santo Sepulcro fueron obligados a participar en la guerra contra el emperador. Tal como antes, el lema de la cruzada fue acompañado de gravámenes financieros, pero los predicadores utilizaban en beneficio propio las sumas reunidas para la liberación de Jerusalén. Por su parte, los campesinos veían desaparecer los estímulos para viajar a ultramar. Si bien la opresión feudal no aminoraba en el siglo XIII, disminuían las calamidades por lo que los campesinos de Europa podían hallar refugio y trabajo, mientras en Oriente les esperaba solamente la muerte o la esclavitud. Los caballeros tampoco manifestaban deseos de verter su sangre en las arriesgadas cruzadas. El rey de Inglaterra, Enrique III, declaró francamente a los legados papales que los predicadores de las cruzadas habían engañado a sus súbditos en muchas oportunidades y que no se dejarían engañar nuevamente.
A pesar del fracaso inicial, Inocencio IV consiguió organizar en 1248 la Sétima Cruzada, con la participación de un número limitado de caballeros, principalmente franceses y algunos ingleses. Los franceses ingresaron influidos por el rey Luis IX, venerado hoy en los altares, quien prometió hacerse cruzado si sanaba de una grave enfermedad que padecía. Habiendo recuperado la salud, se dispuso a cumplir su voto ataviado con modestas vestimentas de peregrino, y su ejemplo fue seguido por sus hermanos, los condes de Artois, Porou y Anjou, y los primeros prelados y señores. Luis IX encabezó la cruzada esperando tener grandes beneficios para su reino en el caso de alcanzar el éxito, y como la iglesia católica canonizó posteriormente al monarca, la Sétima Cruzada recibe también el nombre de “Primera Cruzada de San Luis Rey de Francia”.
El rey se embarcó en el puerto de Aguas Muertas, junto con 40 mil hombres y 2800 caballos, tomando el rumbo de la Quinta Cruzada. Al igual que el cardenal Pelagio, resolvió asestar el golpe a los musulmanes en Egipto. El invierno de 1248 lo pasaron en la isla de Chipre, pero estalló la peste y numerosos cruzados perecieron, otros se volvieron a sus casa y los demás quedaron en la miseria. Federico II, cuya promesa de tomar la cruz a cambio de que se le absolvieses fuera rechaza por el Pontífice, remedió la crítica situación de los cruzados enviándoles una remesa de granos. Luis IX, estando en la isla de Chipre, entabló negociaciones con los mongoles-tártaros, a fin de que dirigieran sus fuerzas contra los sarracenos, siguiendo el ejemplo del cardenal Pelagio, en 1220, cuando buscó con urgencia aliados.
A comienzos de junio de 1249 algunos miles de caballeros desembarcaron en la boca del Nilo próxima a Damieta, que sus habitantes cedieron casi sin combatir. Siguiendo la costumbre, los conquistadores se apoderaron de un rico botín y luego de esperar por los rezagados y los nuevos refuerzos que debían llegar de Francia, en el otoño se dirigieron hacia el sur, sitiando la ciudad de Mansura. Los musulmanes se defendieron tenazmente. Tres torres de asalto construidas por los cruzados fueron destruidas por el fuego de los adversarios. El sultán de Egipto propuso la paz, prometiendo entregar a los cruzados el reino de Jerusalén, pero no accedió a ello Luis IX, aconsejado por sus hermanos. Finalmente, en los primeros días de febrero de 1250, pudieron irrumpir en Mansura. No obstante, los musulmanes encerraron rápidamente a los invasores dentro de la misma ciudad, y aquellos caballeros que no habían alcanzado a penetrar en la fortaleza fueron aniquilados. Varios centenares de guerreros murieron, entre ellos el conde Roberto Artois, hermano del rey Luis IX.
El triunfo resultó desastroso para los cruzados, pues sus fuerzas quedaron debilitadas. A fines de febrero los egipcios hundieron la flota cruzada frente a Mansura y separaron a los caballeros bloqueados en esta ciudad de sus compañeros de Damieta, base de abastecimientos. Amenazados de morir de hambre y diezmados por las enfermedades, en especial el escorbuto, emprendieron la retirada por mar y tierra de Mansura, siempre hostigados por sus adversarios. Una gran cantidad de caballeros y escuderos cayó prisionera, entre ellos el mismo Luis IX y sus dos hermanos. En el cautiverio mostró serenidad y resignación. Su libertad y la de los nobles que le acompañaban la logró el sultán Malek-Mohadan II mediante la entrega de Damieta más un millón de besantes de oro, pacto que fue respetado por el jefe de los mamelucos que ocupó el trono de Egipto después de haber sido asesinado el sultán.
A pesar de los consejos de regresar a la patria, formulados por la mayoría de los nobles, Luis IX resolvió continuar la cruzada. Utilizando todos los medios posibles, los restos de las fuerzas cruzadas se habían concentrado en Acre, donde esperaron inútilmente refuerzos desde Francia. Condes, duques, barones y caballeros desoyeron los llamados, pero en cambio los siervos, en 1251, arengados por un viejo monje llamado “el maestro de Hungría”, se sublevaron contra el poder feudal. Estos “cruzados” sublevados se hacían llamar “pastorcitos” y en número de 100 mil se dirigieron a París y Orléans, matando en su camino al sur a ricos, curas, frailes, pues de acuerdo a los fanáticos discursos del predicador “Dios no protegía ni concedía su gracia a los nobles, y correspondía a los pobres salvar a Jerusalén”.
El rey Luis IX y los restos de su ejército no consiguieron recibir ayuda desde Francia. Por espacio de cuatro años, el monarca estuvo en Palestina, rescatando esclavos cristianos, fortificando las plazas que le quedaban y pacificando a los cruzados, pero al encontrar una recepción hostil de parte de los francos de Siria, y habiendo recibido la noticia de la muerte de su madre, el rey abandonó Acre en la primavera de 1254 y regresó a Francia, dejando una reducida tropa en el Oriente.
14. La Cautividad Babilónica.
a. Bonifacio VIII.
Bonifacio VIII había inciado su pontificado en 1294 y en su primer acto como Papa, temeroso de que tras la figura del dimisionario Celestino V se iniciase un cisma en la Iglesia, fue ordenar su encarcelamiento en el castillo de Fumore, propiedad de su familia, donde permanecería hasta su muerte.
Inmediatamente intervino en el problema siciliano que, desde los sucesos de 1282 conocidos como “vísperas sicilianas”, enfrentaba a Reino de Nápoles con el Reino de Aragón. Bonifació logró que Jaime II de Aragón firmase, en 1295, la Paz de Anagni por la que este renunciaba a cualquier derecho sobre Sicilia a cambio de los feudos de Córcega y Cerdeña. Pero los sicilianos se rebelaron contra un acuerdo que suponía el retorno de la dinastía Anjou, y nombraron rey al hermano de Jaime II, Federico II que había ejercido hasta ese momento el cargo de gobernador de la isla. El Papa asumió este primer fracaso político coronando a Federico.
Pero el hecho más significativo de su pontificado será su enfrentamiento con Felipe IV de Francia, que necesitado de recursos económicos por la guerra que mantenía con Inglaterra, pretendió hacer tributar a la Iglesia francesa. El Papa responde emitiendo, el 25 de febrero de 1296, la bula “Clericis laicos” por la que prohibía el cobro de tasas al clero por parte de los poderes políticos sin el consentimiento papal. Esta bula fue ignorada por Felipe quien contestó emitiendo una serie de edictos por los que se prohibía, tanto a laicos como a eclesiásticos, la exportación de productos a Roma, obligando a Bonifacio a firmar una acuerdo por el que reconocía al rey francés la potestad de fijar tributos al clero en casos de extrema necesidad y sin contar con una autorización previa del pontífice.
El entendimiento entre Bonifacio y Felipe fue muy breve, ya que en 1301 se produjó un nuevo choque cuando el Papa creó el nuevo obispado de Pamiers, en el sur de Francia, colocando en él a Bernardo de Saisset. Felipe, incómodo con el designado, lo acusó de alta traición y lo encarceló. Bonifacio emite entonces la bula “Ausculta fili” en la que convoca a Felipe y al espiscopado francés a un Concilio a celebrar en Roma, el 1 de noviembre de 1302, con el fin de definir de una manera definitiva la relación entre el poder temporal y la Iglesia.
El rey prohibió la asistencia al Concilio, que no obstante se celebró sin la asistencia de los franceses, y dio lugar a la publicación, el 18 de noviembre de 1302, de la bula “Unam sanctam” en la que exponía la doctrina de un sistema jerárquico con supremacía pontificia afirmando, en la misma línea que sus predecesores Gregorio VII e Inocencio III, que: “...existen dos gobiernos, el espiritual y el temporal, y ambos pertenecen a la Iglesia. El uno está en la mano del Papa y el otro en la mano de los reyes; pero los reyes no pueden hacer uso de él más que por la Iglesia, según la orden y con el permiso del Papa. Si el poder temporal se tuerce, debe ser enderezado por el poder espiritual... Así pues, declaramos, decimos, decidimos y pronunciamos que es de absoluta necesidad para salvarse, que toda criatura humana esté sometida al pontífice romano”.
La reacción de Felipe IV fue la convocatoria, el 12 de marzo de 1303 de una asamblea en el Louvre en la que, tras acusar a Bonifacio VIII de herejía y simonía, se decidió su procesamiento, encargando al consejero Guillermo de Nogaret su captura y traslado a París. Cuando el Papa recibe la noticia de las intenciones de Felipe, prepara una nueva bula de excomunión, la “Supra Petri solio” que no tiene tiempo de promulgar ya que el 7 de septiembre de 1303 tuvo lugar el incidente conocido como “atentado de Anagni”.
Guillermo de Nogaret, que se encontraba en Italia con la intención de apresar al Papa, junto con Sciarra Colonna, enemigo acerrimo de Bonifacio, contando con el apoyo de la alta burguesía de Anagni y de parte del Colegio cardenalicio; asaltaron el palacío papal de Anagni donde se encontraba el Papa por ser su residencia veraniega. Bonifacio VIII esperó a sus agresores sentado en un trono y revestido de todas las vestimentas de su rango y los atributos de poder. En tal circunstancia, Sciarra Colonna, abofeteó al Papa tras amenazarlo con la muerte.
Durante tres días quedó en manos de los conjurados sufriendo todo tipo de injurias, incluidas las de tipo físico, hasta que el pueblo de Anagni se sublevó en su defensa obligando a sus captores a liberarle y permitiéndole huir de la ciudad. Conducido a Roma, murió un mes después, el 11 de Octubre de 1303, sin haber podido cobrar desquite por estos acontecimientos.
El atentado de Anagni fue el manifiesto de la impotencia de Bonifacio VIII para hacer frente a Felipe el Hermoso, e inauguraba el siglo XIV para la Iglesia, en el que esta quedó a merced de los reyes franceses, lo que provocó el traslado del papado a Aviñón. Así, su pontificado representa el fin de la pretensión de dominio universal de la iglesia católica frente a los poderes monárquicos de las nacientes naciones de Europa.
b. Clemente V.
El 5 de junio de 1305 asumió el arzobispo de Burdeos, Bertrán de Got, el papel de Papa, tomando el nombre de Clemente V, tras un intervalo de once meses ocasionado por las disputas que entre cardenales franceses e italianos se dieron en el cónclave celebrado en Perugia.
Llamado para su coronación, ya que al no ser cardenal no se encontraba presente en el cónclave, no se desplazó a Italia sino que eligió la ciudad de Lyon para su entronización, la cual tuvo lugar el 14 de noviembre de 1305, en la iglesia de Saint-Just, contando con la asistencia del rey Felipe IV de Francia. Clemente estuvo durante todo su pontificado sujeto a los deseos de Felipe IV, y nada más ser coronado, su primer acto fue el nombramiento de nueve cardenales franceses cercanos al monarca francés.
Convertido en una mera herramienta en manos de Felipe, anuló en 1306 las sentencias eclesiásticas que este consideraba contrarias a sus intereses, especialmente las bulas “Clerecis laicos” y “Unam Sanctam” que había promulgado Bonifacio VIII.
El 13 de Octubre de 1307, Felipe IV de Francia El Hermoso, endeudado con la Orden del Temple, ordenó el arresto de todos los templarios que se encontrasen en territorio francés acusándolos de herejía, aunque su verdadera motivación fue hacerse con los numerosos bienes que la Orden tenía en Francia y evitar el pago de las deudas que mantenía con la misma. La detención de los templarios sin la autorización del pontífice, de quien depende directamente la Orden, hace protestar a Clemente pero Felipe lo convence presentándole las confesiones obtenidas bajo tortura y consigue que el Papa promulgue la bula “Pastoralis praeminen” que decreta la detención de los templarios en todos los territorios cristianos. Presionado por el rey francés, Clemente convoca en 1308, mediante la publicación de la bula “Regnums in coelis” el concilio de Vienne que celebrado entre 1311 y 1312 alumbrará la bula “Vox in excelso” por la que se suprimía, aunque no condenaba por herejía, la orden templaria.
En 1309 Clemente V traslada la sede papal de Roma a la ciudad de Aviñon, que entonces no era territorio francés ya que pertenecía al Reino de Nápoles. El traslado tuvo inicialmente un carácter provisional motivado por la situación de inseguridad y caos en que se encontraba Roma inmersa en luchas e intrigas políticas, y para aprovechar la relativa cercanía con Vienne donde, en 1311, se celebraría un Concilio ya convocado. Pero lo que se inició como un acto pasajero se convirtió en permanente hasta 1377 y, durante siete pontificados, Aviñon fue la sede pontificia, conociéndose históricamente dicho periodo como “la segunda cautividad de Babilonia”. Este periodo finalizará cuando el Papa Gregorio XI retorne a Roma.
Clemente V falleció el 20 de abril de 1314, meses antes que el otro gran protagonista de su pontificado, el rey francés Felipe IV.
c. Juan XXII.
Su elección como Papa se produjo el 7 de agosto de 1316, tras un período de casi dos años en el que el trono papal permaneció vacante debido a la división existente en el cónclave reunido en Carpentras donde los cardenales, divididos en tres facciones de italianos, gascones y franceses, proponían tres candidatos diferentes. Por fin el Rey Felipe V de Francia pone término a la situación convocando en Lyon un cónclave en el que, con la asistencia de veintitrés cardenales, resultó elegido Jacques Duèze que fue consagrado el 5 de septiembre con el nombre de Juan XXII y que fijará su residencia en Aviñon.
Nada más iniciado su pontificado quiso intervenir en el conflicto que vivía Alemania desde que en 1314 se había producido una doble elección al trono disputado entre Luis, duque de Baviera, y Federico, duque de Austria. El enfrentamiento se prolongó hasta 1322, fecha en que Luis venció, en la Batalla de Mühldorf, a Federico quien, en 1325 renunció a su pretensión al trono.
En 1323, Juan XXII, que había reclamado una especie de regencia sobre el trono alemán mientras no se solucionase la disputa entre los dos aspirantes al trono, se negó a reconocer a Luis como rey alegando que esta había asumido el título sin su confirmación negándose a coronarlo como emperador del Sacro Imperio y excomulgándolo en 1324 acusándolo de herético al haber ofrecido su protección a Guillermo de Ockham, a Marsilio de Padua y a Miguel de Cesena entre otros pensadores heterodoxos.
Luis contestó invadiendo Italia al frente de un poderoso ejército que le permitió ocupar Roma en enero de 1328, donde fue coronado como emperador, tras lo cual depuso al Papa acusándolo de herejía y proclamando como nuevo Papa a Nicolás V, el primer antipapa italiano de la historia. El pueblo romano, oprimido por la ocupación militar de su ciudad, y por la excomunión que Juan XXII había lanzado sobre la misma, se sublevó y obligó a Luis a abandonar Roma en agosto de 1328. El cisma en el seno de la iglesia fue efímero ya que el antipapa Nicolás renunció en 1330 a su nombramiento y se sometió a Juan XXII.
En el seno de la orden franciscana se había producido en 1245 una división entre los llamados “conventuales” y los “espirituales”, radicales que defendían un ideal de pobreza absoluta alegando que tanto Jesús como sus discípulos carecían de posesiones ni individuales ni comunales. En 1318, Juan XXII publica una bula en la que condena la postura de los espirituales, también conocidos como “fraticelli”, calificándola como herética y citando al general de la Orden, Miguel de Cesena, a comparecer en la sede de Aviñon. Este, que no pertenecía a la facción radical, se negó a aceptar los argumentos papales y decidió buscar la protección del rey Luis IV de Baviera por lo que, tras ser expulsado de la orden, fue excomulgado.
Un tercer problema en el que se vio inmerso Juan XXII durante su pontificado fue su postura sobre la visión beatífica. Según la doctrina católica, aquellos que mueren en estado de gracia verán a Dios a la espera del Juicio Final. Sin embargo Juan mantenía una postura contraria por lo que fue considerado hereje por muchos teólogos de la época. El Papa se defendió de esta acusación manifestando que la Iglesia no tenía sobre este punto una doctrina oficial[25] y que además no había expuesto su postura “ex cathedra” lo que le permitió, posteriormente, retractarse.
Además, al papa Juan XXII se debe la institución del Tribunal de la Sagrada Rota[26] y de la fiesta de la Santísima Trinidad. Promulgó la bula “In agro dominico” en la que se condenaban 28 proposiciones del Maestro Eckhart, 17 como heréticas y 11 como sospechosas. Excomulgó a Guillermo de Occam. Falleció el 4 de diciembre de 1334, al parecer asesinado por un marido que lo había sorprendido en el lecho de su mujer.
d. Benedicto XII.
De nombre Jacques Fournier, hijo de la modesta familia de un panadero, ingresó como monje cisterciense en el monasterio de Boulbonne desde donde se trasladó a la abadía de Fontfroide cuyo abad era su tío. Este lo envió a estudiar Teología a París. Tras finalizar, en 1310, sus estudios sucede a su tío como abad en Fontfride donde permanecerá hasta que en 1317 es nombrado obispo de Pamiers, cargo en el que destacará como perseguidor de los cátaros. En 1326 pasa a ser obispo de Mirepoix y al año siguiente es nombrado cardenal, recibiendo el apodo de “el cardenal blanco” al conservar el hábito de la orden cisterciense.
Elegido Papa el 4 de diciembre de 1334, se dice que al conocer el resultado gritó a los cardenales “Han elegido a un asno”, fue consagrado el 8 de enero de 1335. En un principio quiso volver a fijar la sede pontificia en Roma, pero la conflictiva situación en que se hallaba inmersa la península italiana le hizo mantener la sede en Aviñon, donde comenzó la construcción del palacio de los Papas.
Promulgó en 1336 la bula “Benedictus Deus” en la que fijó oficialmente la doctrina católica sobre la visión beatífica, según la cual los fallecidos en gracia de Dios gozan de su visión hasta el Juicio Final. Durante su pontificado combatió la simonía y el nepotismo y trató de revertir el Cisma de Oriente y Occidente. Falleció el 25 de abril de 1342.
e. Clemente VI.
De nombre Pierre Roger de Beuamont, ingresó en su niñez en un monasterio benedictino desde donde partió para estudiar Teología en París, y tras doctorarse comenzar su carrera eclesiástica. Abad de Fécamp en 1326, obispo de Arras en 1328, arzobispo de Sens en 1329 es finalmente elegido cardenal en 1338.
Totalmente adepto a la monarquía francesa, actuó como embajador del rey Felipe VI ante la corte inglesa y en la sede pontificia de Aviñón. Elegido Papa el 7 de mayo de 1342, compró a la reina Juana de Nápoles la ciudad de Aviñon por 80 000 coronas, importe que nunca fue abonado posiblemente porque Clemente consideró que la absolución que dio a Juana por el asesinato de su marido fue suficiente pago.
Su pontificado estuvo caracterizado por un acentuado nepotismo, a que la mayoría de los cardenales que nombró eran parientes suyos, uno de ellos será el futuro Papa Gregorio XI, y por la simonía derivada de la necesidad de financiar su afición por el lujo, las artes y las letras.
Durante el período de su reinado tuvo lugar, entre 1347 y 1351, la pandemia que en Europa se conoció como peste negra y que dio lugar a que la aterrada población culpara de la misma a los judíos. Clemente reaccionó publicando, en 1348, dos bulas en las que condenaba toda violencia contra los judíos y, además, instó al clero para que tomara las medidas necesarias para su protección.
Por órdenes médicas, Clemente VI pasó el caluroso verano de 1348 sentado entre dos fuegos que se atizaban permanentemente. Aunque él no lo sabía, el calor probablemente mantuvo a las pulgas a distancia y el Papa sobrevivió.
La epidemia de peste produjo además en Europa un rebrote de los flagelantes, grupos de laicos que peregrinaban de ciudad en ciudad azotándose. Clemente VI los acusó de fanáticos y mediante la publicación, en 1349, de una bula, los condenó como herejes. También es de destacar que durante su pontificado se produjo el inicio de la revuelta encabezada por Cola di Rienzo y que redujo el intervalo entre jubileos de cien a cincuenta años por lo que el segundo Año Santo se produjo en 1350 aunque sin su presencia ya que se negó a abandonar Aviñon para acudir a Roma.
Clemente murió el 6 de Diciembre de 1352.
f. Inocencio VI.
De nombre Étienne Aubert, era un nativo de la aldea de Les Monts, diócesis de Limoges, hoy la parte de la comunidad de Beyssac, departamento de Corrèze, y, después de haber ejercido como profesor de Derecho Civil en Toulouse, fue nombrado obispo de Noyon y posteriormente de Clermont, cargo que ocupó hasta que, en 1342, fue nombrado cardenal obispo de Ostia.
Elegido Papa el 18 de diciembre de 1352 tras pactar con los cardenales electores sobre la línea política que iba a seguir su pontificado, al serle impuesta la tiara papal declaró nulo el acuerdo alegando su ilegalidad por limitar el poder divino del Papa.
Durante su pontificado abordó con fuerza la reforma de la administración eclesiástica, para lo cual prohibió la acumulación de cargos y beneficios, obligó a los obispos a residir en sus respectivas diócesis, luchó contra la corrupción y redujo la ostentación y el lujo en que vivía la sede pontificia.
En 1354, envió a Roma al cardenal Gil Álvarez de Albornoz, junto a Cola di Rienzo, para que acabara con las revueltas en que vivía inmersa la ciudad. Una vez restablecido el orden, Inocencio le confió el gobierno de los Estados Pontificios.
En el orden político logró que, en 1360, Francia e Inglaterra que desde 1337 se enfrentaban en la Guerra de los Cien Años, firmaran la Paz de Bretigny. Consecuencia inmediata del período de paz que siguió a la firma de este acuerdo fue que las tropas mercenarias de cada bando, al ser licenciadas, se dedicaron al pillaje, por lo que Inocencio tomó la decisión de fortificar la sede pontificia de Aviñón.
Interfirió en la Corona de Castilla al quejarse al rey Pedro I el Cruel de los maltratos que estaba infligiendo sobre su esposa Doña Blanca de Borbón a la que mantuvo apresada durante su corta vida. Dicen que Inocencio VI fue el único que actuó para liberar a la reina cautiva, pero fracasó, pues la edad de Blanca de Borbón no llegaría a los treinta años.
Falleció el 12 de septiembre de 1362.
g. Urbano V.
Nacido como Guillaume de Grimoard, era el hijo mayor de Guillaume II de Grimoard, señor de Grizac, y Amphélise de Sabran, señora de Montferrand. En 1322 se traslada a Montpellier para realizar estudios de Derecho canónigo que continuaría en Toulouse.
En 1335, al finalizar sus estudios, ingresó en la orden benedictina realizando el noviciado en el monasterio de Chirac donde, tras una estancia en Marsella, fue ordenado sacerdote. A continuación, pasó a la Universidad de Montpellier, donde como profesor se convierte en un renombrado especialista en Derecho recibiendo el doctorado en 1342. En 1349 es nombrado vicario general por el obispo de Clermont. En 1352, el papa Clemente VI lo pone al frente de la Abadía de San German de Auxerre donde permanecerá hasta 1361, cuando Inocencio VI lo nombra abad de San Víctor.
La carrera diplomática del futuro Urbano V se inicia en 1352, cuando el papa Clemente VI le encarga solucionar el conflicto abierto con Giovanni Visconti quien, como arzobispo de Milán quiso poner a la ciudad de Bolonia bajo el poder de su familia y que supuso una derrota de los ejércitos pontificios. La actuación de Guillaume de Grimoard permitió que la poderosa familia reconociera los derechos de la iglesia católica sobre Bolonia a cambio de que el Papa cediera dicha ciudad a cambio de un tributo anual. Posteriormente, ya bajo el papado de Inocencio VI, volvería a intervenir en una misión similar, cuando el nieto de Giovanni, Bernabé Visconti, inició su política expansionista.
Tras la muerte de Inocencio VI, el 22 de setiembre de 1362 se inicia el cónclave para elegir a su sucesor en la ciudad de Aviñon. En una primera votación es elegido el cardenal Hugues Roger, hermano de Clemente VI, quien rechaza el nombramiento. Tras una segunda ronda de votaciones que no logra alcanzar la mayoría de votos necesaria, es elegido el 28 de septiembre, en la tercera de votación, Guillaume de Grimoard quien, al no ser cardenal, no participaba en el cónclave.
El futuro Papa es inmediatamente reclamado para que abandone Nápoles, donde se encontraba en misión diplomática. Tras una travesía por mar que le deja en Marsella, llega a Aviñon donde tras ser ordenado obispo es coronado Papa el 6 de noviembre.
El objetivo principal de su pontificado fue volver a fijar la sede pontificia en la ciudad de Roma, condición que la Ciudad Eterna había perdido desde que, en 1309, Clemente V la había fijado en Aviñon.
La situación de caos y desorden que había provocado el abandono de Rona como sede papal había comenzado a cambiar con el establecimiento, en 1360, de una nueva constitución apoyada por la nobleza romana y por una recién creada milicia popular, la “Societas Balestriorum Félix y Pavesotarum”.
El 16 de octubre de 1367, Urbano V entraba en Roma acompañado por el cardenal Gil Álvarez de Albornoz quien desde 1353, actuando como legado papal en Italia, había conseguido restablecer la soberanía papal sobre los Estados Pontificios.
En 1368 reconcilió la Santa Sede con el Sacro Imperio mediante la coronación, en Roma, del emperador Carlos IV y de su esposa; y en 1369 logró también un acercamiento en el emperador bizantino Juan V Paleólogo quien, buscado apoyo contra los turcos que amenazaban Constantinopla, se convirtió al catolicismo.
En 1367 murió Albornoz, lo que supuso el reinicio de las sublevaciones que el cardenal, durante su mandato como legado, había suprimido. La pérdida de su colaborador, unida a la reanudación de las hostilidades entre Francia e Inglaterra, inmersas en la Guerra de los Cien Años, tras un periodo de paz conseguido en 1360 con la Paz de Bretigny; determinaron a Urbano V a retornar a Aviñon.
El 5 de setiembre de 1370 Urbano abandonaba Roma, tras una estancia en la misma de casi tres años, y volvía a fijar la sede pontificia en Aviñon, donde fallecería poco después, el 19 de diciembre.
h. Gregorio XI.
Nacido Pierre Roger de Beaufort era hijo de Guillaume Roger, conde de Beaufort, y de Marie de Chambon, y sobrino del Papa Clemente VI. Estudió en Perugia, doctorándose en Derecho y Teología. El 28 de mayo de 1348, su tío el papa Clemente VI lo nombra cardenal diácono con tan solo dieciocho años de edad.
Elegido Papa por unanimidad el 30 de diciembre de 1370, su consagración se retrasó hasta el 5 de enero del año siguiente ya que al no ser sacerdote hubo de tomar las órdenes previamente.
En el terreno político fracasó en el intento de reconciliar a Francia e Inglaterra inmersas en la Guerra de los Cien Años. Por el contrario logró que Enrique II de Castilla, Pedro IV de Aragón y Carlos el Malo de Navarra no llegaran a las armas en sus disputas territoriales mediante varios matrimonios concertados.
Siguiendo la misma política eclesial que sus antecesores, colocó obispos franceses al frente de las diócesis italianas provocando el rechazo popular, lo cual fue aprovechado por Bernabó Visconti para apoderarse, en 1371, de Reggio y de otros territorios pontificios. Gregorio XI responde enviando una bula de excomunión a Bernabó quien hace comer a los legados que se la comunican el pergamino sobre la que está escrita.
El Papa le declara entonces la guerra en 1372 que fue favorable a Bernabó hasta que Gregorio logró el apoyo del emperador, de la reina de Nápoles, del rey de Hungría y de John Hawkwood, jefe de los mercenarios ingleses que combatían en la Guerra de los Cien Años. Esta coalición de fuerzas obliga a Bernabó a entablar conversaciones de paz logrando la firma, en 1374, de un acuerdo muy favorable mediante el soborno de los legados pontificios.
La crisis en Italia no se soluciona ya que Gregorio mantiene a los obispos franceses en territorio italiano, y los florentinos temerosos de que ello aumente la influencia papal en su zona de influencia, se alían con Bernabó Visconti en 1375 y provocan innumerables insurrecciones en los territorios pontificios. El Papa responde poniendo a Florencia bajo un interdicto, excomulgando a sus habitantes y declarando ilegales sus posesiones. Las pérdidas económicas de los florentinos hacen que busquen la intermediación de Catalina de Siena que viajó a Aviñon para entrevistarse con Gregorio.
Catalina no logró reconciliar a los florentinos con el Papa, pero lo que sí consiguió fue convencer a Gregorio XI para que regresara a Roma y fijase nuevamente en la Ciudad Eterna la sede pontificia. El 17 de enero de 1377, Gregorio XI regresó a Roma, retorno que no puso fin a las hostilidades. Al contrario se agravaron debido a los sucesos de Cesena en los que el cardenal, y futuro antipapa Clemente VII, ordenó masacrar a la población soliviantando de tal modo al pueblo romano que el Papa se vio nuevamente obligado a salir de Roma y volver a Aviñon a finales de mayo de 1377.
Condenó las doctrinas del reformador inglés John Wycliff.
Volvió nuevamente a Roma el 7 de noviembre aunque solo su muerte, el 26 de marzo de 1378, le impedirá un deseado retorno a Aviñón ya que se sentía amenazado en su propio palacio.
Gregorio XI fue el último Papa del periodo aviñonense y el último Papa de nacionalidad francesa de la historia hasta hoy.
El Cautiverio de Babilonia terminó, pero dejaría una grave secuela. En 1378, muerto Gregorio XI, el Colegio Cardenalicio se dividió. Una parte de él cedió a las presiones del pueblo de Roma y eligió como Papa a Urbano VI, pero otra, conformada por cardenales franceses separatistas, eligió a Clemente VII, el cual aprovechó el antecedente del Cautiverio de Babilonia para llevarse el trono pontificio a Aviñón. Esta situación de dos Papas, uno en Roma y otro en Aviñón, fue conocida como el Cisma de Occidente, y duraría hasta 1417.
[1] Nombre que significa: “El que vigila”.
[2] Nombre que en alemán significa “Espada del batallador”.
[3] La caballería feudal.
[4] 722.
[5] 732.
[6] 1071.
[7] La antigua Cistercium romana, localidad próxima a Dijon, Francia.
[8] 1118.
[9] 1119.
[10] 1121.
[11] Moreruela, 1132.
[12] Tratado sobre el Bautismo.
[13] Inocencio II.
[14] Boca de miel.
[15] 1205.
[16] “La partecita”, llamada así porque estaba junto a una construcción mayor.
[17] Se llama tonsura al primero de los grados clericales el cual se confería por mano del obispo como disposición y preparación para recibir el sacramento del orden y cuya ceremonia se ejecutaba cortando una parte del cabello. También se llama tonsura al corte rapado resultante de este rito.
[18] “Averroísmo” es el término aplicado a dos tendencias filosóficas de la escolástica desde finales del siglo XIII, la primera de las cuales estaba basada en las interpretaciones del aristotelismo por el filósofo árabe Averroes, Ibn Rushd, y su intento de conciliarle con el Islam.
[19] 1270.
[20] Los términos güelfos y gibelinos proceden de los términos italianos guelfi y ghibellini, con los que se denominaban las dos facciones que desde el siglo XII apoyaron en Alemania respectivamente a la casa de Baviera: Los Welfen, pronunciado Güelfen y de ahí la palabra “güelfo” y a la casa de los Hohenstaufen de Suabia, señores del castillo de Waiblingen, y de ahí la palabra “gibelino”. La lucha entre ambas facciones tuvo lugar también en Italia desde la segunda mitad del siglo. Su contexto histórico era el conflicto secular entre el Pontificado y el Sacro Imperio Romano Germánico, los dos poderes universales que se disputaban el dominio del mundo.
[21] Güelfos y gibelinos, respectivamente.
[22] Sétima y Octava Cruzadas.
[23] Novena Cruzada.
[24] Turcos del Kharizmio.
[25] Esta la fijaría el Papa Benedicto XII.
[26] El Tribunal de la Rota Romana es ante todo el tribunal de apelación de la Santa Sede. Es el tribunal eclesiástico más alto de la Iglesia católica después del Tribunal Supremo de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica.
Hildebrando[2] Aldobrandeschi nació en la Toscana italiana en 1020 en el seno de una familia de baja extracción social, crece en el ámbito de la Iglesia romana al ser confiado a su tío, abad del monasterio de Santa María en el Aventino, donde hizo los votos monásticos. En el año 1045 es nombrado secretario del Papa Gregorio VI, de quien había sido discípulo, cargo que ocupará hasta 1046 en que acompañará a dicho Papa a su destierro en Colonia tras ser depuesto en un concilio, celebrado en Sutri, acusado de simonía en su elección. En 1046, al fallecer Gregorio VI, Hildebrando ingresa como monje en el monasterio de Cluny, donde tuvo por maestros a dos grandes maestros: Odilón y Hugo, y en donde adquirirá las ideas reformistas que regirán el resto de su vida y que le harán encabezar la conocida Reforma gregoriana.
Ya pensaba pasar el resto de su vida como monje, cuando al ser elegido Papa León XI, que lo estimaba muchísimo, lo hizo irse a Roma y lo nombró ecónomo del Vaticano y Tesorero del Pontífice en 1049, luego es requerido para actuar como legado pontificio, lo que le permitirá conocer los centros de poder de Europa. Actuando como legado se encontraba, en 1056, en la corte alemana, para informar de la elección como Papa de Víctor II cuando este falleció y se eligió como sucesor al antipapa Benedicto X. Hildebrando se opuso a esta elección y logró que se eligiese Papa a Nicolás II. En 1059 es nombrado por Nicolás II, archi-diácono y administrador efectivo de los bienes de la Iglesia, cargo que le llevó a alcanzar tal poder que se llegó a decir que echaba de comer a “su Nicolás como a un asno en el establo” y bajo el pontificado de Alejandro II, Hildebrando se perfiló como uno de los hombres más influyentes de la Curia papal, representante de la corriente reformista.
Durante 25 años se negó a ser Pontífice, pero a la muerte del Papa Alejandro II, mientras Hildebrando dirigía los funerales, fue elegido Papa por aclamación popular el 22 de abril de 1073, lo que supuso una transgresión de la legalidad establecida, en 1059, por el concilio de Melfi que decretó que en la elección papal solo podía intervenir el colegio cardenalicio, nunca el pueblo romano. Hildebrando quiso subir a la tarima para decirles que no aceptaba, pero se le anticipó un obispo, el cual con sus elocuentes elogios convenció a los presentes de que por el momento no había otro mejor preparado para ser elegido Sumo Pontífice. El pueblo se apoderó de él casi a la fuerza y lo entronizó en el sillón reservado al Papa. Y luego los cardenales confirmaron su nombramiento diciendo: “San Pedro ha escogido a Hildebrando para que sea Papa”. El 30 de junio de 1073 obstante obtuvo la consagración episcopal. Desde entonces se consagró a la que se conoce como “reforma gregoriana”: Un esfuerzo por elevar el nivel moral del clero, al mismo tiempo que trataba de encuadrar mejor a los fieles, defender la independencia del Papado frente a las restantes monarquías y reforzar la supremacía de la autoridad romana sobre las iglesias nacionales occidentales después del gran cisma que había protagonizado la Iglesia de Oriente en 1054.
Todos estos objetivos eran los que venían defendiendo los reformistas católicos desde que los propusiera León IX, pero Gregorio se distinguió por la obsesión y la energía con que los defendió. Fue él quien, en el Concilio de Roma de 1074, proclamó el celibato de los eclesiásticos que todavía perdura en la Iglesia católica. Continuó la lucha de sus predecesores contra la simonía, prohibiendo a los laicos conceder cargos eclesiásticos, en la línea de Nicolás II, que había decretado en 1059 la elección del Papa por los cardenales, sin intervención del emperador ni la nobleza romana. Destituyó l arzobispo de Milán pues lo habían nombrado para ese cargo porque había pagado mucho dinero.
En 1075, Gregorio VII publica el Dictatus Papae, veintisiete sentencias donde Gregorio expresa sus ideas sobre cuál ha de ser el papel del Pontífice en su relación con los poderes temporales, especialmente con el emperador del Sacro Imperio. Estas ideas son:
a. Que la iglesia romana fue fundada solo por Dios.
b. Que solamente el pontífice romano tiene derecho a ser llamado universal.
c. Que solo él puede deponer o reintegrar a obispos.
d. Que en un Concilio, su legado, aunque tenga un rango inferior, es sobre todos los obispos, y puede dictar sentencia de deposición contra ellos.
e. Que el Papa puede deponer a los ausentes.
f. Que, entre otras cosas, nosotros no debemos permanecer en la misma casa con aquellos excomulgados por él.
g. Que solamente para él es lícito, según las necesidades de la época, el formular leyes nuevas, reunir congregaciones nuevas, fundar una abadía de canonjía; y, por otro lado, dividir un obispado que sea rico y unir los que sean pobres.
h. Que solamente él puede usar la insignia imperial.
i. Que todos los príncipes besarán los pies del Papa.
j. Que solo en su nombre se hablará en las iglesias.
k. Que este es el único nombre en el mundo.
l. Que le es permitido deponer a emperadores.
m. Que le es permitido transferir a obispos de ser necesario.
n. Que él tiene el poder de ordenar a un clérigo de cualquier iglesia que le plazca.
o. Que aquél que es ordenado por él puede presidir sobre otra iglesia, pero no puede tener una posición subordinada; y que tal persona no puede recibir un rango más alto de ningún obispo.
p. Que ningún sínodo se denominará general sin su orden.
q. Que ningún capítulo y ningún libro se considerarán canónicos sin su autoridad.
r. Que toda sentencia dictada por él no puede ser retractada por nadie; y que solo él mismo, de forma exclusiva, la puede retractar.
s. Que él mismo puede no ser juzgado por nadie.
t. Que nadie se atreverá condenar a uno que apele a la silla apostólica.
u. Que a ésta se deben referir los casos más importantes de cada iglesia.
v. Que la iglesia romana nunca ha errado; ni errará por toda la eternidad, según el testimonio de las Escrituras.
w. Que el pontífice romano, si ha sido ordenado canónicamente, es hecho indudablemente a un santo por los méritos de Pedro; Enodio, según el testimonio del obispo de Pavia, y de muchos padres santos que concuerdan con él, según lo contienen los decretos del Papa Símaco.
x. Que, por su orden y consentimiento, puede ser lícito para subalternos el presentar acusaciones.
y. Que él puede deponer y reintegrar a obispos sin convocar un sínodo.
z. Que aquél que no está en paz con la Iglesia romana no será considerado católico.
aa. Que él puede librar a los sujetos de su lealtad hacia hombres malvados.
Estos decretos produjeron una verdadera revolución. Todos los que habían sido nombrados obispos o párrocos, superiores de comunidades por los gobernantes civiles al ver que iban a perder sus cargos que les proporcionaban buenas rentas y muchos honores y poder ante las gentes, protestaron y declararon que no obedecerían al Pontífice. Estas pretensiones papales llevaban claramente a un enfrentamiento con el emperador alemán en la disputa conocida como “Querella de las Investiduras” que inicia cuando, en un Sínodo celebrado en 1075 en Roma, Gregorio VII renueva la prohibición de la investidura por laicos.
Esta prohibición no fue admitida por Enrique IV de Alemania que ganaba mucho dinero nombrando obispos y párrocos, que siguió nombrando obispos. El detonante para el desencadenamiento de las hostilidades se produjo con motivo de la disputa para cubrir en 1075 el obispado de Milán. Frente al candidato romano Atón, el monarca alemán elevó el subdiácono Teobaldo. Las protestas papales sirvieron de poco: Un Sínodo de obispos reunido por Enrique IV en Worms repudió la actuación de Gregorio VII. El monarca alemán envió una carta al “falso monje” Hildebrando exhortándole en su final a abdicar:
“Enrique, no por usurpación, sino por ordenación de Dios rey, a Hildebrando, que ya no es Papa, sino falso monje.
Este saludo es el que tú has merecido para tu confusión, porque no has honrado ningún orden en la Iglesia, sino que has llevado la injuria en vez del honor; la maldición, en vez de la bendición. Pues para no decir sino pocas e importantes cosas de las muchas que has hecho, no solo no has vacilado en avasallar a los rectores de la Santa Iglesia, como son los arzobispos, los obispos, los presbíteros, ungidos del Señor, sino que los has pisoteado como siervos que no saben lo que su señor haga de ellos. Al pisotearlos te has proporcionado el aplauso del vulgo. Has creído que ninguno de esos sabe nada y que solo tú lo sabes todo, pero has procurado usar esa ciencia no para edificación, sino para destrucción; de suerte que lo que dice aquel beato Gregorio, cuyo nombre has usurpado, creemos que lo profetizó sobre ti: “La afluencia de súbditos exalta el ánimo de los prepuestos, que estiman saber más que todos, cuando ven que pueden más que todos”. Y nosotros hemos aguantado todo esto intentando mantener el honor de la sede apostólica. Pero tú entendiste que nuestra humildad era temor y no vacilaste en alzarte contra la misma potestad regia concedida por Dios a nosotros y te has atrevido a amenazarnos con quitárnosla; como si nosotros hubiésemos recibido de ti el reino, como si el reino y el imperio estuviesen en tu mano y no en la mano de Dios. El cual Señor nuestro Jesucristo nos ha llamado al reino, pero no te ha llamado a ti al sacerdocio. Tú, en efecto, has ascendido por los grados siguientes: por la astucia, aun cuando es contraria a la profesión monacal, has obtenido dinero; por dinero has obtenido merced; por merced, hierro; por hierro, la sede de la paz, y desde la sede de la paz has perturbado la paz armando a los súbditos contra los prepuestos; enseñándoles a despreciar a los obispos nuestros, llamados por Dios, tú que no has sido llamado por Dios; tú has arrebatado a los sacerdotes su ministerio y lo has puesto en manos de los laicos para que depongan o condenen a aquellos que ellos mismos habían recibido de la mano de Dios por imposición de manos episcopales para enseñarles. A mí mismo, que aunque indigno he sido ungido entre los cristianos para reinar, me has acometido; a mí, que según la tradición de los Santos Padres solo puedo ser juzgado por Dios y no puedo ser depuesto por otro crimen que por el de apartarme de la fe, lo que está muy lejos de mí. Pues ni a Juliano el Apóstata la prudencia de los Santos Padres se atrevió a deponerlo, sino que dejó a Dios solo esta misión. El verdadero Papa, el beato Pedro, exclama: “Temed a Dios y honrad al rey”. Pero tú, que no temes a Dios, me deshonras a mí, que he sido constituido por Dios. Por eso el beato Pablo, en donde no exceptúa al ángel del cielo si predicase otra cosa, no te ha exceptuado a ti, que en la tierra predicas otra cosa. Pues dice: “Si alguien, yo, o un ángel del cielo, os predicase otra cosa de la que os ha sido predicada, sea anatema”. Pero tú, condenado por este anatema y por el juicio de todos nuestros obispos y por el nuestro también, desciende y abandona la sede apostólica que te has apropiado; solo debe ascender a la sede de San Pedro quien no oculte violencia de guerra tras la religión y solo enseñe la sana doctrina del beato Pedro.
Yo, Enrique, por la gracia de Dios rey, con todos nuestros obispos te decimos: desciende, desciende, tú que estás condenado por los siglos de los siglos”.
Esta carta causó que el Papa intentara intimidarle mediante la amenaza de excomunión y de deposición como emperador.
Enrique reacciona, en enero de 1076, celebrando un Sínodo de Worms donde depone al Papa. La excomunión lanzada por Gregorio sobre Enrique significaba que sus súbditos quedaban libres de prestarle vasallaje y obediencia. Esto produjo un efecto fulminante. En todo el imperio se levantó una revolución contra Enrique, por lo que el emperador temiendo un levantamiento de los príncipes alemanes, que habían acudido a Augsburgo para reunirse en una dieta con el Papa, decide ir al encuentro de Gregorio y pedirle la absolución.
El encuentro entre Papa y Emperador tiene lugar en Canossa, concretamente en el castillo Stammburg, una imponente fortaleza de los Apeninos, propiedad de la condesa Matilde de Tuscia. Enrique no se presentó como rey, sino como penitente sabiendo que con ello, el pontífice en su calidad de sacerdote no podría negarle el perdón. Enrique IV estuvo por tres días en las puertas, entre la nieve, suplicando que el Sumo Pontífice lo recibiera y lo perdonara. El abad Hugo de Cluny y la condesa Matilde de Toscana, ferviente aliada del Papa, actuaron como mediadores. El 28 de enero de 1077, Gregorio VII absolvió a Enrique IV de la excomunión a cambio de que se celebrara una Dieta en la que se debatiría la problemática de las investiduras eclesiásticas. Sin embargo Enrique demora en el tiempo la celebración de la prometida Dieta por lo que Gregorio VII lanza contra el emperador una segunda condena de excomunión, lo depone y procede a reconocer como nuevo rey a Rodolfo, duque de Suabia. Enrique, sin embargo, contaba aún con partidarios dentro del Imperio y la guerra civil se hizo inevitable. Gregorio VII perdió sodas las bazas políticas ganadas en los meses anteriores al mantener una postura indecisa entre los dos contendientes.
Esta segunda excomunión no obtuvo los efectos de la primera ya que los obispos alemanes y lombardos apoyaron a Enrique quien, en un Sínodo celebrado en Brixen en 1080, proclama nuevo Papa al arzobispo Guiberto de Ravena que fue elegido con el nombre de Clemente III. Rodolfo de Suabia era derrotado y muerto en el Elster y Enrique, sintiéndose fuerte, marcha al frente de su ejército sobre Roma que le abre sus puertas en 1084. Se celebra entonces un Sínodo en el que se decreta la deposición y excomunión de Gregorio VII y se confirma al antipapa Clemente III quien procedió a coronar como emperadores a Enrique IV y a su esposa Berta. Este fue un hecho de escaso valor ya que pronto hubo de retornar a Alemania a enfrentarse con otro rival, Hermann de Luxemburgo, elevado al poder por la facción política anti-enriquista.
La guerra de panfletos cobró a partir de entonces una extraordinaria aspereza. Los partidarios del monarca alemán acusaron a Gregorio de los peores crímenes a la par que ensalzaban los derechos del soberano a quien consideraban Vicario de Cristo y provisto de todos los derechos para mediatizar la elección del Papa. De la otra parte, gregorianos furibundos como Bonizon de Sutri, Anselmo de Lucca o el cardenal Deusdedit se revolvieron contra las pretensiones imperiales invocando ásperamente la legislación publicada por los Pontífices en los últimos años.
El último choque entre Enrique IV y Gregorio VII se inició en 1084. Apoyado en un gran ejército el monarca consiguió entrar esta vez en Roma acompañado de nuevo por el antipapa Clemente III. Gregorio VII se refugió en el Castillo Sant'Angelo esperando la ayuda de sus aliados normandos capitaneados por Roberto Guiscardo, que lo sacó de allí y lo hizo salir de la ciudad. La llegada de los normandos obliga a Enrique IV a abandonar Roma, que es sometida a saqueo e incendiada por los ejércitos normandos, acción que desencadenó el levantamiento de los romanos contra Gregorio que se vio obligado a retirarse a la ciudad de Salerno, donde nueve años antes, en la vigilia de Navidad del 1075, cuando estaba celebrando la Misa, un puñado de hombres se precipitó sobre él, le arrastraron por los cabellos, le molieron a golpes y, después de colmarlo de injurias, lo abandonaron en una mazmorra de aquella antigua fortaleza. Al día siguiente, sin embargo, horrorizado el pueblo por tanta violencia, corrió en su socorro, forzó las puertas de su prisión y lo llevaron en triunfo hasta Santa María la Mayor, donde pudo acabar su Misa, tan brutalmente interrumpida.
Ahora, en cambio, Roma parecía haberse olvidado de él y no pensaba más que en festejar, ruidosamente, a su sucesor. En cambio el conde normando Roberto Guiscardo no podía olvidar lo que debía a aquel hombre. El normando, pues, subió hacia Roma, y en mayo le ganó la ciudad a Enrique IV y se la entregó a Gregorio VII y, para castigar la inconstancia de los romanos, permitió que la Urbe fuera saqueada. Aquella acción sirvió para que el Papa perdiera definitivamente los pocos simpatizantes que le quedaban. De modo que mientras el emperador se replegaba hacia el norte para escapar de los normandos, Gregorio VII tuvo que huir hacia el sur para eludir la cólera de los romanos, retirándose a Monte Casino y de allí a Salerno desde donde, de manera pertinaz, siguió su particular lucha contra el emperador y su antipapa.
Todavía vivió un año en Salerno, abandonado de todos y donde fallecía el 25 de mayo de 1085. La confusión reinó en los meses inmediatos a la muerte de Gregorio VII entre sus partidarios. Su sucesor, Víctor III gobernó solo seis meses. A su desaparición los cardenales optaron por Eudes de Chatillon, obispo de Ostia que tomó el nombre de Urbano II. En sus manos se garantizó la continuidad de una nueva reforma.
La disputa sobre las investiduras finalizó mediante el Concordato de Worms, en 1122, que distinguió la investidura eclesiástica de la feudal.
2. Las Cruzadas.
Las Cruzadas, el hecho de dar un significado religioso a las luchas que, durante toda la Edad Media, se daban entre príncipes cristianos y musulmanes, significaron de alguna forma la internacionalización de la guerra. La primera acción basada en la idea de Cruzada ocurrió en la España de la Reconquista. Alfonso VI de Castilla, tras su aplastante derrota en Sagrajas frente a los Almorávides, pide ayuda a caballeros extranjeros para resistir en Toledo y la frontera del Tajo los continuos ataques musulmanes.
Los orígenes de las Cruzadas nacieron de un sentimiento espontáneo de peregrinos cristianos que visitaban los Santos Lugares. Estos iban cada vez más en grupos armados, pese a que los árabes, muy tolerantes, no les oponían ningún obstáculo. Este sentimiento fue aprovechado por el Papa Urbano II, que predicó la primera Cruzada en 1095, con la finalidad de desviar las actividades conflictivas de los señores feudales.
La consolidación del sistema feudal en Europa occidental tras la caída del Imperio Carolingio, combinada con la relativa estabilidad de las fronteras europeas tras la cristianización de los vikingos y magiares, había supuesto el nacimiento de una nueva clase de guerreros[3] que se encontraban en continuas luchas internas, suscitadas por la violencia estructural inherente al propio sistema económico, social y político.
Además, de esta forma se permitía hacer una exhibición de fuerza ante su debilitado enemigo, la Iglesia Ortodoxa de Oriente, al enviar mercenarios a la defensa del Imperio Bizantino. Tuvo un éxito extraordinario, miles de caballeros cruzados de toda Europa se agruparon en Constantinopla y conquistaron Jerusalén, y se crearon órdenes militares que lo mantuvieron durante casi cien años.
Por otra parte, a comienzos del siglo VIII, el califato de los Omeyas había logrado conquistar de forma muy rápida Egipto y Siria de manos del cristiano Imperio Bizantino, así como el norte de África. Las conquistas se habían extendido hasta la península Ibérica, acabando con el reino visigodo. Desde el mismo siglo VIII se pone freno en Occidente a esa expansión, con las batallas de Covadonga[4] y de Poitiers[5] , y el establecimiento de los reinos cristianos del norte peninsular y del Imperio Carolingio, en lo que supusieron los primeros esfuerzos cristianos por recapturar territorios perdidos frente a los musulmanes, y que se expresarían ideológicamente a partir del corpus cronístico astur-leonés en lo que más tarde se denominó Reconquista Española. A partir del siglo XII tuvo factores comunes con las cruzadas orientales: Bulas papales, órdenes militares, presencia de cruzados europeos.
El factor desencadenante más visible que contribuyó al cambio de la actitud occidental frente a los musulmanes de oriente ocurrió en el año 1009, cuando el califa fatimí Huséin al-Hakim Bi-Amrillah ordenó destruir la Iglesia del Santo Sepulcro.
Otros reinos musulmanes que emergieron tras el colapso de los Omeya, como la dinastía aglabí, habían invadido Italia en el siglo IX. El estado que surgió en esa región, debilitado por las luchas dinásticas internas, se convirtió en una presa fácil para los normandos que capturaron Sicilia en 1091. Pisa, Génova y el Reino de Aragón comenzaron a luchar contra los reinos musulmanes en la búsqueda del control del mar Mediterráneo, ejemplos de lo cual podemos encontrar en la campaña Mahdia y en las batallas que tuvieron lugar en Mallorca y en Cerdeña.
La idea de la Guerra Santa contra los musulmanes finalmente caló en la población y resultó una idea atractiva para los poderes tanto religiosos como seculares de la Edad Media europea, así como para el público en general. En parte, esta situación se vio favorecida por los éxitos militares de los reinos europeos en el Mediterráneo. A la vez, surgió una nueva concepción política que englobaba a la Cristiandad en su conjunto, lo cual suponía la unión de los distintos reinos cristianos por primera vez y bajo la guía espiritual del papado y la creación de un ejército cristiano que luchase contra los musulmanes. Muchas de las tierras islámicas habían sido anteriormente cristianas, y sobre todo aquellas que habían formado parte del Imperio Romano tanto de oriente como de occidente: Siria, Egipto, el resto del Norte de África, Hispania, Chipre y Judea. Por último, la ciudad de Jerusalén, junto con el resto de tierras que la rodeaban y que incluían los lugares en los cuales Cristo había vivido y muerto, era especialmente sagrada para los cristianos.
3. La Primera Cruzada.
La Primera Cruzada inició el complejo fenómeno histórico de campañas militares, peregrinaciones armadas y expansión colonial en Oriente Próximo que convulsionó esta región durante los siglos XI y XIII y que es denominado por la historiografía como las Cruzadas.
Es importante aclarar que la Primera Cruzada no supuso el primer caso de Guerra Santa entre cristianos y musulmanes inspirada por el Papado. Ya durante el papado de Alejandro II, éste predicó la guerra contra el infiel musulmán en dos ocasiones. La primera ocasión fue durante la guerra de los normandos en su conquista de Sicilia, en 1061, y el segundo caso se enmarcó dentro de las guerras de la Reconquista española, en la batalla de Barbastro de 1064. En ambos casos el Papa ofreció la Indulgencia a los cristianos que participaran.
En 1074, el papa Gregorio VII llamó a los “soldados de Cristo” para que fuesen en ayuda del Imperio Bizantino. Éste había sufrido una dura derrota en la batalla de Mantzikert[6] a manos de los turcos selyúcidas que abrió las puertas de Anatolia a los turcos, que establecieron varios sultanatos en la península. La conquista de Anatolia había cerrado las rutas terrestres a los peregrinos que se dirigían a Jerusalén. Su llamada, si bien fue ampliamente ignorada e incluso recibió bastante oposición, junto con el gran número de peregrinos que viajaban a Tierra Santa durante el siglo XI, sirvió para enfocar gran parte de la atención de occidente en los acontecimientos de oriente. Algunos monjes como Pedro de Amiens el Ermitaño o Walter el indigente, que se dedicaron a predicar los abusos musulmanes frente a los peregrinos que viajaban a Jerusalén y otros lugares sagrados de oriente, instigaron todavía más el fuego de las cruzadas.
Hacia el este, el vecino más cercano de la cristiandad occidental era la cristiandad oriental: El Imperio Bizantino, un imperio cristiano que desde el Cisma de Oriente de 1054 había roto explícitamente sus vínculos con el Papa de Roma, cuya autoridad dejó de reconocerse, de hecho, nunca se había aceptado más que como la de un igual junto a los patriarcas. Sutiles diferencias dogmáticas permitieron definir la oposición entre la Iglesia Católica occidental y la Iglesia Ortodoxa oriental. Las últimas derrotas militares del Imperio Bizantino frente a sus vecinos habían provocado una profunda inestabilidad que solo se solucionaría con el ascenso al poder del general Alejo I Comneno como emperador. Bajo su reinado, el imperio estaba confinado en Europa y la costa oeste de Anatolia y se enfrentaba a muchos enemigos, con los normandos al oeste y los selyúcidas al este. Más hacia el este, Anatolia, Siria, Palestina y Egipto se encontraban bajo el control musulmán, aunque hasta cierto punto fragmentadas por cuestiones culturales en la época de la Primera Cruzada. Este hecho contribuyó al éxito de esta campaña.
Anatolia y Siria se encontraban bajo el control de los selyúcidas suníes, que antiguamente habían formado un gran imperio, pero que en ese momento estaban divididos en estados más pequeños. El sultán Alp Arslan había derrotado al Imperio Bizantino en la Batalla de Manzikert, y había logrado incorporar gran parte de Anatolia al imperio. Sin embargo, el imperio se dividió tras su muerte al año siguiente. Malik Shah I sucedió a Alp Arslan y continuaría reinando hasta 1092, periodo en el que el imperio selyúcida se enfrentaría a la rebelión interna. En el Sultanato de Rüm, en Anatolia, Malik Shah I sería sucedido por Kilij Arslan I, y en Siria por su hermano Tutush I, que murió en 1095. Los hijos de este último, Radwan y Duqaq, heredaron Alepo y Damasco respectivamente, dividiendo Siria todavía más entre distintos emires enfrentados entre ellos y enfrentados también con Kerbogha, el atabeg de Mosul. Todos estos estados estaban más preocupados en mantener sus propios territorios y en controlar los de sus vecinos que en cooperar entre ellos para hacer frente a la amenaza cruzada.
En otros lugares de lo que nominalmente era territorio selyúcida se había consolidado también la dinastía artúquida. En particular, esta nueva dinastía controlaba el noroeste de Siria y el norte de Mesopotamia, y también controló Jerusalén hasta 1098. Al este de Anatolia y al norte de Siria se fundó un nuevo estado, gobernado por la que se conocería como la dinastía de los danisméndidas por haber sido fundada por un mercenario selyúcida conocido como Danishmend. Los cruzados no llegaron a tener ningún contacto significativo con estos grupos hasta después de la Cruzada. Por último, también hay que tener en cuenta a los nizaríes, que por entonces estaban comenzando a tener cierta relevancia en los asuntos sirios.
Mientras que la región de Palestina estuvo bajo dominio persa y durante la primera época islamista, los peregrinos cristianos fueron, en general, tratados correctamente. Uno de los primeros gobernantes islámicos, el califa Umar ibn al-Jattab, permitía a los cristianos llevar a cabo todos sus rituales salvo cualquier tipo de celebración en público. Sin embargo, a comienzos del siglo XI, el califa fatimí Huséin al-Hakim Bi-Amrillah comenzó a perseguir a los cristianos en Palestina, persecución que llevaría, en 1009, a la destrucción del templo más sagrado para ellos: La Iglesia del Santo Sepulcro. Más adelante suavizó las medidas contra los cristianos y, en lugar de perseguirles, creó un impuesto para todos los peregrinos de esa confesión que quisiesen entrar en Jerusalén. Sin embargo, lo peor estaba todavía por llegar: Un grupo de musulmanes turcos, los selyúcidas, muy poderosos, agresivos y fundamentalistas en cuanto a la interpretación y cumplimiento de los preceptos del Islam, comenzó su ascenso al poder. Los selyúcidas veían a los peregrinos cristianos como contaminadores de la fe, por lo que decidieron terminar con ellos. En ese momento comenzaron a surgir historias llenas de barbarie sobre el trato a los peregrinos, que fueron pasando de boca en boca hasta la cristiandad occidental. Estas historias, no obstante, en lugar de disuadir a los peregrinos, hicieron que el viaje a Tierra Santa se tiñese de un aura mucho más sagrada de la que ya tenía con anterioridad.
Egipto y buena parte de Palestina se encontraban bajo el control del califato fatimí, de origen árabe y de la rama chií del Islam. Su imperio era significativamente más pequeño desde la llegada de los selyúcidas, y Alejo I llegó incluso a aconsejar a los cruzados que trabajasen conjuntamente con los fatimíes para enfrentarse a su enemigo común, los selyúcidas. Por entonces, el califato fatimí era gobernado por el califa al-Musta'li, aunque el poder real estaba en manos del visir al-Afdal Shahanshah, y tras haber perdido la ciudad de Jerusalén frente a los selyúcidas en 1076, la habían recapturado de manos de los artúquidas en 1098, cuando los cruzados ya estaban en marcha. Los fatimíes, en un principio, no consideraron a los cruzados como una amenaza, puesto que pensaron que habían sido enviados por los bizantinos, y que se contentarían con la captura de Siria, y dejarían Palestina tranquila. No enviaron un ejército contra los cruzados hasta que éstos no llegaron a Jerusalén.
En marzo de 1095, Alejo I envió mensajeros al Concilio de Piacenza para solicitar al papa Urbano II ayuda frente a los turcos. La solicitud del emperador se encontró con una respuesta favorable de Urbano, que esperaba reparar el Gran Cisma de Oriente y Occidente, que había ocurrido cuarenta años antes, y reunificar a la Iglesia bajo el mando del Papado como “obispo jefe y prelado en todo el mundo”, mediante la ayuda a las iglesias orientales en un momento de necesidad.
Al Concilio de Piacenza, que permitió asentar la autoridad papal en Italia en un periodo de crisis, asistieron unos 3000 clérigos y aproximadamente 30.000 laicos, así como embajadores bizantinos que imploraban toda “la ayuda de la cristiandad contra los no creyentes”. Habiendo asegurado su autoridad en Italia, el Papa se encontraba libre para concentrarse en la preparación de la Cruzada que le habían pedido los embajadores orientales. Urbano también sabía que Italia no iba a ser la tierra que se despertase a una explosión de entusiasmo religioso a las convocatorias de un Papa que, además, tenía un título discutido. Sus intenciones de persuadir a muchos para prometer, mediante juramento, ayudar al emperador lo más fielmente posible y tan lejos como pudieran contra los paganos no llegaron a muchos.
En el Concilio de Clermont, que se reunió en el corazón de Francia el 27 de noviembre de 1095, el Papa Urbano pronunció un inspirado sermón frente a una gran audiencia de nobles y clérigos franceses. Hizo un llamamiento a su audiencia para que arrebatasen el control de Jerusalén de las manos de los musulmanes y, para enfatizar su llamamiento, explicó que Francia sufría sobrepoblación, y que la tierra de Canaán se encontraba a su disposición rebosante de leche y de miel. Habló de los problemas de la violencia entre los nobles y que la solución era girarse para ofrecer la espada al servicio de Dios: “Haced que los ladrones se vuelvan caballeros”. Habló de las recompensas tanto terrenales como espirituales, ofreciendo el perdón de los pecados a todo aquel que muriese en la misión divina. Urbano hizo esta promesa investido de la legitimidad espiritual que le daba el cargo papal, y la multitud se dejó llevar en el frenesí religioso y en el entusiasmo por la misión interrumpiendo su discurso con gritos de: “¡Dios lo quiere!” que habría de convertirse en el lema de la Primera Cruzada.
El sermón pronunciado por Urbano se encuentra entre los discursos más importantes de la historia europea. Existen muchas versiones de su discurso en distintos escritos, pero es difícil saber con exactitud sus verdaderas palabras puesto que todos esos escritos proceden de épocas en las que Jerusalén ya había sido capturada. Por ese motivo, no es posible distinguir con claridad entre los hechos verídicos y aquellos que fueron recreados a la luz del resultado exitoso de la cruzada. En cualquier caso, lo que sí está claro es que la respuesta al discurso fue mucho más amplia de la que se esperaba. Durante los años 1095 y 1096, Urbano extendió el mensaje a lo largo y ancho de Francia, mientras que urgía a sus obispos y legados para que extendiesen sus palabras por cualquier otro rincón de Francia, así como de Alemania y de Italia. Urbano intentó prohibir a ciertas personas, incluyendo a mujeres, monjes y enfermos, que se unieran a la cruzada, pero se encontró con que esto era imposible.
Para entender el éxito de la convocatoria a la Primera Cruzada, debe tenerse en cuenta también la situación en la que se encontraban por aquel entonces los miembros de la nobleza europea. Su estilo de vida, guerreando continuamente unos contra otros, y enfrentados de forma más o menos habitual con diversas instituciones eclesiásticas, con las que por otra parte estaban estrechamente vinculados, dada la común condición privilegiada de ambos estamentos y la identidad familiar entre alto clero y nobleza, suponía para ellos una amenaza espiritual muy seria, pues todos se veían en mayor o menor medida incursos en comportamientos que la Iglesia calificaba de pecados castigados con las penas eternas del infierno, y que en ocasiones acarreaban la más inmediata y visible pena terrenal de la excomunión, equivalente a la muerte civil. La Cruzada significaba para ellos una vía de salvación a través de una actividad que conocían y dominaban: La guerra.
Finalmente, la mayoría de los que contestaron a su llamada no eran caballeros, sino campesinos sin riquezas y con muy poca preparación militar. Por otra parte, era en este público en el que más calaba un mensaje que no sólo les ofrecía la redención de sus pecados, sino que también les aportaba una forma de escapar a una vida llena de privaciones, en lo que acabaría siendo una explosión de fe que no fue fácilmente manejable para la aristocracia.
De frutos de esta explosión de fe, muchos abandonaron sus posesiones y se pusieron en marcha hacia Oriente. A los nobles, la Iglesia les prometía que sus bienes serían respetados hasta su vuelta, si bien, para armar un ejército, muchos de los cruzados poderosos, así llamados por la cruz que se tejían en sus vestiduras, tuvieron efectivamente que liquidar sus bienes y prepararse para un viaje sin retorno. Mucha gente humilde, en cambio, se limitó a ponerse en marcha, llevando consigo a sus familias y todas sus escasas posesiones. Éstos fueron los primeros en partir.
La Primera Cruzada supuso políticamente la constitución de los Estados Latinos de Oriente y la recuperación para el Imperio Bizantino de algunos territorios, a la vez que significó un punto de inflexión en la historia de las relaciones entre las sociedades del área mediterránea, marcado por un periodo de expansión del poder del mundo occidental y por el uso del fanatismo religioso para la guerra. También permitieron aumentar el prestigio del Papado, y el resurgir, tras la caída del Imperio Romano, del comercio internacional y del incremento de los intercambios que favorecieron la revitalización económica y cultural del mundo medieval.
Simultáneamente a Urbano II, varios predicadores, entre los que destaca Pedro el Ermitaño, consiguieron inflamar a una gran multitud de gente humilde, entre ellos campesinos y artesanos, además de siervos que, aunque el papa Urbano había planeado la partida de la cruzada para el 15 de agosto de 1096 coincidiendo con la festividad de la Asunción de María, se puso en marcha antes de dicha fecha formando un ejército desorganizado y mal provisto formado por campesinos y pequeños nobles bajo la dirección de Pedro el Ermitaño con la intención de conquistar Jerusalén por su cuenta.
Dirigidos por los predicadores, la respuesta de la población superó todas las expectativas: Si bien Urbano había contado con la adhesión a la cruzada de unos pocos miles de caballeros, se encontró con una verdadera migración de unos 40.000 cruzados, si bien dichas cifras estaban compuestas en su mayor parte por soldados sin experiencia, mujeres y niños.
Sin tener ningún tipo de disciplina militar, y cuando se encontraban en lo que a los cruzados probablemente les parecía una tierra extraña: Europa del Este, pronto se vieron en problemas, todavía en territorio cristiano. El problema principal era el del aprovisionamiento, así como el cultural: La gente necesitaba comida, y esperaban que las ciudades en las que se hospedasen se la diesen o, al menos, se la vendiesen a precios razonables. Desgraciadamente, los locales no siempre estaban de acuerdo, lo cual llevó al estallido de la violencia. Los seguidores de Pedro el Ermitaño se dedicaron a saquear los territorios por los que iban pasando a lo largo del Danubio, y fueron atacados por los húngaros, los búlgaros, e incluso por el ejército bizantino acampado cerca de Niš. En el difícil trayecto murieron unas diez mil personas, cerca de un cuarto de las tropas iniciales de Pedro, si bien el resto llegó a Constantinopla en agosto en relativas buenas condiciones. Una vez ahí volvieron a surgir tensiones debidas a las diferencias culturales y religiosas y a las reticencias a repartir provisiones entre un número tan grande de personas. Para complicar aún más las cosas, los seguidores de Pedro se unieron a otros cruzados provenientes de Francia e Italia. Finalmente, el emperador Alejo Comneno decidió embarcar rápidamente a los 30 000 cruzados para que cruzaran el Bósforo, quitándose cuanto antes ese problema de encima.
Tras cruzar a Asia Menor, los cruzados comenzaron a discutir entre ellos y el ejército se dividió en dos partidas separadas. Desde allí, la multitud se internó en territorio turco, consiguiendo una victoria inicial, pero descuidando absolutamente la retaguardia. La experiencia militar de los turcos era demasiado para el inexperto ejército cruzado, sin conocimientos prácticos en el arte de la guerra. Finalmente, fueron masacrados y esclavizados fácilmente poco después de haberse internado en territorio selyúcida. Pedro el Ermitaño consiguió volver a Bizancio y unirse a la Cruzada de los príncipes. Otro ejército de bohemios y sajones no logró atravesar Hungría antes de desbandarse.
El fracaso de la cruzada de los pobres no sería más que el preámbulo de lo que se identifica habitualmente como Primera Cruzada, que es conocida también como la Cruzada de los barones. Mucho más organizada que la anterior, la cruzada de los barones estaba compuesta por miembros de la nobleza feudal y se dividieron en cuatro grupos principales según su origen que utilizaron distintas rutas para llegar a Constantinopla.
El primer grupo, compuesto por caballeros de origen lorenés y flamenco, estaba comandado por Godofredo de Bouillón junto con sus hermanos Balduino y Eustaquio y se dirigió a Constantinopla a través de Alemania y Hungría.
El segundo grupo estaba compuesto por caballeros normandos septentrionales comandados por Hugo de Vermandois, hermano del rey Felipe I de Francia y que llevaba el estandarte papal, Estéfano II de Blois, cuñado del rey Guillermo II de Inglaterra, por el conde Roberto II de Flandes y por Roberto II de Normandía y se dirigió a Constantinopla vía marítima partiendo desde Bari.
El tercer grupo lo componían los caballeros normandos meridionales a cuyo frente se encontraba Bohemundo de Tarento junto con su sobrino Tancredo que tras reunirse con los normandos septentrionales partieron juntos hacia Constantinopla.
El cuarto grupo estaba compuesto por caballeros occitanos dirigidos por Raimundo de Tolosa y a quien acompañaba Ademar de Le Puy, legado pontificio y jefe espiritual de la expedición. Este contingente se dirigió a Constantinopla atravesando Eslovenia y Dalmacia.
En total, el ejército cruzado estaba compuesto por entre 30 000 y 35 000 cruzados, incluyendo a unos 5 000 caballeros. Raimundo de Tolosa era el líder del contingente más numeroso, compuesto por unos 8 500 hombres de infantería y 1200 de caballería.
Los distintos grupos de cruzados llegaron a Constantinopla con pocas provisiones, esperando recibir ayuda de Alejo I. Alejo, por su parte, se encontraba en una situación difícil. Tras la dudosa experiencia vivida con la anterior cruzada de los pobres, y teniendo en cuenta que Bohemundo de Tarento era un antiguo enemigo suyo normando, no sabía hasta qué punto podía fiarse de los supuestos aliados cristianos venidos de occidente. Por otro lado, Alejo seguía teniendo esperanzas de conseguir controlar a este grupo de cruzados, y parece que incluso contemplaba la posibilidad de usarles como agentes del imperio bizantino para recuperar tierras perdidas. Dada la situación, Alejo llegó a un acuerdo con los cruzados: En intercambio por la comida y los suministros, Alejo exigía que los cruzados le jurasen lealtad, y que prometiesen devolver al Imperio Bizantino todo el terreno que recuperasen de los turcos. Los cruzados, sin agua ni comida, no tuvieron otra opción que aceptar tomar el juramento, aunque no sin antes haber asumido todas las partes una serie de compromisos, y después de que casi se hubiese desatado un conflicto militar en la propia ciudad en un combate abierto con los akritai del emperador. Solo el príncipe Raimundo evitó el juramento, ofreciendo a Alejo que liderara la cruzada en persona. Alejo rechazó la oferta, aunque los dos personajes se convirtieron en aliados a raíz de la desconfianza que ambos tenían en Bohemundo.
Alejo llegó al acuerdo con los cruzados de enviar un contingente militar bajo el mando del general Tatikios, curiosamente de origen turco, para acompañar a los cruzados a lo largo de Asia Menor. Su primer objetivo sería Nicea, una antigua ciudad del Imperio Bizantino que ahora era la capital del Sultanato de Rüm, gobernado en ese momento por Kilij Arslan I. En ese momento, Arslan estaba en plena campaña militar contra los danisméndidas, en Anatolia central, y había dejado atrás tanto su tesoro como a su familia, infravalorando la capacidad militar de los cruzados. La ciudad sufrió un largo asedio que no tuvo grandes resultados, puesto que los cruzados no fueron capaces de bloquear el lago en el que estaba situada la ciudad, y a través de éste podía recibir provisiones. Cuando Kilij Arslan recibió noticias del asedio se apresuró a volver a su capital, y atacó al ejército cruzado el 23 de mayo de ese año. Sin embargo, en esta ocasión los turcos fueron derrotados, si bien ambos bandos sufrieron duras pérdidas. Viendo que no sería capaz de liberar la ciudad, aconsejó a la guarnición que se rindiese si la situación llegaba a ser insostenible. Alejo, temiendo que los cruzados saqueasen la ciudad y destruyesen su riqueza, llegó a un acuerdo secreto de rendición con la ciudad, y se preparó para tomarla por la noche. El 19 de junio de 1097, los cruzados se despertaron y advirtieron que los estandartes bizantinos ondeaban en los muros de la ciudad.
No solo se les prohibió saquear la ciudad, sino que los cruzados tenían prohibido entrar en la ciudad salvo en pequeños grupos, lo que causó un gran malestar en el ejército cruzado, y supuso un añadido más a la tensión ya existente entre cristianos orientales y occidentales. Finalmente, los cruzados partieron en dirección a Jerusalén. Estéfano de Blois escribió a su mujer Adela estimando un viaje de cinco semanas más hasta alcanzar la ciudad santa. De hecho, ese viaje les llevaría dos años.
Los cruzados, todavía acompañados por algunas tropas bizantinas comandadas por Tatikios, marcharon hacia Dorilea, en donde Bohemundo sufrió un ataque por sorpresa de Kilij Arslan, en la batalla de Dorilea; el 1 de julio de ese año, Godofredo fue capaz de atravesar las líneas enemigas y, con ayuda de las tropas del legado Ademar, que atacó a los turcos desde la retaguardia, derrotó a los turcos y saqueó su campamento. Kilij Arslan se batió en retirada, y los cruzados marcharon casi sin oposición a lo largo de Asia Menor hasta llegar a Antioquía, salvo por una batalla en septiembre en la que también derrotaron a los turcos. A lo largo del camino, los cruzados fueron capaces de capturar varias ciudades, como Sozopolis, Konya y Kayseri, aunque la mayoría de estas ciudades se perdieron de nuevo frente a los turcos en 1101.
En general, la marcha a través de Asia fue muy desagradable para el ejército cruzado. Se encontraban a mediados del verano, y los cruzados tenían muy poca agua y comida, por lo que muchos hombres y animales murieron durante la marcha. Al igual que había ocurrido en Europa, los cristianos de Asia en ocasiones les regalaban comida o dinero, pero en la mayoría de las ocasiones los cruzados se dedicaban al saqueo y al pillaje si se les presentaba la oportunidad. Por su parte, los distintos líderes de la cruzada continuaban disputándose el liderazgo absoluto de la misma, aunque ninguno era lo suficientemente poderoso para tomar el mando, si bien Ademar de Le Puy siempre fue reconocido como líder espiritual. Tras atravesar las Puertas Cilicias Balduino se separó del resto de cruzados, y puso rumbo hacia las tierras armenias de alrededor del Éufrates. Llegó a la ciudad de Edesa, hoy Urfa, en Turquía, que estaba en manos de cristianos armenios, y fue adoptado como heredero por el rey Thoros de Edesa, un armenio perteneciente a la Iglesia Ortodoxa de Grecia y que no contaba con el favor de sus súbditos por culpa de su religión. Thoros fue asesinado, y Balduino se convirtió en el nuevo gobernante, creando el condado de Edesa, que a su vez sería el primero de los estados cruzados.
El ejército cruzado, mientras tanto, marchó hacia Antioquía, ciudad ubicada a mitad de camino entre Constantinopla y Jerusalén y con un gran valor religioso también para la cristiandad. El 20 de octubre de 1097, los cruzados sitiaron la ciudad, comenzando un asedio que duraría casi ocho meses. Durante ese tiempo, los cristianos tuvieron que someterse a terribles penalidades, y se vieron obligados a enfrentarse a dos importantes ejércitos de apoyo a los sitiados enviados por Damasco y Alepo. Antioquía era una ciudad tan grande que los cruzados no tenían suficientes tropas como para rodearla completamente, por lo que tuvo la posibilidad de mantener un cierto nivel de suministros durante todo ese tiempo. Por otra parte, a medida que el asedio se alargaba fue quedando cada vez más claro que Bohemundo pretendía conquistar la ciudad para quedarse como gobernador.
Yaghi-Siyan, el gobernador de Antioquía, sólo podía contar con su propio ejército personal para defenderse. Para prepararse para el asedio, exilió a muchos de los cristianos pertenecientes a la Iglesia Ortodoxa Griega y Armenia, a los que consideraba poco fiables. También encerró en prisión a Juan de Oxite, Patriarca de Antioquía de la Iglesia Ortodoxa Griega, y convirtió la Catedral de San Pedro en un establo. Los cristianos Ortodoxos Sirianos fueron por lo general respetados, puesto que Yaghi-Siyan les consideraba más leales a él que los otros debido a que también eran enemigos de los griegos y de los armenios. Yaghi-Siyan y su hijo Shams ad-Dawla solicitaron ayuda a Duqaq, gobernador de Damasco. Mientras tanto lanzaba ataques contra el campamento cristiano y hostigaba a las partidas de forrajeadores del ejército invasor.
Yaghi-Siyan sabía gracias a sus informadores que existían divisiones entre los cristianos debido a que tanto Raimundo IV de Tolosa como Bohemundo de Tarento querían la ciudad para ellos. En una ocasión, mientras Bohemundo estaba forrajeando, Raimundo atacó la ciudad en solitario, pero fue repelido por las tropas de Yaghi-Siyan. El 30 de diciembre llegaron los esperados refuerzos de Duqaq, pero fueron derrotados por la partida de aprovisionamiento de Bohemundo, por lo que se retiraron a Homs.
Yaghi-Siyan acudió entonces a Radwan, gobernador de Alepo, en busca de ayuda. Sin embargo, en febrero de ese año, el ejército enviado por Radwan fue también derrotado y Yaghi-Siyan aprovechó la marcha temporal del ejército invasor para hacer una salida contra su campamento, pero también tuvo que retirarse cuando los cruzados retornaron victoriosos. En marzo, Yaghi-Siyan logró emboscar a una partida de cruzados que traían madera y otros materiales desde el puerto de San Simeón. Llegaron noticias al campamento cruzado de que Raimundo y Bohemundo habían muerto en esa batalla, y se produjo una gran confusión que Yaghi-Siyan aprovechó para atacar al ejército comandado por Godofredo de Bouillón. Sin embargo, Yaghi-Siyan volvió a ser repelido cuando Bohemundo y Raimundo volvieron al campamento.
En esta ocasión el gobernador acudió a Kerbogha, atabeg de Mosul, en busca de ayuda. Los cruzados sabían que debían tomar la ciudad antes de que llegasen los refuerzos de Kerbogha, y Bohemundo negoció en secreto con uno de los guardias de Yaghi-Siyan, un armenio llamado Firuz, que accedió a traicionar a la ciudad. El 2 de junio de 1098 los cruzados entraron en la ciudad matando a casi todos sus habitantes antes de que Kerbogha pudiera acudir en su auxilio. La guarnición se replegó al interior de la ciudadela. Sólo unos pocos días más tarde llegó el ejército musulmán, que inició un nuevo asedio, esta vez con los cristianos en el interior de la ciudad. Justo entonces, un monje llamado Pedro Bartolomé aseguró haber descubierto la Lanza Sagrada en la ciudad y, si bien algunos eran escépticos en cuanto al hallazgo, el acontecimiento se consideró un milagro que presagiaba que obtendrían la victoria frente a los infieles.
El 28 de junio los cruzados derrotaron a Kerbogha en batalla campal, victoria que en parte se atribuye al hecho de que Kerbogha no fue capaz de organizar a las distintas facciones que componían su ejército. Mientras que los cruzados marchaban contra los musulmanes, la sección fatimí desertó del contingente turco temiendo que Kerbogha se volviese demasiado poderoso si lograba derrotar a los cruzados. Por otra parte, y según la leyenda cristiana asociada al descubrimiento de la Lanza Sagrada, un ejército de santos cristianos habría acudido en ayuda de los cruzados en la batalla, haciendo pedazos al ejército de Kerbogha.
Bohemundo de Tarento, tras la retirada de los ejércitos bizantinos que les habían acompañado en la expedición, alegó deserción por parte de éstos, y argumentó que dicha deserción invalidaba todos los juramentos que habían hecho frente a Alejo I. Bohemundo, gracias a la ruptura del juramento, retuvo la ciudad para sí, si bien no todos los cruzados estaban de acuerdo, y en especial Raimundo de Tolosa. Las discusiones entre los líderes supusieron un nuevo retraso en la marcha de la cruzada, que quedó estancada durante todo el resto del año. Por otro lado, la toma de Antioquía implicó el nacimiento del segundo Estado cruzado.
Mientras tanto, irrumpió en escena el estallido de una plaga, posiblemente tifus, que mató a muchos de los cruzados, incluyendo al legado pontificio Ademar de Le Puy. Los soldados contaban cada vez con menos caballos, y los campesinos musulmanes se negaban a proveerles de comida. En diciembre de ese año, la ciudad de Ma´arrat al-Numan fue capturada tras un asedio en el que, además de finalizar con el asesinato de toda la población, se llegaron a producir casos de canibalismo entre los cruzados.
Los caballeros de menor rango se fueron impacientando, y amenazaron con continuar hacia Jerusalén dejando atrás a sus líderes y sus disputas internas. Finalmente, a comienzos de 1099, se renovó la marcha hacia la Ciudad Santa, dejando a Bohemundo atrás como nuevo Príncipe de Antioquía.
Desde Antioquía los cruzados marcharon hacia Jerusalén. La ciudad en aquel momento se encontraba disputada entre los fatimíes de Egipto y los turcos de Siria. Por el camino, conquistaron diversas plazas árabes, entre ellas el futuro castillo Krak des Chevaliers, que fue abandonado, y firmaron acuerdos con otras, deseosas de mantener su independencia y de facilitar que los cruzados atacaran a los turcos. A medida que se dirigían al sur por la costa del mar Mediterráneo los cruzados no se encontraron demasiada resistencia, puesto que los líderes locales preferían llegar a acuerdos de paz con ellos y darles suministros sin llegar al conflicto armado.
Jerusalén, mientras tanto, había cambiado de manos varias veces, en los últimos tiempos y desde 1098 se encontraba en manos de los fatimíes de Egipto. Los cruzados llegaron ante las murallas de la ciudad en junio de 1099 y, al igual que hicieron con Antioquía, desplegaron sus tropas para someterla a un largo asedio, durante el cual los cruzados sufrieron también un gran número de bajas por culpa de la falta de comida y agua en los alrededores de Jerusalén. Cuando el ejército cruzado llegó a Jerusalén, del ejército inicial solo quedaban 12000 hombres, incluyendo a 1500 soldados de caballería. Enfrentados a lo que parecía una tarea imposible, los cruzados llevaron a cabo diversos ataques contra las murallas de la ciudad, pero todos fueron repelidos. Los relatos de la época indican que la moral del ejército se vio mejorada cuando un sacerdote llamado Pedro Desiderio aseguró haber tenido una visión divina en la cual se le daba instrucciones de marchar descalzos en procesión alrededor de las murallas de la ciudad, tras lo cual la ciudad caería en nueve días, siguiendo el ejemplo bíblico de la caída de Jericó. El 8 de julio los cruzados realizaron esa procesión.
Finalmente la ciudad caería en manos cristianas el 15 de julio de 1099, gracias a una ayuda inesperada. Las tropas genovesas dirigidas por Guillermo Embriaco, se habían dirigido a Tierra Santa en una expedición privada. Se dirigían en primer lugar a Ascalón, pero un ejército fatimí de Egipto les obligó a marchar tierra adentro hacia Jerusalén, ciudad que se encontraba en ese momento sitiada por los cruzados. Los genoveses habían desmantelado previamente las naves en las cuales habían navegado hasta Tierra Santa, y utilizaron esa madera para construir torres de asedio. Estas torres fueron enviadas hacia las murallas de la ciudad la noche del 14 de julio entre la sorpresa y la preocupación de la guarnición defensora. A la mañana del día 15, la torre de Godofredo llegó a su sección de las murallas cercana a la esquina noreste de la ciudad y, según el Gesta, dos caballeros procedentes de Tournai llamados Letaldo y Engelberto fueron los primeros en acceder a la ciudad, seguidos por Godofredo, su hermano Eustaquio, Tancredo y sus hombres. La torre de Raimundo quedó frenada por una zanja pero, dado que los cruzados ya habían entrado por la otra vía, los guardias se rindieron a Raimundo.
A lo largo de esa misma tarde, la noche y la mañana del día siguiente, los cruzados desencadenaron una terrible matanza de hombres, mujeres y niños, musulmanes, judíos o incluso los escasos cristianos del este que habían permanecido en la ciudad. Aunque muchos musulmanes buscaron cobijo en la mezquita de Al-Aqsa y los judíos en sus sinagogas cercanas al Muro de las Lamentaciones, pocos cruzados se apiadaron de las vidas de los habitantes.
Los sermones que predicaban la Cruzada inspiraron un antisemitismo todavía mayor. Según algunos predicadores, los judíos y los musulmanes eran enemigos de Cristo, y era deber de la cristiandad enfrentarse a esos enemigos o convertirles a la fe cristiana. El público en general entendió que el enfrentamiento al que hacían mención los predicadores era sinónimo de luchar a muerte o darles muerte. La conquista cristiana de Jerusalén y el establecimiento de un imperio cristiano supuestamente instigaría el “Fin de los Tiempos”, durante el cual los judíos deberían supuestamente convertirse al cristianismo. Dos mil judíos fueron encerrados en la sinagoga principal, a la que se prendió fuego. Si bien el antisemitismo había existido en Europa desde hacía siglos, la Primera Cruzada supuso el primer caso de violencia en masa y organizada contra las comunidades judías.
Esta interpretación de la Cruzada como guerra contra todo tipo de infiel, sin embargo, no fue algo universal, y existe constancia de que los judíos encontraron refugio en algunos santuarios cristianos. Uno de esos casos fue el del arzobispo de Colonia, que se esforzó por proteger a los judíos de la ciudad de la matanza llevada a cabo por la propia población. En cualquier caso, miles de judíos fueron asesinados a pesar de los intentos de algunas autoridades eclesiásticas y seculares de protegerles.
Todas estas masacres se justificaron a través del argumento de que los discursos del papa Urbano habían prometido la recompensa divina a los que matasen a infieles, sin importar qué tipo de no cristianos fuesen. En ese sentido, el llamamiento no se dirigía exclusivamente a la guerra santa contra los musulmanes. Aunque el papado aborreció y predicó en contra de estas acciones locales contra judíos y musulmanes, estos actos se repitieron en todos los movimientos cruzados posteriores.
Los Cruzados viajaron al norte a través del valle del Rin en busca de las comunidades judías más conocidas como Colonia, para luego dirigirse al sur. A las comunidades judías se les daba la opción de convertirse o ser masacradas. Muchas se negaron a la conversión y, a medida que se extendían las noticias de las masacres, se dieron algunos casos de suicidios en masa.
Tancredo, por su parte, reclamó el control del Templo de Jerusalén, y ofreció protección a algunos de los musulmanes que se habían refugiado ahí. Sin embargo, fue incapaz de evitar su muerte a manos de sus compañeros cruzados.
Algunos jefes cruzados, como por ejemplo Gastón de Bearn, trataron de proteger a los civiles agrupados en el Templo dándoles sus estandartes pero fue en vano porque al día siguiente un grupo de caballeros exaltados los masacró también. Solo se salvó una parte de la guarnición, protegida por juramento de Raimundo de Tolosa.
Los cruzados ofrecieron a Raimundo de Tolosa el título de rey de Jerusalén, pero lo rechazó. Después se le ofreció a Godofredo de Buillón, que aceptó gobernar la ciudad pero rechazó ser coronado como rey, diciendo que no llevaría una “corona de oro” en el lugar en el que Cristo había portado “una corona de espinas”. En su lugar, tomó el título de “Protector del Santo Sepulcro” o, simplemente, el de “Príncipe”. En la última acción de la cruzada encabezó un ejército que derrotó a un ejército fatimí invasor en la batalla de Ascalón. Godofredo murió en julio de 1100 y fue sucedido por su hermano, entonces Balduino de Edesa, que sí que aceptaría el título de rey de Jerusalén y sería coronado bajo el nombre de Balduino I de Jerusalén.
Con esta conquista finalizó la Primera Cruzada, la única exitosa. Tras la toma de Jerusalén, muchos cruzados volvieron a sus lugares de origen, aunque otros se quedaron a defender las tierras recién conquistadas. Entre ellos, Raimundo de Tolosa, disgustado por no ser el rey de Jerusalén, se independizó y se dirigió a Trípoli, en el actual Líbano, donde fundó el condado del mismo nombre.
4. Los Cistercienses.
a. Inicio de la Orden.
Es en 1098 cuando se organiza la orden de los cistercienses, en Citeaux, Francia, bajo la dirección de Roberto de Molesmes, conocida como el Císter debido a la Abadía de Císter en que se originó[7]. Se les llamó en la Edad Media los monjes blancos, por el color de su hábito, en oposición a los monjes negros, que eran los benedictinos. También es frecuente la denominación monjes bernardos o simplemente bernardos por el impulso que dio a la orden Bernardo de Claraval.
Siendo Roberto abad del monasterio cluniacense de Molesmes, él y un grupo de monjes de su comunidad se propusieron retornar a la observancia estricta de la primitiva regla de san Benito de Nursia, quien en 540 fundara la Orden de San Benito. Para ello fundó una nueva abadía en Císter, donde los monjes dedicaron su vida al trabajo manual y a la contemplación ascética con igual empeño, poniendo en práctica el lema benedictino: “Reza y trabaja”.
Su sucesor, Alberico, obtuvo en 1100 el reconocimiento de la nueva orden por parte del Papa Pascual II que otorgó al monasterio el “privilegio romano”, lo que equivalía a ponerlo bajo la protección de la Santa Sede; pero no fue sino el tercer abad, Esteban Harding, quien en 1119 dotó al Císter de una regla propia, la “Carta de Caridad”, en la que se establecían las normas comunitarias de total pobreza, obediencia a los obispos, dedicación al culto divino con dejación de las ciencias profanas, y demás estatutos de la orden.
b. Bernardo de Claraval.
Bernardo de Fontaine, había nacido en el castillo de Fontaine-les-Dijon, en Borgoña, Francia en 1091. Fue el tercero de siete hermanos. Su padre era caballero del duque de Borgoña y lo educó en la escuela clerical de Châtillon, para trabajar en la corte, pero fue seducido por el convento, que por la dureza de la vida que llevaban, tenía pocos miembros. Después de la muerte de su madre, en 1113, ingresa como novicio en unión de un grupo de familiares y amigos reunidos en Châtillon: Cuatro hermanos, un tío y algunos amigos, hasta 30 personas según unas fuentes. Anteriormente los había probado durante seis meses, asegurándose de su lealtad y formando un grupo muy unido. El convencer a tantos fue una labor ardua, especialmente a su hermano Guido, que estaba casado y tenía dos hijas, y que finalmente dejó a su familia y entró en la orden. Posteriormente entrarían en la orden su padre y su hermano menor.
El monasterio se encontraba cercano a su casa paterna, siendo Odón, duque de Borgoña, su benefactor, habiendo contribuido a su construcción y donando tierras y ganados.
Cuando dos años después, en el año 1115, el abad Esteban decide expandir el ámbito monástico con nuevas fundaciones, erigiendo los cenobios de La Ferté, Pontigny, Morimond y Claraval, envió a este último a Bernardo y sus allegados, en parte por las dotes que el nuevo monje manifestaba para la dirección de una abadía como la que se le encomendaba, y en gran parte también para librar a Cîteaux de la excesiva presencia del “clan” de los Fontaine. Bernardo fue designado abad del nuevo monasterio, puesto que desempeñó hasta el final de su vida. Fue el obispo de Chalons-sur-Marne, el filósofo Guillermo de Champeaux quien le ordenó sacerdote y le bendijo como abad.
El inicio de Claraval fue muy duro. El régimen impuesto por Bernardo era muy austero y afectó a su salud. Guillermo de Champeaux debió intervenir, delegado por el capítulo General del Císter, para vigilar la salud de Bernardo suavizando la falta de alimentación y la mortificación implacable que se imponía a sí mismo. Este se vio obligado a dejar la comunidad y trasladarse a una cabaña que le servía de enfermería y donde era atendido por unos curanderos.
A lo largo de su vida fundó 68 monasterios distribuidos por toda Europa. Los inicios fueron lentos. En los 10 primeros años sólo se establecieron tres nuevas fundaciones: Tres Fontanas[8], Fontenay[9] y Foigny[10]. A partir de 1130 se extienden las primeras abadías por Alemania, Inglaterra y España[11].
Espiritualmente, Bernardo fue un místico y se le considera uno de los fundadores de la mística medieval. Tuvo una gran influencia en el desarrollo de la devoción a la Virgen María. Su teología sobre María fue rápidamente aceptada por los fieles y sus sermones se difundieron por toda la cristiandad. La figura de María no se entendía como hoy y Bernardo mostró sus dudas sobre la Inmaculada Concepción. Tampoco se puede afirmar que patrocinara la Asunción de María.
Bernardo creía en la revelación verbal del texto bíblico. Esta creencia, considerada hoy errónea por la teología católica, la heredó de Orígenes, su maestro en Exégesis. Así, en cada palabra de la Biblia buscaba interpretaciones y sentidos desconocidos y ocultos. Cuando no comprendía unas frases o un sentido del texto, se humillaba y pedía a Dios que le iluminara, pues entendía que si Dios había puesto esa palabra o esa frase y no otra, lo hacía por una razón concreta. Esta fe en la revelación verbal le originó importantes periodos místicos que quedaron recogidos en sus escritos.
Su búsqueda de la interpretación del texto sagrado, sin limitarse al sentido pretendido por el escritor sagrado, para obtener de él la justificación de sus experiencias personales, profundiza en la reflexión y en la contemplación de la misma forma que la Iglesia primitiva y siguiendo la tradición mística de los padres griegos de la Escuela de Alejandría.
Resulta esclarecedor lo que pensaban de él los dos principales artífices de la Reforma Protestante. Martín Lutero dijo que Bernardo supera a todos los demás Doctores de la Iglesia y Jan Calvino lo alabó: El abad Bernardo habla el lenguaje de la misma verdad.
Los libros de la Biblia que más citó y por lo tanto con los que más se identificaba son: El libro de los Salmos, 1519 veces; las cartas de Pablo, 1388 veces; el Evangelio de Mateo, 614 veces; el Evangelio de Juan, 469 veces; el Evangelio de Lucas, 465 veces; el Libro de Isaías, 358 veces y el Cantar de los Cantares, 241 veces.
Pero Bernardo también se apoyaba en la Tradición. En su tiempo había dos escuelas teológicas contrarias: La escuela antigua o tradicional, de la que él era el principal exponente, y la escuela moderna, patrocinada por Abelardo, basada en especulaciones y en la crítica filosófica de las ideas. Bernardo consideraba estéril la filosofía, pues argumentaba que en nada sirve al hombre para alcanzar su fin último. Despreciaba a Platón y Aristóteles. En cierta ocasión dijo: “Mis maestros son los apóstoles, ellos no me han enseñado a leer a Platón ni a ejercitarme en las disquisiciones de Aristóteles...”. Sin embargo, tenía una concepción neoplatónica del alma humana, que consideraba estaba creada a imagen y semejanza de Dios y destinada a una unión perfecta con Él.
Los Padres de la Iglesia que más seguía, eran los que entonces se consideraban los maestros más autorizados de la Iglesia: Se declaró fiel discípulo de Ambrosio y Agustín, los llamó las dos columnas de la Iglesia y escribió que difícilmente se apartaría de su parecer[12]. En moral, su referencia era Gregorio Magno. Copió, sin citarlo, con frecuencia a Casiodoro en sus comentarios sobre los Salmos. Muchos bellos pensamientos que describió Bernardo, en realidad son de Casiodoro. Entre los Padres griegos, citó a menudo a Orígenes y a Atanasio. Tenía una gran devoción a Benito de Nursia y a su única obra la regla de los monjes: La Regula monasteriorum. Esta obra era la maestra de su corazón y de su intelecto, estando convencido que, como la Biblia, era un libro directamente inspirado por Dios.
Cuatro de sus obras tienen similitudes con otras de la literatura patrística:
1) Los sermones sobre el Cantar de los cantares. En el Concilio de Sens, Berenguer de Escocia le recriminó haber copiado descaradamente a Orígenes, Ambrosio, Rexio de Autun y Beda el Venerable.
2) Los 17 sermones sobre el salmo 90 describen la doctrina de san Agustín.
3) Las 4 homilías de alabanzas de la Virgen María tienen citas textuales de Ambrosio y de Agustín.
4) Sobre la gracia y el libre albedrío es un resumen de la doctrina de Agustín.
Fue un inspirador y organizador de las órdenes militares, creadas para acoger y defender a los peregrinos que se dirigían a Tierra Santa y para combatir el Islam. Así, tuvo gran influencia en la creación y expansión de la Orden del Temple, redactó sus estatutos e hizo reconocerla en el Concilio de Troyes, en 1128.
Fallecido el papa Honorio II, se produjo una doble elección papal. La mayoría de los cardenales apoyaron al cardenal Pietro Pierleoni que adoptó el nombre de Anacleto II; mientras que una minoría de cardenales se inclinó por Gregorio Papareschi[13].
La aparición de dos Papas provocó el cisma y enfrentó a media cristiandad que apoyaba a Anacleto II con la otra media, que defendía a Inocencio II. Este último contaba con el apoyo de Bernardo, que se recorrió Europa desde 1130 a 1137, explicando sus puntos de vista a monarcas, nobles y prelados.
Su intervención fue decisiva en el concilio de Estampes, convocado por rey francés Luis VI. Así mismo, la influencia de Bernardo favoreció la confirmación de Inocencio II, consiguiendo los apoyos de Enrique I de Inglaterra, el emperador alemán Lotario II, Guillermo de Aquitania, los reyes de Aragón, de Castilla, Alfonso VII, y las repúblicas de Génova y Pisa. Finalmente, Anacleto fue rechazado como Papa y fue excomulgado.
Bernardo participó en las principales controversias religiosas de su época. Sostenía que el conocimiento de las ciencias profanas es de escaso valor comparado con el de las ciencias sagradas. Sus sentimientos frente a los dialécticos se revelaron en los enfrentamientos que mantuvo con Gilberto de la Porré y Pedro Abelardo.
Abelardo, uno de los primeros escolásticos, se había iniciado en la dialéctica y mantenía que se debían buscar los fundamentos de la fe con similitudes basadas en la razón humana. Las nuevas ideas de Abelardo fueron rechazadas por los que pensaban de forma tradicional, entre ellos el abad Bernardo. Así en 1139, Guillermo de Saint-Thierry encontró 19 proposiciones supuestamente heréticas de Abelardo y Bernardo de Claraval las remitió a Roma para que fuesen condenadas. En el sínodo de Sens le exigieron a Abelardo retractarse y al no hacerlo, el Papa confirmó al sínodo de Sens y lo condenó por hereje a perpetuo silencio como docente.
Bernardo en carta a Inocencio II, “Contra errores Petri Abaelardi”, refutó los supuestos errores de Abelardo, pues consideraba que la fe solo debe ser aceptada. Para Bernardo, la verdad que hay tras la creencia en Dios es un hecho directamente infundido por la divinidad y por lo tanto incuestionable. La opinión de Bernardo, acerca del mal empleo que hacía Abelardo de la razón, se ganó el apoyo de místicos, irracionalistas y filósofos, que estuvieron de acuerdo con él.
La predicación en la Iglesia medieval era esencial y Bernardo fue uno de sus grandes predicadores. Reclamado constantemente por la clerecía local, realizó numerosos viajes por el sur de Francia, Renania y otras regiones. También predicó las excelencias espirituales de la vida monástica y convenció a muchos para que ingresasen en la orden cisterciense. Se le conocía como “Doctor melifluo”[14]. Se desplazaba habitualmente a pie, acompañado de un monje, que hacía de secretario y escribía a su dictado durante los desplazamientos.
Bernardo predicó en el Languedoc en 1145 a los cátaros o albigenses, siendo elogiado, pero en Verfeil, cerca de Toulouse, se le abucheó. Años después de la muerte de Bernardo, en 1209, los cátaros fueron declarados herejes, y varios cistercienses se pusieron al frente de la cruzada que reprimió este movimiento.
En 1145, Eugenio III fue nombrado Papa. Es el primer Papa cisterciense y discípulo de Bernardo. Había coincidido con él en uno de sus viajes y le siguió desde Italia hasta Claraval. Allí pasó 10 años de vida monástica. En 1140, Bernardo lo había enviado a Italia como abad de Tres Fontanes, la 34ª fundación de Claraval.
Su mayor y más trágica empresa fue la Segunda Cruzada, cuya predicación fue por completo obra de Bernardo, que asumió el papel político más importante de su vida, al convertirse en el predicador de la nueva guerra santa. Allí apareció con toda su fuerza y con toda su debilidad su ideal religioso.
Cincuenta años antes, durante la Primera Cruzada se estableció en Palestina un reino feudal gobernado por nobles franceses. En 1144, los ejércitos del Islam tomaron la ciudad cristiana de Edesa. En 1145, Luis VII de Francia propuso la cruzada y pidió a Bernardo que la predicase. Este respondió que solo el Papa le podía encargar esa predicación. El rey realizó la petición al Papa. Fue entonces, cuando el Papa Eugenio III, que había sido monje en Claraval y discípulo de Bernardo, pidió al abad que predicase la cruzada y las indulgencias que de ella se derivaban.
El Bernardo que predicó la Cruzada mostró una personalidad diferente a lo que había sido hasta entonces. Él entendía la vida interior como unión del alma humana con Dios e identificaba la vida interior con la vida de toda la iglesia, siendo su concepción de la cruzada básicamente mística. Consideraba que la Iglesia Católica podía llamar a las armas a las naciones cristianas para salvaguardar el orden establecido por Dios. Parece que no tuvo necesidad de comprender el Islam. Según él, si Dios juzgaba necesario que los ejércitos defendieran su reino, si el mismo Papa le ordenaba predicar la Cruzada, estaba claro para él que se trataba de una misión divina. Por tanto transmitió a los cristianos que se trataba de una guerra santa, pues así la concebía él.
La predicación realizada en Alemania, fue en contra de la voluntad del Papa, y ganó para la causa al emperador Conrado III y a numerosos príncipes. Según Maschke, Bernardo es mucho más fogoso como predicador que como hombre de Estado y como político de la Iglesia, electriza a los pueblos de Occidente, infundiéndoles la sola voluntad de acudir a la Cruzada.
Los cruzados fueron derrotados por el Islam, lo que provocó un gran pesimismo en toda la cristiandad. Bernardo, que había sido el principal animador y el que había encendido a los pueblos, fue llamado embaucador y falso profeta.
El fracaso de la segunda Cruzada dañó profundamente la confianza en el pontificado y se habló abiertamente de que la fe cristiana había sufrido un duro revés. Bernardo quedó muy afectado, sin embargo pensó que por lo menos había sido criticado él y no Dios. Así lo escribió en De Consideratione, dirigido al papa Eugenio III.
En 1153, enfermó del estómago: No retenía la comida y las piernas se le hinchaban, quedó muy débil y murió.
c. Los Templarios.
En el año 1099, los cruzados recuperaron Jerusalén y los lugares santos de Palestina. Los peregrinos eran atacados y robados en los caminos. Algunos caballeros decidieron prolongar su voto y dedicar su vida a la defensa de los peregrinos. En 1127, Hugo de Payens solicitó al Papa Honorio II el reconocimiento de su organización.
Recibieron el apoyo del abad Bernardo, sobrino de uno de los nueve Caballeros fundadores y a la postre quinto Gran Maestre de la Orden, André de Montbard. Así, se reunió un concilio en Troyes para regular su organización.
En el concilio, solicitaron a Bernardo que redactase su regla, que fue sometida a debate y con algunas modificaciones fue aprobada. La regla del Temple fue pues una regla cisterciense, pues contiene grandes analogías con la misma; no podía ser de otra forma ya que el abad era su inspirador. Era típica de las sociedades medievales, con estructuras jerarquizadas, poderes totalitarios, regula la elección de los que mandan y estructura las asambleas para asistirlos y, en su caso, controlarlos. Después de esta primera redacción, hubo una segunda debida a Esteban de Chartres, Patriarca de Jerusalén, denominada regla latina y cuyo texto se ha mantenido hasta nuestros días.
Bernardo escribió en 1130, el “Elogio de la Nueva Milicia Templaria”, que asoció a los lugares de la vida de Jesús con infinidad de citas bíblicas. Intentó equiparar la nueva milicia a una milicia divina.
5. La Tercera Cruzada.
a. Nur ad-Din.
Tras el fracaso de la Segunda Cruzada, Nur ad-Din se hizo con el control de Damasco y unificó Siria. Con la finalidad de extender su poder, Nur ad-Din puso los ojos en la dinastía fatimí de Egipto. En 1163, su general de más confianza, Shirkuh, emprendió una expedición militar hacia el Nilo. Acompañaba al general su joven sobrino, Saladino.
Cuando las tropas de Shirkuh acamparon frente a El Cairo, el sultán de Egipto, Shawar pidió ayuda al rey Amalarico I de Jerusalén. En respuesta, Amalarico envió un ejército a Egipto y atacó las tropas de Shirkuh en Bilbeis, en 1164.
En un intento de apartar de Egipto la atención de los cruzados, Nur ad-Din atacó Antioquía, lo que tuvo como resultado una masacre de soldados cristianos y la captura de varios dirigentes cruzados, entre ellos Reinaldo de Châtillon, príncipe de Antioquía. Nur ad-Din envió las cabelleras de los defensores cristianos a Egipto para que Shirkuh las expusiera en Bilbeis a la vista de los hombres de Amalarico. Esto hizo que tanto Amalarico como Shirkuh sacasen sus tropas de Egipto.
En 1167, Nur ad.Din envió de nuevo a Shirkuh a conquistar a los fatimíes. Shawar optó de nuevo por pedir ayuda a Amalarico para defender su territorio. Las fuerzas combinadas de egipcios y cristianos persiguieron a Shirkuh hasta que se retiró a Alejandría.
Shawar fue ejectutado por sus traicioneras alianzas con los cristianos y fue sucedido por Shirkuh como visir de Egipto. En 1169, Shirkuh murió inesperadamente tras solo unas semanas en el poder. El sucesor de Shirkuh fue su sobrino, Salah ad-Din Yusuf, más conocido como Saladino. Nur ad-Din murió en 1174, dejando el nuevo imperio a su hijo de once años, As-Salih. Se decidió que el único hombre capaz de conducir la yihad contra los cruzados era Saladino, que se convirtió en sultán tanto de Egipto como de Siria, y fundó la dinastía ayyubí.
b. Saladino.
Amalarico murió también en 1174, y fue sucedido como rey de Jerusalén por su hijo de trece años, Balduino IV, quien firmó un acuerdo con Saladino para permitir el libre comercio entre los territorios musulmanes y cristianos.
En 1176, Reinaldo de Châtillon fue liberado de su prisión, y comenzó a atacar caravanas por toda la región. Extendió su piratería hasta el Mar Muerto, enviando sus galeras no solo a abordar barcos, sino incluso a asaltar la misma ciudad de La Meca. Sus actos irritaron profundamente a los musulmanes, convirtiendo a Reinaldo en el hombre más odiado del Oriente Próximo.
Balduino IV murió en 1185, y la corona pasó a su sobrino de cinco años, Balduino V, con Raimundo III de Trípoli como regente. Al año siguiente, Balduino falleció repentinamente, y la princesa Sibila, hermana de Balduino IV y madre de Balduino V, se hizo coronar reina, y a su marido, Guy de Lusignan, rey.
Por entonces, Reinaldo, una vez más, atacó una rica caravana, y encerró en su prisión a los viajeros. Saladino exigió que los prisioneros fuesen liberados. El recientemente coronado rey Guy ordenó a Reinaldo que cumpliese las demandas de Saladino, pero Reinaldo rehusó obedecer las órdenes del rey.
Fue este último ultraje de Reinaldo el que decidió a Saladino a atacar la ciudad de Tiberiades, en 1187. Raimundo aconsejó paciencia, pero el rey Guy, aconsejado por Reinaldo, llevó sus tropas a los Cuernos de Hattin, en las cercanías de Tiberiades.
El ejército cruzado, sediento y desmoralizado, fue masacrado en la batalla que siguió, el rey Guy y Reinaldo fueron llevados a la tienda de Saladino, donde se le ofreció a Guy una copa de agua. Guy bebió un trago, pero no le fue permitido pasar la copa a Reinaldo, ya que las reglas musulmanas de la hospitalidad determinan que quien recibe alimento o bebida está bajo la protección de su anfitrión. Saladino no quiso obligarse a proteger al traicionero Reinaldo permitiéndole beber. Reinaldo, que no había probado una gota de agua en varios días, arrebató la copa de manos de Guy. Al ver la falta de respeto de Reinaldo por las costumbres árabes, Saladino ordenó decapitar a Reinaldo por sus pasadas traiciones. Con respecto a Guy, Saladino hizo honor a sus tradiciones: Guy fue enviado a Damasco y finalmente liberado, siendo uno de los pocos cruzados cautivos que escaparon a la ejecución.
Al final del año, Saladino había conquistado Acre y Jerusalén. El Papa Urbano III, según se dice, sufrió un colapso al oír la noticia, y murió poco después.
c. Convocatoria a la Cruzada.
El nuevo Papa, Gregorio VIII proclamó que la pérdida de Jerusalén era un castigo divino por los pecados de los cristianos de Europa. Surgió un clamor por una nueva cruzada para reconquistar los Santos Lugares. Enrique II de Inglaterra y Felipe II Augusto de Francia acordaron una tregua en la guerra que les enfrentaba, e impusieron a sus respectivos súbditos un “diezmo de Saladino” para financiar la cruzada. En Gran Bretaña, Balduino de Exeter, arzobispo de Canterbury, viajó a Gales, donde convenció a 3000 guerreros de que tomaran la cruz, según el Itinerario de Giraldus Cambrensis.
d. Federico Barbaroja.
El anciano emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico I Barbaroja, respondió inmediatamente a la llamada. Tomó la cruz en la Catedral de Mainz el 27 de marzo de 1188 y fue el primer monarca en partir hacia Tierra Santa, en mayo de 1189. Federico había reunido un ejército tan numeroso que no pudo ser transportado por el Mar Mediterráneo, y tuvo que atravesar a pie Asia Menor.
El emperador bizantino Isaac II Ángelo firmó una alianza secreta con Saladino para impedir el avance de Federico a cambio de la seguridad de su imperio. El 18 de mayo de 1190, el ejército alemán capturó Konya, capital del Sultanato de Rüm. Sin embargo, el 10 de junio de ese mismo año, al atravesar el río Saleph, Federico cayó de su caballo y se ahogó por la pesada armadura. Su hijo Federico VI llevó a su ejército a Antioquía, y dio sepultura a su padre en la iglesia de San Pedro de dicha ciudad. En Antioquía, muchos de los supervivientes del ejército alemán murieron de peste bubónica. También se cree que después de la muerte de Barbaroja, muchos soldados del ejército alemán se suicidaron por la muerte del poderoso emperador, o que también, tal vez se convirtieron y se unieron con Saladino, pero es poco probable, ya que Saladino seguramente los habría hecho prisioneros. En teoría, si Barbaroja hubiese llegado con vida a luchar con Saladino, habría sido menor el tiempo de batalla, y más altas las probabilidades de que Tierra santa volviera a pertenecer a los europeos.
e. Ricardo Corazón de León.
Enrique II de Inglaterra murió el 6 de julio de 1189, tras ser derrotado por su hijo Ricardo y el rey de Francia, Felipe II Augusto. Ricardo I, más conocido por su sobrenombre “Corazón de León”, heredó la corona y de inmediato comenzó a recaudar fondos para la cruzada. En julio de 1190, Ricardo partió por tierra desde Marsella en dirección a Sicilia. Felipe II Augusto, que viajó por mar, llegó a Mesina, capital del reino de Sicilia, el 14 de septiembre.
Guillermo II de Sicilia había muerto el año anterior, y le había sucedido Tancredo, quien mandó recluir a Juana Plantagenet, viuda de Guillermo y hermana de Ricardo de Inglaterra y proyectaba quedarse con el generoso legado que Guillermo II había hecho a su suegro, Enrique II de Inglaterra. El rey inglés conquistó y saqueó la capital del reino, Mesina, el 4 de octubre de 1190. Tancredo le ofreció una importante compensación económica a cambio de que depusiera las armas. Ricardo y Felipe pasaron el invierno en Sicilia: Felipe zarpó el 30 de marzo y Ricardo el 10 de abril de 1191.
La flota francesa llegó sin contratiempos a Tiro, donde Felipe fue recibido por su primo, Conrado de Montferrato. La armada de Ricardo, en cambio, fue sorprendida por una violenta tormenta poco después de zarpar de Sicilia. Uno de sus barcos, en el que se transportaban grandes riquezas, se perdió en la tormenta, y otros tres, entre ellos en el que viajaban Juana y Berenguela de Navarra, prometida del rey, debieron desviarse a Chipre. Pronto se supo que el emperador de Chipre Isaac Ducas Comneno se había incautado de las riquezas que el barco transportaba. Ricardo llegó a Limassol el 6 de mayo de 1191 y se entrevistó con Isaac, quien accedió a devolverle sus pertenencias y enviar a 500 de sus soldados a Tierra Santa. De regreso en su fortaleza de Famagusta, Isaac rompió su juramento de hospitalidad y ordenó a Ricardo que abandonase la isla. La arrogancia de Isaac empujó a Ricardo a apoderarse de su reino, lo que logró en pocos días. A finales de mayo, toda la isla estaba en manos de Ricardo.
f. La batalla de Acre.
El rey Guy había sido excarcelado por Saladino en 1189. Al recobrar su libertad, intentó tomar el mando de las fuerzas cristianas en Tiro, pero Conrado de Montferrato había tomado el poder tras su exitosa defensa de la ciudad frente a los musulmanes. Conrado había reunido un ejército para asediar la ciudad, contando con la ayuda del recién llegado ejército francés de Felipe II, aunque no era todavía lo suficientemente numeroso como para contrarrestar las fuerzas de Saladino.
Ricardo desembarcó en Acre el 8 de junio de 1191, e inmediatamente comenzó a supervisar la construcción de armas de asedio para asaltar Acre, que fue capturada el 12 de julio.
Ricardo, Felipe y Leopoldo V, quien dirigía lo que quedaba del ejército de Federico Barbaroja, iniciaron una disputa sobre el botín de la recién conquistada ciudad. Leopoldo consideraba que merecía una parte semejante en el reparto por sus esfuerzos en la batalla, pero Ricardo quitó de la ciudad el estandarte alemán, que arrojó al foso. Entretanto, Ricardo y Felipe discutían sobre qué candidato tenía más derechos al trono de Acre. Ricardo defendía la candidatura de Guy, mientras que Felipe era partidario de Conrado. Se decidió que Guy continuaría reinando, pero que Conrado le heredaría a su muerte.
Molestos con Ricardo, Felipe y Leopoldo dejaron la ciudad con sus tropas en agosto de ese año. Felipe regresó a Francia, lo cual fue considerado por los ingleses una deserción. Ricardo negoció con Saladino el rescate de miles de musulmanes que habían caído prisioneros. Como parecía que Saladino no estaba dispuesto a aportar la suma convenida, Ricardo ordenó que unos 3000 prisioneros fueran degollados frente a la ciudad de Acre, a la vista del campamento de Saladino.
g. La batalla de Arsuf.
Tras la conquista de Acre, Ricardo decidió marchar contra la ciudad de Jaffa, desde donde podría lanzar un ataque contra Jerusalén. El 7 de septiembre de 1191, en Arsuf, unos 45 kilómetros al norte de Jaffa, Saladino atacó al ejército de Ricardo.
Saladino intentó atraer a las fuerzas de Ricardo para acabar con ellas, pero Ricardo mantuvo su formación hasta que los Caballeros Hospitalarios se apresuraron a atacar el flanco derecho de Saladino, mientras que los Templarios atacaban el izquierdo. Ricardo ganó la batalla y acabó con el mito de que Saladino era invencible.
Tras su victoria, Ricardo se apoderó de la ciudad de Jaffa, donde estableció su cuartel general. Ofreció a Saladino iniciar la negociación de un tratado de paz. El sultán envió a su hermano, al-Adil, llamado Saphadin, a entrevistarse con Ricardo. Las dos partes no fueron capaces de llegar a un acuerdo, y Ricardo marchó hacia Ascalón. Llamó en su ayuda a Conrado de Montferrato, quien rehusó seguirle, reprochándole haber tomado partido por Guy de Lusignan. Poco después, Conrado fue asesinado en las calles de Acre por dos asesinos enviados por el Viejo de la Montaña, líder de una secta islámica, los nizaríes, con sede en las montañas de Siria-Palestina, según algunos por orden de Ricardo, según otros por mandato de Saladino, según otros por iniciativa del propio Viejo. Guy de Lusignan se convirtió en rey de Chipre, y Enrique II de Champaña pasó a ser el nuevo rey de Jerusalén.
En julio de 1192, Saladino lanzó un repentino ataque contra Jaffa y recuperó la ciudad, pero muy pocos días después volvió a ser conquistada por Ricardo. El 5 de agosto se libró una batalla entre Ricardo y Saladino, en la que el rey inglés, a pesar de su marcada inferioridad numérica, resultó vencedor. El 2 de septiembre, los dos monarcas firmaron un tratado de paz según el cual Jerusalén permanecería bajo control musulmán, pero se concedía a los cristianos el derecho de peregrinar libremente a Jerusalén. Ricardo abandonó Tierra Santa el 9 de octubre, después de haber combatido allí durante dieciséis meses.
Saladino murió poco después de la partida de Ricardo, el 3 de marzo de 1193, teniendo como única posesión una moneda de oro y 47 de plata, pues había repartido el resto de su patrimonio entre sus súbditos.
h. Ricardo prisionero.
Al pasar por una posada cercana a Viena, en su viaje de regreso a Inglaterra, Ricardo fue hecho prisionero por orden del duque Leopoldo de Austria, cuyo estandarte Ricardo había arrojado al foso en Acre. Más tarde pasó a poder del emperador Enrique VI, que lo tuvo cautivo durante un año, y no lo puso en libertad hasta marzo de 1194, previo pago de la enorme suma de 150 000 marcos. El resto de su reinado lo pasó guerreando contra Francia, y murió a consecuencia de una herida de flecha en el Lemosín, en 1199, a la edad de 42 años.
6. La Cuarta Cruzada.
La Tercera Cruzada no había logrado su objetivo de recuperar Jerusalén, que continuaba bajo dominio musulmán. El tratado que Ricardo “Corazón de León” y Saladino habían firmado en 1192 dejaba en poder de los cristianos tan solo una estrecha franja costera desde Tiro hasta Jaffa, aunque aseguraba la seguridad de los peregrinos cristianos que viajasen a Jerusalén. El Papa Inocencio III, deseoso de establecer la autoridad de la Santa Sede en todo el orbe cristiano, tenía un gran interés por los asuntos de los estados cristianos de Oriente.
Por otro lado, en la última década del siglo XII había ido intensificándose la rivalidad entre Enrique VI de Alemania y el emperador bizantino Isaac II Ángelo. La anterior expedición alemana, guiada por Federico I Barbaroja, se había deshecho a causa de la muerte del emperador. Enrique, su hijo y sucesor, exigía de Bizancio la entrega de la región de los Balcanes y el pago de los daños sufridos por la expedición de Barbaroja. Su política en Oriente, aceptando los juramentos de vasallaje de los reyes de Armenia y de Chipre, era de deliberada hostilidad contra Bizancio. Es posible que Enrique tuviera ya en mente la posibilidad de dirigir una nueva cruzada contra Constantinopla. Sin embargo, falleció en 1197, en Messina, a la edad de 32 años. Su sucesor en el trono alemán, Felipe de Suabia, tenía además intereses personales en Bizancio, ya que estaba casado con Irene Angelina, hija del emperador Isaac II Ángelo, que fue depuesto en 1195 por su hermano.
La ciudad estado de Venecia, principal potencia marítima en el Mediterráneo oriental, tenía fuertes intereses comerciales en los territorios bizantinos, y muy especialmente en la capital, Constantinopla. Desde finales del siglo XII gozaban de privilegios especiales para comerciar en el Imperio Bizantino, pero en 1171 el emperador Manuel I Comneno ordenó la detención de los comerciantes venecianos y la confiscación de sus bienes, lo cual provocó una suspensión de la actividad comercial entre Venecia y Bizancio que se prolongó por espacio de quince años. En 1185, Venecia acordó la reanudación de las relaciones comerciales con el emperador Andrónico I Comneno, así como el pago de una cantidad económica en concepto de compensación por las propiedades confiscadas en 1171, que nunca llegó a hacerse efectivo. Bizancio, además, explotaba en beneficio propio la rivalidad comercial de Venecia con otras ciudades estado italianas, como Génova y Pisa. El objetivo de Venecia, por lo tanto, era asegurarse la supremacía comercial en Oriente, desplazando definitivamente a sus rivales.
En 1198, el nuevo Papa, Inocencio III comenzó a predicar una nueva cruzada, tratando de evitar cuidadosamente que los reyes asuman su dirección, por lo que planifica un ataque muy organizado contra Egipto, corazón del imperio de Saladino. Su llamada, sin embargo, tuvo poco éxito entre los monarcas europeos. Los alemanes estaban enfrentados al poder papal, en tanto que Francia e Inglaterra se encontraban combatiendo la una contra la otra. Sin embargo, gracias a las encendidas prédicas de Fulco de Neuilly, se organizó finalmente un ejército cruzado en un torneo organizado en Ecri por el conde Tibaldo de Champaña en noviembre de 1199. Teobaldo fue nombrado jefe de este ejército, del que también formaban parte Balduino IX de Henao, conde de Flandes, y su hermano Enrique; Luis, conde de Blois, Godofredo III de La Perche, Simón IV de Montfort, Enguerrando de Boves, Reinaldo de Dampierre y Godofredo de Villehardouin, entre otros muchos señores del norte de Francia y de los Países Bajos. Más tarde se añadieron a la empresa algunos caballeros alemanes y varios nobles del norte de Italia, como Bonifacio, marqués de Monferrato.
La expedición se encontró con el problema del transporte, pues carecía de una flota para trasladarse a Oriente y la ruta terrestre era poco menos que imposible a causa de la decadencia del poder bizantino en los Balcanes. Se decidió que se haría un desembarco en Egipto, desde donde se avanzaría por tierra hasta Jerusalén. En 1201 murió Tibaldo de Champaña, y los cruzados eligieron como nuevo jefe de la expedición a Bonifacio de Monferrato. Este, firme partidario de los Hohenstaufen, conoció en la corte de Felipe de Suabia a Alejo, hijo del depuesto emperador Isaac II Ángelo, quien deseaba contar con la ayuda de los cruzados para recuperar el trono imperial, que le correspondía por herencia.
Entretanto, los cruzados enviaron mensajeros a Venecia, Génova y otras ciudades para contratar el transporte de la expedición. Finalmente se llegó a un acuerdo con Venecia, en abril de 1201, por el cual la República se obligaba a hacerse cargo del transporte hasta Egipto de un ejército de 33 500 cruzados junto con 4500 caballos, a cambio de 85 000 marcos de plata. Cuando llegó el momento de embarcar, en junio de 1202, los cruzados, cuyo ejército era sensiblemente menos numeroso de lo que habían previsto, no pudieron reunir la cantidad acordada. Venecia se negó a transportar al ejército a menos que se pagase íntegra la cantidad acordada. Los cruzados pasaron el verano acampados en la isla de San Nicolás de Lido, sin poder zarpar, hasta que finalmente Bonifacio de Monferrato pudo llegar a un acuerdo con Venecia.
Los venecianos estaban enfrentados con el rey de Hungría por la posesión de Dalmacia. En el curso de esta guerra, habían perdido recientemente a manos húngaras la ciudad de Zara. Su propuesta fue permitir el aplazamiento del pago de la cantidad que se les adeudaba a cambio de que los cruzados les ayudasen a conquistar esta ciudad. Bonifacio de Monferrato y el duque Enrico Dandolo se pusieron de acuerdo. A pesar del desagrado del Papa, que desautorizó esta expedición y quien había prohibido expresamente a los cruzados “cometer actos atroces contra otros vecinos cristianos”, la flota zarpó de Venecia el 8 de noviembre de 1202, y, dos días después, los cruzados atacaban Zara, rebelde a Venecia y bajo la protección del rey Emerico de Hungría y Croacia, que fue conquistada el día 15 del mismo mes. El Papa optó por excomulgar a todos los expedicionarios, aunque más adelante rectificó y perdonó a los cruzados, manteniendo la excomunión solo para los venecianos.
Mientras el ejército cruzado invernaba en Zara, llegó un mensajero de Felipe de Suabia, portador de una oferta del pretendiente al trono bizantino, Alejo el Ángel, cuñado del primo de Bonifacio e hijo del emperador bizantino Isaac. Si el ejército cruzado se desviaba hasta Constantinopla y le ayudaba a reconquistar su trono, Alejo no solo estaba dispuesto a garantizar el pago de la deuda que los cruzados habían contraído con Venecia, sino que además se comprometía a aportar a la cruzada un contingente de 10 000 soldados, así como fondos y provisiones para emprender la conquista de Egipto.
Tanto Monferrato como Dandolo aceptaron el cambio de planes. Algunos cruzados se opusieron, arguyendo que si habían emprendido la cruzada era para luchar contra los musulmanes: Abandonaron el ejército y se embarcaron hacia Siria. La mayoría, sin embargo, optó por continuar. En abril llegó Alejo a Zara, y pocos días después la flota emprendió de nuevo el viaje. El 24 de junio de 1203 el ejército cruzado se encontraba ante Constantinopla, que cayó en abril de 1204.
Tras atacar sin éxito las ciudades de Calcedonia y Crisópolis, en la costa asiática del Bósforo, el ejército cruzado desembarcó en Gálata, al otro lado del Cuerno de Oro. Sus primeros intentos de conquistar Constantinopla no tuvieron fruto, pero el 17 de julio los venecianos lograron abrir una brecha en las murallas. Creyendo inminente la caída de la ciudad, el emperador Alejo III decidió huir, llevándose consigo a su hija favorita y una bolsa llena de piedras preciosas, y refugiarse en la ciudad tracia de Mosynópolis. Los dignatarios imperiales, para resolver la situación, sacaron de la cárcel al depuesto emperador Isaac II Ángelo, padre de Alejo y lo restauraron en el trono. Tras unos días de negociaciones, llegaron a un acuerdo con los cruzados por el cual Isaac y Alejo serían nombrados co-emperadores. Alejo IV fue coronado el 1 de agosto de 1203 en la iglesia de Santa Sofía.
Para intentar cumplir las promesas que había hecho a venecianos y cruzados, Alejo se vio obligado a establecer nuevos impuestos. Se había comprometido también a conseguir que el clero ortodoxo aceptase la supremacía de Roma y adoptase el rito latino, pero se encontró con una obstinada resistencia. Confiscó algunos objetos eclesiásticos de plata para pagar a los venecianos, pero no era suficiente. Durante el resto del año 1203, la situación fue volviéndose más y más tensa: Por un lado, los cruzados estaban impacientes por ver cumplidas las promesas de Alejo; por otro, sus súbditos estaban cada vez más descontentos con el nuevo emperador. A esto se unían los frecuentes enfrentamientos callejeros entre cruzados y bizantinos.
El yerno de Alejo III, también llamado Alejo, se convirtió en el líder de los descontentos, y organizó, en enero de 1204, un tumulto que no tuvo consecuencias. En febrero, los cruzados dieron un ultimátum a Alejo IV, quien se confesó impotente para cumplir sus promesas. Estalló una sublevación que, tras algunas vicisitudes, entronizó a Alejo V Ducas. Alejo IV fue estrangulado en una mazmorra, y su padre Isaac II murió poco después en prisión.
En marzo, los cruzados deliberaron sobre lo que convenía hacer. Decididos a recuperar la ciudad por la fuerza y a colocar en el trono a un emperador latino, no lograban sin embargo ponerse de acuerdo acerca de quién sería el mejor candidato de entre ellos a ocupar el trono imperial. Bonifacio, el jefe de la expedición, no estaba bien visto por los venecianos. Finalmente se decidió que se formaría un comité electoral, compuesto de seis delegados francos y seis venecianos, que elegiría al emperador. Atacaron por primera vez la ciudad el 6 de abril de 1204, pero fueron rechazados con un gran número de bajas. Seis días después reiniciaron el ataque. Los cruzados consiguieron abrir una brecha en la muralla en el barrio de Blanquerna. Al mismo tiempo, se produjo un incendio en la ciudad, y la defensa bizantina se desmoronó. Los cruzados y los venecianos entraron en la ciudad. Alejo V huyó a Mosynópolis, donde un año antes se había refugiado su suegro, Alejo III. Los nobles ofrecieron la corona a Teodoro Láscaris, yerno también de Alejo III, pero éste la rechazó y huyó a Asia con su familia, el patriarca de Constantinopla y varios miembros de la nobleza bizantina. Se estableció en Nicea, donde fundó el Imperio de Nicea, depositario de la legitimidad bizantina.
Los clérigos que les acompañaban hicieron uso de un discurso efectivo, desoyendo las continuas órdenes del Papa Inocencio de que cancelaran este ataque contra cristianos: Esta acción no era un castigo de Dios por sus pecados, sino una prueba a sus espíritus. Eran los griegos, asesinos y traidores al asesinar a su patrón, y literalmente “peores que los judíos, los que merecían la muerte”. La ciudad fue saqueada durante varios días. Del saqueo no se libraron las iglesias ni los monasterios, y en la misma Santa Sofía fueron destruidos el iconostasio de plata y varios libros y objetos de culto.
Pese al intento por parte de los venecianos de restablecer la calma, los caballeros franceses participaron de una locura en la que continuamente pasaban a cuchillo a la población, destruían obras de arte, quemaban libros, asesinaban a clérigos y violaban a monjas. Los cruzados pasaron días emborrachándose en la sala capitular del palacio imperial, mientras una prostituta ocupaba el trono. El Papa Inocencio, en sus cartas de 1205, escribe sobre la vergüenza que siente hacia las acciones de los cruzados, y el cisma definitivo entre la Iglesia Romana y la Iglesia Ortodoxa: “¿Cómo podría volver, la Iglesia de los griegos... a una unión eclesiástica y devoción a la Sede Apostólica, cuando se ha visto en los latinos un ejemplo de perdición y oscuridad, y ahora con razón les detesta más que a perros?”.
Finalmente, se restableció el orden y se procedió a un reparto ordenado del botín según lo que se había pactado previamente: Tres octavas partes para los cruzados, otras tres octavas para los venecianos, y un cuarto para el futuro emperador. A pesar de las pretensiones de Bonifacio de Montferrato, el comité eligió emperador a Balduino IX de Flandes, primer monarca del Imperio Latino.
La creación del Imperio Latino de Oriente, partido en una serie de estados pertenecientes a venecianos y señores franceses, fue vista como un elemento decisivo para el éxito de futuras Cruzadas. En realidad, las traiciones, exilios y asesinatos se sucedieron entre la nobleza durante el medio siglo que duró el Imperio, y el emperador latino se mostraba siempre incapaz de obtener el apoyo de la población griega del territorio y de resistir las embestidas de turcos y búlgaros. De hecho, es a partir de un territorio griego, Nicea, que Miguel Paleólogo consigue asegurar la reconquista de Constantinopla en 1261 y la restauración del Imperio Bizantino. Sin embargo, la antes gran ciudad de Oriente nunca se recuperó, y el Imperio se volvió una degeneración de lo que era hasta la caída en manos turcas.
A partir del siglo XIII la idea de Cruzada decae, como algo fuera de su tiempo. Es blandida en muchas ocasiones como excusa para hacer la guerra contra herejes o príncipes enemigos de Roma, de modo que su poder moral se termina agotando en toda Europa excepto en Chipre, asiento de los reyes de Jerusalén, y Rodas, base de los Hospitalarios, que seguirán soñando obsesionados con la idea durante dos siglos más.
7. El Papa Inocencio III.
Lotario de los Condes de Segni nació en Anagni, Italia, en 1161. Noble de familia italiana, por su procedencia estudió Teología en la Universidad de París y luego Derecho Canónico en Bolonia. Incluso antes de ser elegido Papa ya era una personalidad respetable y distinguida. Por esto Celestino III lo nombró Cardenal y, tras su fallecimiento en 1198, en una votación unánime fue elegido como Papa el 8 de enero de ese año por el Colegio Cardenalicio, el cual vio más tarde satisfechas sus perspectivas para con Lotario. Parte de la gran energía que desplegó como Pontífice, se debe a haber sido un Papa inusualmente joven, no habiendo cumplido aún los 37 años al momento de su elección.
El Papado de Inocencio III se inició en medio de varias convulsiones sociales. En varias regiones de Europa, el Feudalismo estaba cediendo terreno a una nueva sociedad burguesa, en medio de la llamada revolución del siglo XII. A la vez, los estados nacionales se estaban fortificando, y los reyes, particularmente los de Francia e Inglaterra, se perfilaban como nuevos actores de importancia en el mapa político. En Oriente, la Cristiandad debía lidiar con la amenaza de un poder musulmán fortalecido por Saladino, que había conseguido desbancar a la Tercera Cruzada. Siendo la Iglesia Católica una de las entidades más poderosas de Europa, no podía hacerse oídos sordos a todos estos sucesos.
La propia Iglesia atravesaba por un período complejo. El impulso de los cistercienses, adalides de ésta durante el siglo XII, había decrecido, y nuevas doctrinas como la de los cátaros, valdenses y patarinos se estaban propagando. Era evidente que el nuevo Papa debería actuar con resolución para mantener el rol de la Iglesia.
Jugaron un papel en la mentalidad de Inocencio, su origen noble o aristocrático, y su formación como teólogo y jurista especializado en Derecho Canónico. De esta manera, a Inocencio le pareció natural el afirmar que la Iglesia Católica tenía la plena potestad sobre toda la Cristiandad. Basándose en el texto de Mateo 16, en que Cristo confiere las llaves del Reino de los Cielos a Pedro, afirmó la plena soberanía de la Iglesia incluso sobre el Emperador. Se reservaba Inocencio III intervenir en política cuando, a su juicio exclusivo, hubiera razón de pecado en el actuar de los príncipes, puesto que estos estaban para velar solo por el bienestar físico de sus súbditos, mientras que el Papa estaba para velar por la salvación de las almas, empresa ésta más valiosa que la primera en términos morales. Aseguraba que el Papa estaba entre Dios y los hombres, siendo el juez de todos los hombres pero al que nadie podía juzgarle. Él era el guardián del mundo que tenía derecho de poner y quitar reyes.
Para demostrar este ideario en signos prácticos, Inocencio III siempre prefería ser llamado con el título de “Vicario de Cristo”, por lo cual a su persona le incumbía el trato de los asuntos del cielo y de la tierra. Parece ser que fue el primero de los Papas que se proclamó con este título.
Las ideas políticas de Inocencio se vieron reflejadas a la muerte del Emperador Enrique VI, donde impuso su autoridad pontificia para auto-nombrarse como árbitro y calificador de los pretendientes al trono, aunque este anhelo había sido estampado anteriormente en su tratado “De contemptu mundi”. Sostenía que el Imperio procedía de la Iglesia no solo en su origen, sino también en sus fines; por lo que, a pesar de que los príncipes electores alemanes tenían el derecho jurídico a nombrar un nuevo Emperador, esta elección debía ser ratificada por el Pontífice.
Sin embargo, su política respecto de Alemania siempre fue problemática. Promovió a Otto de Brunswick como emperador de la Casa Welf contra Felipe de Suabia, de la Casa Hohenstaufen, pero cuando este último fue asesinado en 1206 y Otto fue coronado en Roma como Otto IV, ambos se pelearon. Recurrió entonces Inocencio III a su pupilo, Federico II de Alemania, quien a la sazón gobernaba Sicilia. Otto invadió Italia militarmente, pero debió retirarse. Federico, a la vez, invadió Alemania. El desastroso resultado de la Batalla de Bouvines, que Otto libró contra Felipe Augusto de Francia, en 1214, selló su suerte, y Federico alcanzó la corona de Alemania, sin haberse desprendido de Sicilia, lo que puso al Papa en una situación incómoda, que Inocencio no alcanzó a resolver debido a su fallecimiento.
Con respecto a Francia, Inocencio intervino en los problemas de Felipe II de Francia con su repudiada esposa, obligándole a recibirla de nuevo. En este terreno, Inocencio consiguió convertir la hostilidad inicial de Felipe en una cooperación amistosa, que le valió su alianza contra Otto IV de Alemania. También Inocencio favoreció a Felipe invitándole a la Cruzada Albigense.
Tuvo también una dura controversia con Juan de Inglaterra, conocido también como Juan Sin Tierra. En 1205 falleció Hubert Walter, arzobispo de Canterbury. Juan intentó nombrar un candidato, pero Inocencio decidió que tal cargo fuera ocupado por Stephen Langton, célebre teólogo de la Universidad de París. Ante la renuencia de Juan, Inocencio lanzó el interdicto sobre Inglaterra en 1208, y la excomunión contra Juan en 1209. Juan resistió hasta 1213, y finalmente cedió ante los deseos de Inocencio, llegando incluso a reconocerse como vasallo de la Iglesia, como medida desesperada para evitar que los franceses pudieran invadir sus dominios, que ahora eran eclesiásticos.
También intervino en la proclamación de Kalojan en Bulgaria.
Inocencio III, como ya vimos en el punto anterior, impulsó la Cuarta Cruzada a Tierra Santa en el año 1202.
Ante el problema de los cátaros, Inocencio envió a varios legados, y autorizó las prédicas de Domingo de Guzmán, para tratar de reconvertirlos. En enero de 1208, el asesinato de Pierre de Castelnau, legado pontificio en el sur de Francia, precipita los acontecimientos. Inocencio llama a la Cruzada para extirpar la herejía, dando origen así a la Cruzada Albigense. Aunque habrá núcleos de resistencia hasta varias décadas después, ya en 1215 Inocencio se siente seguro de sus resultados, hasta el punto de convocar a un Concilio Ecuménico para resguardar la ortodoxia católica. Paralelamente, la Cruzada Albigense le da un poderoso impulso a Francia, al permitírsele la anexión de la región del Languedoc.
A poco tiempo de culminar su vida y su pontificado, en 1215 convocó al IV Concilio de Letrán, uno de los más importantes de la época, en el cual se trataron temas políticos y en especial se dictaron deberes y derechos para prácticamente todas las clases sociales. Destaca “Omnis Utriusque Sexus”, en el que se obliga a todos los adultos cristianos a recibir al menos una vez al año los sacramentos de la confesión y la eucaristía.
Por otra parte cabe destacar su incondicional apoyo a Domingo de Guzmán quien fundó la orden de los dominicos y a Francisco de Asís quien fue creador de la orden de los franciscanos y las clarisas. De este modo fue el precursor de una importante reforma eclesiástica católica.
Fue el precursor de los Estados Papales.
El 16 de junio de 1216 Inocencio III fallecía en la ciudad de Perugia cuando tenía 55 años.
8. Francisco de Asís.
En el siglo XII se concretaron cambios fundamentales en la sociedad de la época: El comienzo de las Cruzadas, el incremento demográfico y la afluencia del oro, entre otros motivos, influyeron en el incremento del comercio y el desarrollo de las ciudades. La economía seguía teniendo su base fundamental en el campo dominado por el modo de producción feudal, pero los excedentes de su producción se canalizaban con mayor dinamismo que en la Alta Edad Media. Aunque todavía no se estaba produciendo una clara transición del feudalismo al capitalismo y las clases privilegiadas, nobleza y clero, seguían siendo los dominantes, como lo fueron hasta la Edad Contemporánea, los burgueses, artesanos, mercaderes, profesionales liberales y hombres de negocios, comenzaban a tener posibilidades de ascenso social. La Iglesia, protagonista de ese tiempo, también se vio influida por la nueva riqueza: No eran pocas las críticas a algunos de sus ministros que se preocupaban más por el crecimiento patrimonial y sus relaciones políticas de conveniencia.
Debido a ello, diversos movimientos religiosos surgieron en rechazo a la creciente opulencia de la jerarquía eclesiástica en esa época, o se dedicaron a vivir más de acuerdo con los postulados de una vida pobre y evangélica. Algunos de ellos medraron afuera de la institución y vivieron a su manera; tales movimientos fueron condenados hasta el punto de considerarlos herejes. Los Cátaros, por ejemplo, predicaban entre otras cosas el rechazo a los sacramentos, las imágenes y la cruz. Otras organizaciones como la creada por Francisco de Asís, por el contrario, nacieron bajo sumisión a la autoridad católica.
Francisco nació en Italia en 1181 bajo el nombre de Giovanni. Sus padres fueron Pedro Bernardone dei Moriconi y Donna Pica Bourlemont, provenzal; tuvo al menos un hermano más, de nombre Angelo. Su padre era un próspero comerciante de telas que formaba parte de la burguesía de Asís y que viajaba constantemente a Francia a las ferias locales.
Francisco recibió la educación regular de la época, en la que aprendió latín. De joven se caracterizó por su vida despreocupada: No tenía reparos en hacer gastos cuando andaba en compañía de sus amigos, en sus correrías periódicas, ni en dar abundantes limosnas; como cualquier hijo de un potentado tenía ambiciones de ser exitoso.
En sus años juveniles la ciudad ya estaba envuelta en conflictos para reclamar su autonomía del Sacro Imperio. En 1197 lograron quitarse la autoridad germánica, pero desde 1201 se enfrascaron en otra guerra contra Perugia, apoyada por los nobles desterrados de Asís. En la batalla de Ponte San Giovanni, en noviembre de 1202, Francisco fue hecho prisionero y estuvo cautivo por lo menos un año.
Desde 1198 el pontificado se hallaba en conflicto con el Imperio, y Francisco formó parte de la armada papal bajo las órdenes de Gualterio de Brienne contra los germanos.
De acuerdo con los relatos, fue en un viaje a Apulia[15] mientras marchaba a pelear, cuando durante la noche escuchó una voz que le recomendaba regresar a Asís. Estas voces, probablemente por el trauma sicológico causado por la dureza de la guerra, lo acompañarían el resto de su vida, asegurando que no solo escuchaba voces sin que nadie estuviese presente, sino también de objetos inanimados y animales. Francisco regresó a Asís ante la sorpresa de quienes lo vieron, siempre jovial pero envuelto ahora en meditaciones solitarias.
Empezó a mostrar una conducta de desapego a lo terrenal. Un día en que se mostró en un estado de quietud y paz sus amigos le preguntaron si estaba pensando en casarse, a lo que él respondió: “Estais en lo correcto, pienso casarme, y la mujer con la que pienso comprometerme es tan noble, tan rica, tan buena, que ninguno de vosotros visteis otra igual”. Hasta ese momento todavía no sabía él mismo exactamente el camino que había de tomar de ahí en adelante; fue después de reflexiones y oraciones que supo que la dama a quien se refería era la “Pobreza”.
El punto culminante de su transformación se dio cuando convivió con los leprosos, a quienes tiempo antes le parecía extremadamente amargo mirar. Se dedicó después a la reconstrucción de la capilla de San Damián después de haber visto al crucifijo de esta iglesia hablarle. Entonces decidió vender el caballo y las mercancías de su padre en Foligno, regresó a San Damián con lo ganado y se lo ofreció al sacerdote, pero este lo rechazó. Su padre, al darse cuenta de la conducta de su hijo, fue enojado en su búsqueda, pero Francisco estaba escondido y no lo halló. Un mes después fue él mismo el que decidió encarar a su padre. En el camino a su casa, las personas con que se encontró lo recibieron mal y, creyéndolo un lunático, le lanzaron piedras y lodo.
Su padre lo reprendió severamente, tanto que lo encadenó y lo encerró en un calabozo. Al ausentarse el airado padre por los negocios, la madre lo libró de las cadenas. Cuando regresó, fue ella quien recibió las reprimendas del señor de la casa, y fue otra vez en búsqueda del muchacho a San Damián, pero Francisco se plantó con calma y le reafirmó que enfrentaría cualquier cosa por amor a Cristo. Pedro Bernardone, más preocupado por lo perdido de su patrimonio, acudió a las autoridades civiles a forzarlo a presentarse, pero el joven rehusó hacerlo con el argumento de no pertenecer ya a la jurisdicción civil, por lo que las autoridades dejaron el caso en manos de la Iglesia.
Francisco se sometió al llamado de la autoridad eclesial. Ante la amonestación de devolver el dinero, frente a su padre y al obispo de Asís, de nombre Guido, no solo lo hizo, sino que se despojó de todas sus vestimentas ante los jueces, proclamando a Dios desde ese momento como su verdadero Padre. Ante esto, el obispo lo abrazó y le envolvió con su manto.
No se sabe con certeza cuántas capillas en ruinas o deterioradas reconstruyó; entre ellas, a la que más estima tenía era la capilla de la Porciúncula[16]. Allí fue donde concibió su misión, probablemente el 24 de febrero de 1208, cuando recordó las palabras del Evangelio de Lucas 10.4. Así, cambió su afán de reconstruir las capillas por la vida austera y la prédica del Evangelio. Después de someterse a las burlas de quienes lo veían vestido casi de harapos, ahora su mensaje era escuchado con atención.
En unos meses sus discípulos eran once: Bernardo de Quintavalle, Pedro Catani, Gil, Morico, Bárbaro, Sabatino, Bernardo Vigilante, Juan de San Constanzo, Angelo Tancredo, Felipe y Giovanni de la Capella.
Bajo la pobreza que Francisco predicaba y pedía, los frailes hacían sus labores diarias atendiendo leprosos, empleándose en faenas humildes para los monasterios y casas particulares, y trabajando para granjeros. Pero las necesidades cotidianas hacían la colecta de limosna inevitable, labor que Francisco alentaba con alegría por haber elegido el camino de la pobreza.
Hacia abril o mayo de 1209, Francisco se decidió a presentarse ante el Papa Inocencio III, para que le aprobara la primera regla de la orden. Con ese fin, él y sus acompañantes emprendieron el viaje a Roma. Fue bajo la intervención del obispo Guido de Asís como pudo tener audiencia con el Papa. Este y ciertos cardenales objetaban el programa franciscano por el peligro de crear otra organización nueva, debido a los movimientos anticlericales de la época y a la falta de una mínima base material de la orden; pero bajo la influencia del cardenal Juan de San Pablo y su apoyo, Francisco pudo tener una nueva audiencia para que se considerara la aprobación de su hermandad de pobres.
El Papa por fin aprobó la regla verbalmente, al convencerse de que la ayuda de un hombre como Francisco reforzaría la imagen de la Iglesia con su prédica y su práctica del Evangelio. No se conoce el contenido de esta primera regla. Fue por esta época cuando fundó, junto a Clara de Asís, la llamada segunda orden.
Camino de vuelta a Asís, él y sus acompañantes se ubicaron en un lugar llamado Rivo Torto, donde consolidaron sus principios de vivir en la pobreza, conviviendo entre los campesinos locales y atendiendo a leprosos; desde entonces se hacían llamar a sí mismos Hermanos Menores, Frailes Menores. Después de la estadía en Rivo Torto, buscó una sede para su orden; para ello pidió la ayuda del obispo Guido, pero no consiguió respuesta favorable. Fue un abad benedictino del Monte Subasio quien le ofreció la capilla de la Porciúncula y un terreno adyacente. Francisco aceptó, pero no como un regalo, sino que pagaba como renta canastas con peces.
Dentro del ánimo de la época de los viajes hacia el Este, hizo un intento de ir a Siria para la expansión del Evangelio en la tierra de los llamados “infieles”. Esto sucedió probablemente a finales del año 1212 y nuevamente dos años más tarde, pero ambas empresas se frustraron.
Antes de 1215 el número de frailes se había incrementado, no solo en Italia sino en el sur de Francia y en los reinos de España. Viajaban los franciscanos de dos en dos y convivían con la gente común; además, establecían ermitas en las afueras de las ciudades.
Durante el Concilio de Letrán de 1215, la organización adquirió un fuerte estatus legal; en ese año se decretó que toda nueva orden debía adoptar la Regla de San Benito o la de San Agustín. Para los Frailes Menores no hubo necesidad de esto, por haber sido aceptados seis años antes, aunque de palabra y no oficialmente. En este concilio el Papa Inocencio III tomó la letra Tau como símbolo de conversión y señal de la cruz.
Hacia el capítulo de 1219, la orden tuvo sus primeras diferencias respecto de las normas de pobreza dictadas por Francisco. Algunos persuadieron al cardenal Hugolino para que hablara con él, a fin de que la orden fuera dirigida por hermanos más sabios y de acuerdo con reglas como la de San Benito, a lo que Francisco se opuso recalcando la forma de vida de humildad y simplicidad. La innovación que brotó de este encuentro fue la organización de misiones a las llamadas tierras “paganas”.
En 1219 se embarcó hacia el oriente, pasando por Chipre, San Juan de Acre y Damieta en el delta del Nilo, donde los cruzados estaban bajo la orden del duque Leopoldo VI de Austria. Allí, Francisco aseguró que había Dios le había ordenado que no realizaran ningún ataque; ante sus palabras, los soldados se burlaron de él. El resultado de la siguiente batalla fue un desastre para los cruzados. Continuó su estadía y el aprecio hacia su persona crecía, incluso algunos caballeros abandonaron las armas para convertirse en frailes menores.
Tomó como misión la conversión de los musulmanes. Para ello se acompañó del hermano Illuminato para adentrarse en esas tierras; al encontrarse con los primeros soldados sarracenos fue golpeado, pero inmediatamente pidió ser llevado ante el Sultán, que entonces era al-Malik al-Kamil.
Según las crónicas de Buenaventura, Francisco, en su afán de convertirlo al cristianismo, invitó a los ministros religiosos musulmanes a entrar con él en una gran fogata, para así demostrar qué religión era la verdadera; los mulás rehuyeron la propuesta. Francisco ofreció entrar solo y retó al Sultán a que, si salía ileso, se convertiría al cristianismo e incitaría a su pueblo a hacerlo; el príncipe rechazó también esa posibilidad. Al final, sus pretensiones se frustraron. Tiempo después obtuvo del sultán al-Mu'azzam de Damasco, hermano de al-Malik, permiso solo para visitar Siria y Tierra Santa.
La orden, durante su ausencia, sufrió una crisis: Hubo disensiones, falta de organización y desacuerdos con la ruda vida diaria. El rumor de la muerte de Francisco en el Oriente dio pie a implantar reformas, entre ellas ciertas medidas disciplinarias, ayunos e incluso la institución de una casa de estudio en Bolonia; muchos consideraron estos cambios contrarios a la idea original del fundador. Enterado de estos sucesos, Francisco fue ante el Papa Honorio III y le rogó que designara al cardenal Hugolino para reorganizar la orden.
Las nuevas disposiciones tuvieron un nuevo Ministro General, Elias Bombarone, y una nueva regla, la de 1221 que entre otros temas trató el año de noviciado, la prohibición del vagabundeo y de la desobediencia ante órdenes contrarias a los principios franciscanos.
Ante el incremento de las vocaciones y el peligro de inclusión de gente de dudosa vocación espiritual, nació la llamada Tercera Orden, para permitir a hombres y mujeres laicos vivir una vida franciscana. Obtuvo su estatus legal en 1221 también con la ayuda del cardenal Hugolino. Consistía de trece capítulos en los que se reglamentaba la santificación personal de los terciarios, su vida social y la organización de la nueva fraternidad. Bajo influencia nuevamente de este cardenal, la orden reabrió el convento de Bolonia para el estudio, a pesar de la convicción de Francisco de la primacía de la oración y la prédica de los Evangelios por sobre la educación formal.
Bajo la insistencia de ministros de la orden, fue obligado a redactar una nueva regla, ya que ciertos opositores a la entonces vigente consideraban que le faltaba consistencia y definición, y que eso le impedía obtener una definitiva aprobación del Papado. Nuevamente aceptó a las exigencias. Para ello se retiró dos veces a la ermita de Fonte Colombo cerca de Rieti, a redactar una definitiva regla bajo ayuno y oración. El 29 de noviembre de 1223, con otra participación del cardenal Hugolino, la regla tuvo su forma definitiva y fue aprobada por el Papa Honorio III.
Terminada la labor de aprobación de la regla definitiva, Francisco decidió retornar a Umbría. Debido a la cercanía de la Navidad, a la que él tenía especial aprecio, quiso celebrarla de manera particular ese año de 1223; para ello convidó a un noble de la ciudad de Greccio, de nombre Juan, a festejar el nacimiento de Jesucristo en una loma rodeada de árboles y llena de cuevas de un terreno de su propiedad. Pretendió que la celebración se asemejara lo más similarmente posible a la natividad de Jesús, y montó un pesebre con animales y heno; pobladores y frailes de los alrededores acudieron a la misa en procesión. Allí Francisco asistió como diácono y predicó un sermón. Aunque no fue la primera celebración de este tipo, es considerada un importante evento religioso, una fiesta única y de ahí nace la tradición católica de poner “portales” o “nacimientos” para el 25 de Diciembre.
Francisco asistió en junio de 1224 a lo que fue su último capítulo general de la orden. Hacia principios de agosto resolvió hacer un viaje a un lugar aislado llamado Monte Alverna, a unos 160 kilómetros al norte de Asís; escogió para este viaje a algunos de sus compañeros: Leo, Angelo, Illuminato, Rufino y Masseo, a quien puso al mando del grupo.
Estando en la cima, fue visitado por el conde Orlando, quien llevaba provisiones a los frailes. Francisco le pidió construirle una cabaña a manera de celda, donde después se aisló. En ese lugar, Leo fue testigo de los actos de su soledad: Lamentos por el futuro de la orden y estados de éxtasis. Al saber que era espiado, decidió irse a un sitio más apartado en una saliente de montaña. En la fiesta de la Asunción Francisco decidió hacer un ayuno de cuarenta días. Por órdenes de Francisco, Leo lo visitaba dos veces para llevarle pan y agua.
Retornó a la Porciúncula acompañado solo por Leo; en su camino hubo muestras de veneración al fraile. Mientras tanto, su salud, que desde mucho tiempo antes nunca fue buena del todo, empeoraba. En el verano de 1225 pasó un tiempo en San Damián bajo el cuidado de sus allegados. Fue durante esta temporada cuando compuso el Cántico del Hermano Sol, que hizo también cantar a sus compañeros. Se encaminó luego a Rieti, rodeado del entusiasmo popular por tocarlo o arrancar algún pedacito del pobrísimo sayo que vestía, y se instaló en el palacio del obispo. Después se hospedó en Fonte Colombo, donde fue sometido a tratamiento médico, que incluyó cauterizar con un hierro ardiente la zona desde la oreja hasta la altura de la ceja de uno de sus ojos. Otro intento para ser tratado por renombrados médicos fue hecho en Siena, sin buen resultado.
Deseó volver a la Porciúncula a pasar sus últimos días. Arribó a Asís y fue llevado al palacio del obispo y resguardado por hombres armados, puesto que la localidad estaba en estado de guerra. En su lecho escribió su testamento. En sus últimos momentos entonó nuevamente su “Cántico al Hermano Sol”, al que agregó un nuevo verso dedicado a la “hermana Muerte”, junto a Angelo y Leo.
De acuerdo con su último deseo, fue encaminado a la Porciúncula, donde se estableció en una cabaña cercana a la capilla. Murió el 3 de octubre de 1226. El día siguiente, el cortejo fúnebre se encaminó hacia San Damián y después a San Giorgio, donde fue sepultado.
9. Domingo de Guzmán.
Domingo de Guzmán Garcés nació en 1170 en Caleruega, en el Reino de Castilla en España. Sus padres fueron Félix Núñez de Guzmán y Juana Garcés, llamada comúnmente Juana de Aza, y tuvo dos hermanos, Antonio y Manés.
De los siete a los catorce años, bajo la preceptoría de su tío el arcipreste de Gumiel de Izán, Gonzalo de Aza, recibió esmerada formación moral y cultural. En este tiempo, transcurrido en su mayor parte en Gumiel de Izán, despertó su vocación hacia el estado eclesiástico.
De los catorce a los veintiocho vivió en Palencia; estudiando seis cursos de artes; cuatro de teología; y fue profesor del Estudio General de Palencia. Al terminar la carrera de artes en 1190, recibida la tonsura[17], se hizo canónigo regular en la catedral de Osma. Fue en el año 1191, ya en Palencia, cuando vende sus libros, para aliviar a los pobres del hambre que asolaba España. Al concluir la teología en 1194, se ordenó sacerdote y fue nombrado regente de la Cátedra de Sagrada Escritura en el Estudio de Palencia.
Al finalizar sus cuatro cursos de Docencia y Magisterio Universitario, con veintiocho años de edad, se recogió en su Cabildo, luego el obispo le encomienda la presidencia de la comunidad de canónigos y del gobierno de la diócesis en calidad de Vicario General de la misma.
En 1205, por encargo del rey Alfonso VIII de Castilla, acompaña al obispo de Osma, monseñor Diego de Acebes, como Embajador Extraordinario para concertar en la corte danesa las bodas del príncipe Fernando. Con este motivo, realizó viajes a Dinamarca y a Roma, decidiéndose durante ellos su destino y clarificándose definitivamente su ya antigua vocación misionera. Convencido de que los Cátaros, considerados herejes por la iglesia católica, debían ser convertidos, comenzó a formar el movimiento de predicadores. De acuerdo con el papa Inocencio III, en 1206, al terminar las embajadas, se estableció en el Languedoc como predicador entre los cátaros, y en 1206 establece una primera casa femenina en Prouille. Rehusó a los obispados de Conserans, Béziers y Comminges, para los que había sido elegido canónicamente.
Domingo de Guzmán vio la necesidad de un nuevo tipo de organización para dirigir las necesidades de su tiempo, uno que traería la dedicación y educación sistemática de las anteriores órdenes monásticas para influir en los problemas religiosos de la población, pero con más flexibilidad organizacional que las otras órdenes monásticas o la clerecía secular.
Para reproducir los dogmas católicos entre los pueblos de otras creencias, en 1215 establece en Tolosa la primera casa masculina de su Orden de Predicadores, cedida a Domingo por Pedro Sella, quien con Tomás de Tolosa se asocia a su obra. En Setiembre del mismo año, llega de nuevo a Roma en segundo viaje, acompañando del obispo de Tolosa, Fulco, para asistir al Concilio de Letrán y solicitar del Papa la aprobación de su orden, como organización religiosa de canónigos regulares. De regreso de Roma elige con sus compañeros la regla de San Agustín para su Orden y en septiembre de 1216, vuelve en tercer viaje a Roma, llevando consigo la regla de San Agustín y un primer proyecto de constituciones para su orden. El 22 de diciembre de 1216 recibe del Papa Honorio III la bula “Religiosam Vitam” por la que confirma la Orden de Predicadores.
Al año siguiente retorna a Francia y en el mes de Agosto dispersa a sus frailes, enviando cuatro a España y tres a París, decidiendo marchar él a Roma. Meses después enviará los primeros Frailes a Bolonia. A finales de 1218 regresa España a recorrer Segovia, Madrid y Guadalajara.
Por mandato del Honorio III, en un quinto viaje a Roma, reúne en el convento de San Sixto a las monjas dispersas por los distintos monasterios de Roma, para obtener para los frailes el convento y la Iglesia de Santa Sabina. En la fiesta de Pentecostés de 1220 asiste al primer “Capítulo General de la orden”, celebrado en Bolonia. En él se redactan la segunda parte de las constituciones. Un año después, en el siguiente capítulo celebrado también en Bolonia, acordará la creación de ocho provincias. Con su orden claramente estructurada y más de sesenta comunidades en funcionamiento, agotado físicamente, tras breve enfermedad, fallece el 6 de agosto de 1221, a los cincuenta y un años de edad, en el convento de Bolonia, donde sus restos permanecen sepultados.
Domingo contaba que veía a la Virgen sosteniendo en su mano un rosario y que le enseñó a recitarlo.
10. Tomás de Aquino.
En 1226 vino al mundo en Italia quien sería la mente más grande de la Edad Media, Tomás de Aquino, llamado el “Príncipe de la Escolástica” y el “Doctor Universal”. Durante el siglo XIII, Tomás de Aquino buscó reconciliar la filosofía Aristotélica con la teología agustiniana. Tomas utilizó tanto la razón como la fe en el estudio de la metafísica, filosofía, moral y religión. Aunque aceptaba la existencia de Dios como una cuestión de fe, propuso cinco pruebas de la existencia de Dios para apoyar tal convicción.
Nació en una familia noble en Roccasecca y estudió en el monasterio benedictino de Montecassino y en la Universidad de Nápoles. Ingresó en la orden de los dominicos todavía sin graduarse en 1243, el año de la muerte de su padre. Su madre, que se oponía a la entrada de Tomás en una orden mendicante, le confinó en el castillo familiar durante más de un año en un vano intento de hacerle abandonar el camino que había elegido. Le liberó en 1245, y entonces Tomás viajó a París para completar su formación. Estudió con el filósofo escolástico alemán Alberto Magno, siguiéndole a Colonia en 1248. Como Tomás era de poderosa constitución física y taciturno, sus compañeros novicios le llamaban “Buey Mudo”, pero Alberto Magno había predicho que “este buey un día llenará el mundo con sus bramidos”.
Tomás de Aquino fue ordenado sacerdote en 1250, y empezó a impartir clases en la Universidad de París en 1252. Sus primeros escritos, en particular sumarios y explicaciones de sus clases, aparecieron dos años más tarde. Su primera obra importante fue Scriptum super quatuor libris Sententiarum Magistri Petri Lombardi, escrita aproximadamente entre 1254 y 1259, que consiste en comentarios sobre una obra influyente relacionada con los sacramentos de la Iglesia, Sententiarum libri quatuor, cuatro libros de sentencias del teólogo italiano Pedro Lombardo.
En 1256 a Tomás de Aquino se le concedió un doctorado en Teología y fue nombrado profesor de Filosofía en la Universidad de París. El papa Alejandro IV le llamó a Roma en 1259, donde sirvió como consejero y profesor en la curia papal. Regresó a París en 1268, y enseguida llegó a implicarse en una controversia con el filósofo francés Siger de Brabante y otros seguidores del filósofo islámico Averroes.
Para comprender la crucial importancia de esta polémica en la evolución del pensamiento de Occidente, es necesario considerar el contexto en que se produjo. Antes de Tomás de Aquino, el pensamiento occidental había estado dominado por la filosofía de Agustín, el Padre y Doctor de la Iglesia occidental durante los siglos IV y V, quien consideraba que en la búsqueda de la verdad se debía confiar en la experiencia de los sentidos. A principios del siglo XIII las principales obras de Aristóteles estuvieron disponibles en una traducción latina de la Escuela de traductores de Toledo, acompañadas por los comentarios de Averroes y otros eruditos islámicos. El vigor, la claridad y la autoridad de las enseñanzas de Aristóteles devolvieron la confianza en el conocimiento empírico, lo que originó la formación de una escuela de filósofos conocidos como averroístas. Bajo el liderazgo de Siger de Brabante, los averroístas afirmaban que la filosofía era independiente de la revelación.
Esta postura amenazaba la integridad y supremacía de la doctrina católica romana y llenó de preocupación a los pensadores ortodoxos. Ignorar a Aristóteles, en la interpretación que de sus enseñanzas hacían los averroístas[18] era imposible, y condenar sus enseñanzas era inútil. Tenía que ser tenido en cuenta. Alberto Magno y otros eruditos habían intentado hacer frente a los averroístas, pero con poco éxito. Tomás triunfó con brillantez.
Reconciliando el énfasis agustino sobre el principio espiritual humano con la afirmación averroísta de la autonomía del conocimiento derivado de los sentidos, Tomás de Aquino insistía en que las verdades de la fe y las propias de la experiencia sensible, así como las presentaba Aristóteles, son compatibles y complementarias. Algunas verdades, como el misterio de la Encarnación, pueden ser conocidas solo a través de la revelación, y otras, como la composición de las cosas materiales, solo a través de la experiencia; aun otras, como la existencia de Dios, son conocidas a través de ambas por igual. Así, la fe guía al hombre hacia su fin último, Dios; supera a la razón, pero no la anula. Todo conocimiento, mantenía, tiene su origen en la sensación, pero los datos de la experiencia sensible pueden hacerse inteligibles solo por la acción del intelecto, que eleva el pensamiento hacia la comprensión de tales realidades inmateriales como el alma humana, los ángeles y Dios. Para lograr la comprensión de las verdades más elevadas, aquellas con las que está relacionada la religión, es necesaria la ayuda de la revelación. El realismo moderado de Tomás situaba los universales en el ámbito de la mente, en oposición al realismo extremo, que los proponía como existentes por sí mismos, con independencia del pensamiento humano. No obstante, admitía una base para los universales en las cosas existentes en oposición al nominalismo y el conceptualismo. En su filosofía de la política, a pesar de reconocer el valor positivo de la sociedad humana, se propone justificar la perfecta racionalidad de la subordinación del Estado a la Iglesia.
Tomás primero sugirió su opinión madurada en De unitate intellectus contra averroistas[19]. Esta obra invirtió la corriente de opinión hasta entonces favorable a sus oponentes, quienes fueron censurados por la Iglesia.
Tomás dejó París en 1272 y se fue a Nápoles, donde organizó una nueva escuela dominica. En marzo de 1274, mientras viajaba para asistir al II Concilio de Lyon, al que había sido enviado por el Papa Gregorio X, cayó enfermo. Falleció el 7 de marzo en el monasterio cisterciense de Fossanova.
11. La Quinta Cruzada.
La disputa que Juan Sin Tierra había tenido con el Papa Inocencio III sobre la investidura de Stephen Langton como el arzobispo de Canterbury no solo lo había enemistado con el clero inglés, sino también con buena parte de la población. Si se había mantenido en el poder había sido en gran parte gracias al apoyo de la nobleza, pero su reciente derrota frente al rey Felipe II de Francia había minado considerablemente este apoyo. Ese mismo año, en 1215, un grupo de nobles y eclesiásticos, entre los que destacaba Stephen Langton, pusieron por escrito una serie de exigencias a las que el rey debía someterse, e instaron a Juan a que firmara el documento. El rey se resistió, pero el conde de Pembroke, Guillermo el Mariscal, le instó a firmar bajo amenaza de una guerra civil. Hubo algunos movimientos y preparativos de guerra, pero al fin el 15 de Junio Juan Sin Tierra, reunido con los barones en Runnymede, a orillas del Támesis, firmó la llamada “Carta Magna”. La mayor parte de la Carta Magna no hace sino consagrar los privilegios de la nobleza y de la Iglesia. La presión de la burguesía permitió incluir alguna cláusura de aires progresistas, como: “Ningún sheriff... tomará como transporte los caballos o carros de ningún hombre libre, como no sea por la buena voluntad de dicho hombre libre”, pero hay que tener presente que “hombre libre” hacía referencia entonces a una clase muy reducida de gentes acomodadas.
Poco después Juan se arrepintió de haber firmado y en esto obtuvo el apoyo de Inocencio III, que se mostró escandalizado de que alguien que no fuera él se hubiera atrevido a decirle a un rey lo que tenía que hacer. El Papa eximió a Juan de todos sus juramentos y cesó en sus funciones como arzobispo a Stephen Langton, por su participación en los hechos. Como consecuencia, en Inglaterra estalló una guerra civil.
Álvaro Núñez de Lara, tutor del joven Enrique I de Castilla, para fortalecer su posición frente a Berenguela, la hermana del rey y regente del reino, concertó el matrimonio de Enrique I con Mafalda de Portugal, hermana del rey Alfonso II. Sin embargo, Inocencio III anuló el matrimonio por el parentesco, en realidad por simples ganas de molestar, pues tal parentesco consistía en que eran tataranieto y bisnieta del conde Ramón Berenguer III de Barcelona. Mafalda se retiró a un monasterio en Portugal.
El 11 de noviembre Inocencio III inauguró el Concilio de Letrán IV, en el que se tomaron, entre otras, las siguientes resoluciones:
a. Se condenó nuevamente la doctrina cátara, así como la de un místico italiano llamado Gioacchino da Fiore, que había muerto hacía más de una década, de cuya vida se sabe poco, pero cuya doctrina consistía esencialmente en que el mundo, tras haber estado primero bajo el reinado del Padre y luego del Hijo, estaba entrando ahora en el reinado del Espírituo Santo, en el que los clérigos debían ser sustituidos por los monjes, libres de preocupaciones doctrinales o morales.
b. Se confirmó la destitución del conde Raimundo VI de Tolosa y sus territorios le fueron encomendados a Simón de Montfort, como vasallo del rey francés.
c. Se ratificó la regla de Francisco de Asís que fue uno de los participantes en el Concilio.
d. Se aprobó la predicación de una “Quinta Cruzada”, ya que la Cuarta se había desvirtuado y Jerusalén seguía en manos de los turcos.
e. Como medio para detectar y combatir la herejía, se decretó que todo católico tenía que comulgar y confesarse al menos una vez al año, a título de “Mandamientos de la Iglesia”.
f. Por último, pero no menos importante, se adoptó la expresión “transustanciación” para la eucaristía, y que vendría a ser uno de los puntos que criticaría Lutero.
Domingo de Guzmán presentó la solicitud de que la fundación que había organizado en Tolosa recibiera el reconocimiento como orden religiosa, pero el Concilio no tomó ninguna decisión al respecto.
En Florencia estalló una querella entre dos familias de la nobleza. La familia Arrighi asesinó a Buondelmonte, que había ofendido a uno de sus miembros, Oddo Arrighi. Durante la guerra entre Otto IV y Felipe de Suabia, Florencia había sido partidaria del güelfo[20], por lo que los asesinos de Buondelmonte, temiendo represalias, se pusieron bajo la protección del Hohenstaufen Federico II. Así, la ciudad quedó pronto dividida en dos facciones: Los güelfos, partidarios de la familia de Otto IV, y los partidarios de los Hohenstaufen.
En 1216 murió el rey de Suecia Erik Knutsson. Dejó un hijo póstumo, Erik Eriksson, durante cuya minoría de edad Suecia estuvo regida por un consejo de clérigos, si bien el poder real lo ejerció Johan Sverkerson, de la familia rival de los Erik, que venía alternando con ella el gobierno del país durante casi un siglo.
Gengis Kan dominaba ya todo el Imperio Jin. Lo dejó bajo el gobierno de su lugarteniente Mukali, establecido en Pekín, y regresó a Mongolia para preparar una campaña hacia el oeste.
En el sur de la India murió Kulattonga III, el último rey de la dinastía Chola, que llevaba ya un tiempo en decadencia. La supremacía pasó a la dinastía Pandya, que había estado dominada por los Chola durante mucho tiempo.
Algunos señores ingleses establecieron una alianza con Felipe II de Francia y le ofrecieron la corona a su hijo Luis el León, que finalmente llevó adelante la invasión de Inglaterra que había sido abortada tres años antes. Pero Juan Sin Tierra murió en Octubre y Guillermo el Mariscal, el conde de Pembroke, defendió los derechos de su primogénito, Enrique III, como legítimo rey de Inglaterra, duque de Aquitania y conde de Poitiers. Tenía entonces trece años y el Mariscal le hizo ratificar la Carta Magna, lo que le ganó algunos partidarios. También contó con la aprobación de Inocencio III, que se opuso al intento de Luis de apoderarse del trono inglés, pero el Papa no tardó en morir, y fue sucedido por el cardenal Cencio Savelli, que adoptó el nombre de Honorio III. La elección se hizo en Peruggia, cuyos habitantes optaron por encerrar a los cardenales para agilizar el proceso de elección, con lo que sentaron un precedente que se repetiría más veces a lo largo del siglo. Honorio III trató de seguir la política de su predecesor, pero solo hubo un Inocencio III. El nuevo Papa aprobó la orden de Domingo de Guzmán.
Otto IV no pudo impedir que Federico II fuera proclamado rey de romanos. Así, para conseguir el título de emperador solo faltaba que el Papa lo coronara. A su vez, Federico II traspasó el título de duque de Suabia a su hijo, el rey Enrique II de Sicilia, que tenía entonces cinco años.
Los tolosanos no tardarón en rebelarse contra Simón de Montfort, y el conde Raimundo VI, junto con su hijo Raimundo, que tenía ya diecinueve años, inició la reconquista de sus posesiones.
El príncipe Bohemundo IV de Antioquía fue derrocado por su sobrino Raimundo. Raimundo contó con la ayuda del patriarca latino de la ciudad y de su tío abuelo, el rey León II de Armenia, mientras que Bohemundo IV había contado con el apoyo de las comunidades griegas. Ese año había muerto Enrique de Flandes, el emperador latino de Constantinopla. Los barones latinos necesitaban a alguien capaz y eligieron como nuevo emperador a Pedro II de Courtenay, el marido de Yolanda de Flandes, hermana de Enrique. Se encontraba en Francia y llegó a Oriente ya en 1217, pero, con la precipitación del viaje, acabó capturado por el déspota Teodoro de Épiro y murió ese mismo año en cautiverio. Yolanda quedó como Emperatriz.
Luis el León, el hijo de Felipe II, sufrió una derrota en Inglaterra la cual, unida a las amenazas de Honorio III y a un cuantioso pago que le hizo Guillermo el Mariscal, le llevó a retirarse y renunciar a la corona inglesa.
La predicación de la quinta cruzada, acordada en Letrán, no tuvo mucho éxito en Europa, a pesar que incluso Irlanda y Noruega, fue mandada en 1213 una legión de predicadores. El cardenal de Courzon, secundado por Jacobo de Vitry, encabeza el grupo de legados que predicaba la “guerra sagrada”. El clero recibió orden de entregar la vigésima parte de sus ingresos y, por su lado, Inocencio III donó 30 mil marcos de plata. Tres fueron los reyes que tomaron inicialmente el voto de la cruzada: Juan Sin Tierra, rey de Inglaterra; Federico II, rey de Sicilia y futuro emperador de Alemania, que con una u otra excusa, acabó no yendo, y Andrés II, rey de Hungría, el personaje de mayor rango, que desembarcó en San Juan de Acre y trató sin éxito de conquistar el monte Tabor. El rey húngaro fue conocido desde entonces como Andrés II el Hierosomilitano, o sea, el de Jerusalén. Por su parte, Felipe II Augusto, rey de Francia, destinó algo de sus rentas para la cruzada, la que fue favorecida por el Concilio XII de Letrán.
Cuando comenzaban a hacerse los preparativos de la Quinta Cruzada murió en 1216 Inocencio III y pocos meses después fallecía también Juan Sin Tierra. Federico II, ocupado en distintos problemas políticos de orden interno, tanto en sus dominios sicilianos e italianos como en la propia Alemania, procuraba eludir la cruzada con los más variables pretextos. En cuanto a la masa de caballeros y príncipes alemanes, todos ellos preferían saquear y asesinar en las ricas tierras eslavas del Elba, del Oder y del Báltico Oriental. Tampoco los caballeros de Inglaterra y de Francia revelaban mayores deseos de emprender una nueva marcha a ultramar. No veían provecho alguno en las difíciles campañas de Oriente y preferían dirigirse a Grecia, para apropiarse de sus feudos con mayor facilidad. En general, los tiempos habían cambiado. Con el fortalecimiento del poder real, los nobles descendientes de los “sin ropa” y de los “sin bienes” entraban al servicio de los ejércitos del rey, lo que a más de honroso era provechoso. Pese a todo, el nuevo Papa, Honorio III, continuó la obra de su predecesor y consiguió realizar la cruzada.
En el verano de 1217, Andrés II, rey de Hungría, consiguió reunir un ejército bastante importante y emprendieron la marcha hacia el Oriente, embarcándose en el puerto de Sapalatro, en Dalmacia. En esta Quinta Cruzada participaron también Guillermo de Holanda, el duque Leopoldo VI de Austria, algunos príncipes de Alemania Meridional y gran número de señores alemanes y bávaros acompañados de sus vasallos. Andrés II fue el jefe de la expedición que de Sapalatro se dirigió a Chipre, donde se le unieron otros cruzados que habían llegado de Brindis, Génova y Marsella, y unidos todos a Lusiñán, rey de la isla, desembarcaron en Tolemaida. El ataque que planearon no fue muy enérgico, a consecuencia de la falta de víveres. Los cruzados fueron recibidos en Siria con bastante frialdad. Los francos de Siria no necesitaban de la cruzada: En el transcurso de casi 20 años habían entablado un comercio pacífico con Egipto y la guerra solo podía perjudicar sus intereses económicos. No obstante, los cruzados ganaron una batalla a Malek-Adel, quien murió al poco tiempo de dividir entre sus hijos los Estados que poseía, dando a Malek-Kamel el Egipto, a Moadham la Siria y la palestina, y a Aschraf la Mesopotamia.
Llegaron a Acre en 1217 donde se unieron a Juan de Brienne regidor del Reino de Jerusalén, Hugo I de Chipre y el príncipe Bohemundo IV de Antioquía para combatir a los Ayubitas en Siria. Los cruzados húngaros y alemanes permanecieron en Acre un año sin resultado alguno, procurando realizar incursiones al interior del país sobre Damasco y otras ciudades, pero todas fueron estériles. La mayoría de los holandeses, embarcados en 300 naves, se había demorado por luchar contra los emires de España Meridional, y recién en abril de 1218 llegaron a Acre.
El ejército de los cruzados atacó el Monte Tabor, aunque sin resultado. Las discordias no tardaron en estallar, y Andrés II, convencido de la inutilidad de la empresa y sin prestar atención a la excomunión proclamada en su contra por el patriarca católico de Jerusalén regresó a su patria después de visitar los Santos Lugares.
Los guerreros llegados de España a Palestina animaron a los cruzados a emprender una campaña contra Egipto, que era a la sazón el verdadero centro del poder musulmán. Desde el comienzo de la Cuarta Cruzada se proyectaba su invasión, por lo que la idea fue respaldada por el cardenal legado Pelagio; Juan de Brienne, rey titular de Jerusalén, y el duque de Austria. Como objetivo del ataque fue elegida Damieta, ciudad-fortaleza competidora en importancia comercial de Alejandría. Por su ubicación en uno de los brazos del Nilo representaba la llave de Egipto. Damieta estaba rodeada por un triple cinturón de muros y defendida por una potente torre, construida en una isla en medio del Nilo. Un puente unía la torre a la ciudad y gruesas cadenas de hierro impedían la entrada a Damieta por el río.
El sitio fue largo y duro, y costó la vida de muchos cruzados y musulmanes, entre ellos el propio Sultán al-Adel, pero finalmente se logró tomar la plaza en 1219. Al principio, los cruzados supieron convertir sus naves en máquinas para el sitio, dotadas de grandes escaleras de asalto que les ayudaron a posesionarse de la torre. Los esfuerzos de sus adversarios, sumados al desborde del Nilo y a las epidemias que empezaron a azotar a los cruzados, contribuyeron a detener sus éxitos. Por varios meses la situación se mantuvo estacionaria. En la primavera y verano de 1219 numerosos cruzados, entre ellos el duque de Austria, emprendieron el regreso a Europa. Otros, sin embargo, prosiguieron obstinadamente el sitio de Damieta. En la ciudad, rodeada por todas partes por el ejército cruzado, se hacía sentir el hambre. Malek-Kamel, sultán egipcio, procuró salvar la ciudad, ofreciendo a los cruzados, a cambio de que levantaran el sitio, entregarles el reino de Jerusalén en sus límites de 1187, devolverles las reliquias sagradas.
Acto seguido, comenzaron las disputas entre los cristianos por el control de la ciudad. El jefe del ejército cruzado, el legado papal Pelagio, opinó que no podía acordarse una paz con los árabes y que era necesario conquistar Damieta y luego todo Egipto. Los tres grandes maestros de las órdenes espirituales de los caballeros y algunos otros jefes de la cruzada apoyaron la opinión del cardenal. La entrega de Jerusalén no les satisfacía. Las proposiciones de paz del sultán fueron rechazadas. A comienzos de noviembre de 1219 los cruzados tomaron Damieta por asalto, pasándola a sangre y fuego y apoderándose de riquísimos tesoros. El botín tomado valía varios centenares de miles de marcos. Sin embargo, este éxito fue de una duración efímera, y comenzaron las divergencias entre los vencedores. Juan de Brienne, rey de Jerusalén, reclamó la inclusión de Damieta en sus dominios. El cardenal Pelagio se opuso a estas pretensiones, señalando que la iglesia católica debía conservar para sí todo lo conquistado. Tampoco existía un acuerdo sobre las acciones bélicas posteriores. El legado papal exigía la inmediata marcha sobre el Valle del Nilo, pues creía que por el hecho de que el sultán Malek-Kalem hubiera pedido la paz, la conquista de Egipto no sería difícil.
El cardenal Pelagio ordenó al ejército que se encaminara a El Cairo, desoyendo los consejos y la opinión de los hombres de guerra que lo acompañaban. Sin embargo, no encontró apoyo en la mayoría de los caballeros, que advertían la insuficiencia de sus fuerzas para una empresa de tal envergadura.
Estas disputas y la falta de ayuda por parte del emperador alemán, retrasaron la continuación de la campaña hasta 1221, año en que empezaron a llegar nuevos destacamentos de peregrinos, principalmente desde Alemania Meridional y los cruzados marchan al sur hacia El Cairo. Para entonces, el nuevo Sultán Malek-Kamel había reorganizado sus fuerzas y se había fortificado algo al sur de Damieta, en las cercanías de la ciudad de Mansura, lo que, unido a las inundaciones del Nilo que diezmaron al ejército cruzado en su marcha hacia el Sur.
Aunque en el ejército de los cruzados se hacían oír opiniones que procuraban convencer a sus jefes de la conveniencia de aceptar las condiciones de los adversarios, que cedían la Ciudad Santa y el Santo Sepulcro, por segunda vez se contestó al Sultán con una negativa. Felipe II Augusto, al enterarse de que los cruzados habían tenido la oportunidad de recibir “un reino a cambio de una ciudad” y habían rechazado la oferta, no pudo contenerse y los tildó de “estúpidos y mentecatos”.
A mediados de junio de 1221 los cruzados iniciaron la ofensiva contra Mansura. Al mismo tiempo comenzó el impetuoso desbordamiento del Nilo, que inundó el campamento de los cruzados. Los musulmanes, preparados con anticipación para recibir el desbordamiento de las aguas, cortaron a los cruzados su retirada. Cuando las asustadas huestes del legado papal procuraron buscar su salvación en una desordenada fuga hacia Damieta, las topas egipcias les cortaron el paso con una lluvia de flechas, hostigándolos tanto de día como de noche. Para evitar que su ejército fuera aniquilado, los cruzados se vieron obligados a negociar la paz con Malek-Kamel, concertándose un acuerdo final el 30 de agosto.
Los términos de esta rendición supusieron la vuelta de Damieta a manos del Sultán, quien acepto un acuerdo de paz de ocho años de duración y el retiraro de los cruzados a principios de septiembre de 1221. Perdida Damieta, el ejército cruzado derrotado totalmente desocupó Egipto. Fue por tanto una cruzada inútil, que apenas alteró el equilibrio de poder entre cristianos y musulmanes. Entre las causas del mal éxito de la empresa se señaló el haber faltado a sus promesas Federico II, la poca previsión del cardenal legado Pelagio y la impericia de los jefes que dirigían la expedición.
12. La Sexta Cruzada.
La Sexta Cruzada comenzó en 1228, tan solo siete años después del fracaso de la Quinta Cruzada, y fue un nuevo intento de recuperar Jerusalén.
El emperador Federico II había intervenido en la Quinta Cruzada, una vez muerto su gran enemigo el Papa Inocencio III, enviando tropas alemanas, pero sin llegar a liderarlas personalmente, pues necesitaba consolidar su posición en Alemania e Italia antes de embarcarse en una aventura como la Cruzada. No obstante, prometió tomar la cruz después de su coronación como emperador en 1212 por el Papa Honorio III.
Roma se consideraba amenazada por la política italiana del Hohenstaufen, nieto de Federico I Barbaroja, y se le hizo cargar la culpa del fracaso de la Quinta Cruzada. Federico II, en 1215, había prometido participar en la cruzada y había esquivado luego el cumplimiento de su promesa. El Papa Honorio III predicó la Sexta Cruzada, y nuevamente prometió asistir Federico II, el que fue amenazado de excomunión en caso de demorar su marcha hacia el Oriente. Luego de prometer al Pontífice que recuperaría el tiempo perdido, se fijó para 1225 la realización de la nueva cruzada.
Para activar la expedición llegaron a Italia los maestres de los templarios, hospitalarios y teutónicos, el patriarca de Jerusalén y el mismo Juan de Brienne, que recorrió los Estados de Europa pidiendo socorros. Todo se esperaba de Federico, al que se comprometió con Yolanda, hija de Juan de Brienne y heredera del trono de Jerusalén. En los puertos de Sicilia e Italia comenzó la construcción de 50 grandes naves especialmente acondicionadas para el transporte de un ejército ecuestre, pero la indiferencia popular hizo que en la primavera de 1225 Federico II no reuniera la cantidad de gente suficiente para una campaña de ultramar. Además, la situación en Italia Meridional demandaba la presencia del emperador.
En 1225 Federico se casó con Yolanda de Jerusalén, hija de Juan de Brienne, regidor nominal del Reino de Jerusalén, y Maria de Montferrato, por lo tanto Federico tenía aspiraciones al trono de dicho reino, o lo que es lo mismo, tenía una razón poderosa para intentar recuperar Jerusalén, interviniendo en la guerra del sultán egipcio contra Damasco. La oportunidad se le presentó en 1226, cuando Malek-Kamel le ofreció una alianza. El emperador alemán inició las negociaciones con Egipto, aunque empeoraran sus relaciones con Roma.
La iniciación de la cruzada quedó aplazada para 1227, con la aprobación papal luego que Federico II se comprometiese a abonar en esa fecha cien mil onzas de oro al patriarca católico de Jerusalén, para las necesidades de Tierra Santa. En 1227, siendo ya Papa Gregorio IX, el octogenario Papa que sucedió a Honorio III, Federico y su ejército partieron de Brindisi hacia Siria, pero una epidemia les obligó a volver a Italia tan solo dos días después, lo que ocasionó la dispersión de un numeroso ejército que había ido ya a Palestina. Esto le dio a Gregorio la excusa para excomulgar, por romper sus votos de cruzado, a Federico, que llevaba años luchando por consolidar el poder imperial en Italia a expensas del Papado. Tras varios intentos de negociación con el Papa, Federico decidió embarcarse nuevamente hacia Siria en 1228 a pesar de la excomunión, llegando a Acre en septiembre acompañado de 600 caballeros, a bordo de 20 galeras. Una vez allí pronto se vio atrapado por la complicada política del Oriente Próximo. Por un lado entre los propios cristianos muchos veían en esta nueva Cruzada un intento de extender el poder imperial. Se produjo por tanto en Tierra Santa una continuación de la lucha mantenida en Europa entre los defensores del Papado y los del Imperio[21]. Del otro lado, los musulmanes tenían sus propias luchas internas, por lo que el Sultán Malek-Kamel firmó un tratado con Federico para unirse contra su enemigo al-Naser. A cambio, el emperador podría obtener varios territorios, entre ellos Jerusalén exceptuando la Cúpula de la Roca, sagrada para el Islam, y una tregua de 10 años. A pesar de la oposición papal a este acuerdo, Federico se coronó Rey de Jerusalén, si bien legalmente actuaba como regente de su hijo Conrado IV de Alemania, nieto de Juan de Brienne.
El Papa prohibió la Sexta Cruzada, señalando que el objetivo del “servidor de Mahoma” era “raptar el reino de la Tierra Santa”. La posición del Papado solo podían disminuir las posibilidades de éxito de la cruzada, pero el emperador perseguía objetivos netamente políticos: Teniendo en vista el título de rey de Jerusalén, la cruzada le permitiría crear el imperio “mundial” de los Hohenstaufen.
La excomunión que sobre él pesaba y la desaprobación de la expedición por el Papa fueron causas de que Federico II fuese desobedecido por los caballeros de las órdenes militares, rechazado por el clero y despreciado por los fieles de la Tierra Santa. Pero el emperador siguió adelante y llegó a Siria. En Jaffa, en septiembre de 1229, concertó un tratado de diez años con Malek-Kamel, aprovechándose de las divergencias feudales de los musulmanes y de la lucha del sultán egipcio con su sobrino, emires de Damasco, por el dominio de Siria y Palestina. Federico II aseguró al sultán su ayuda contra todos sus enemigos, presumiblemente también contra los príncipes de Antioquía y de Trípoli y las órdenes religiosas de caballeros, mientras Malek-Kamel concedió Jerusalén al emperador, con excepción del barrio de la mezquita de Omán, Belén, Sidón, Nazaret y otras ciudades de Palestina, formando una faja de territorio para los cristianos desde Acre a Jerusalén. Además fueron firmados con Egipto ventajosos contratos comerciales.
Un mes después Federico II, que había enviudado en 1228, entró en Jerusalén, sin más acompañamiento que los barones alemanes y los caballeros teutónicos, colocándose él mismo la corona de sus reyes, pues el clero católico se negó a realizar la ceremonia de coronación. El patriarca católico decretó la interdicción sobre la Ciudad Santa y prohibió la celebración de oficios religiosos mientras permaneciera en Jerusalén el excomulgado emperador. El Papa acusó a Federico II de haber traicionado al cristianismo y mandó sus tropas a invadir los dominios en Italia Meridional del “libertador del Santo Sepulcro”. El emperador regresó urgentemente a Italia, ofreciendo resistencia armada a los ejércitos del Pontífice y derrotando a las fuerzas papales. En 1230, de acuerdo a las cláusulas de paz de Saint-Germain, Gregorio IX levantó la excomunión a Federico II y al año siguiente ratificó todos los tratados celebrados por el emperador con los musulmanes, ordenando a todos sus prelados de Tierra Santa, así como a los caballeros templarios y hospitalarios, conservar la paz con Malek-Kamel.
La partida de Jerusalén de Federico, acosado por graves problemas en Europa y la expiración de la tregua en 1239 supondría el final de la breve recuperación de Jerusalén por parte de los cruzados. La Ciudad Santa, reconquistada por los musulmanes en 1244 no volvería a estar en manos de cristianos. No obstante, Federico había sentado un precedente: La Cruzada podía tener éxito aun sin apoyo papal. A partir de ese momento los reyes europeos podían, por iniciativa propia, tomar la Cruz, como hicieron Luis IX de Francia[22] y Eduardo I de Inglaterra[23].
La Sexta Cruzada es llamada también “la Cruzada Diplomática”, pero sus resultados prácticos no fueron duraderos. Después de ausentarse Federico II comenzaron las divergencias entre los señores feudales con dominios en Oriente. A raíz de un prolongado conflicto con el Papado, por su ofensiva contra las ciudades lombardas, por 1237 fue nuevamente excomulgado el emperador. La ciudad de Jerusalén fue tomada por los turcos, al expirar en 1239 la tregua que se había concertado. Ese año, el Papa intentó una nueva cruzada, pero solo Teobaldo V, rey de Navarra, y otros caballeros, como el duque Hugo de Borgoña, al frente de destacamentos cruzados, llegaron por mar a Siria, concertando allí una alianza con el emir Ismael, de Damasco, uno de los más poderosos príncipes musulmanes. Sin embargo, el sultán Asal Eyub, de Egipto, los derrotó cerca de Ascalón. En 1240, Ricardo de Cornuailles, quien había pasado a Asia al frente de un poderoso ejército, recobró Jerusalén. Más tarde, Malek-Sadel, hijo y sucesor de Malek-Kamel, para vengar la reconquista de Jerusalén por los cristianos, se alió con los carismitas[24]. En las filas cruzadas había crueles divergencias entre los cruzados, los templarios y hospitalarios, y el rey de Navarra y demás jefes de la cruzada habían regresado a su patria.
En septiembre de 1244 el sultán egipcio Malek-Sadel, a la cabeza de diez mil guerreros ecuestres, tomó Jerusalén, degollando a toda la población cristiana de la ciudad, tras derrotar a los cristianos y sus aliados, los sultanes de Edesa y Damasco, en la batalla de Gaza, devastando todo el país. El Santo Sepulcro pasaba así a poder de los musulmanes en forma definitiva.
13. La Sétima Cruzada.
El fracaso de la anterior expedición a Tierra Santa y el haber sido tomadas Jerusalén y Palestina, excepto Jaffa, por los carismitas llamados por el sultán de Egipto, alarmaron al Papado. El Concilio de Lyon, en 1245, resolvió organizar una nueva cruzada de acuerdo con los deseos de Inocencio IV. Sin embargo, otra vez Federico II, denominado “el sultán de Sicilia”, era blanco de la ira papal, y los que habían prometido luchar por el Santo Sepulcro fueron obligados a participar en la guerra contra el emperador. Tal como antes, el lema de la cruzada fue acompañado de gravámenes financieros, pero los predicadores utilizaban en beneficio propio las sumas reunidas para la liberación de Jerusalén. Por su parte, los campesinos veían desaparecer los estímulos para viajar a ultramar. Si bien la opresión feudal no aminoraba en el siglo XIII, disminuían las calamidades por lo que los campesinos de Europa podían hallar refugio y trabajo, mientras en Oriente les esperaba solamente la muerte o la esclavitud. Los caballeros tampoco manifestaban deseos de verter su sangre en las arriesgadas cruzadas. El rey de Inglaterra, Enrique III, declaró francamente a los legados papales que los predicadores de las cruzadas habían engañado a sus súbditos en muchas oportunidades y que no se dejarían engañar nuevamente.
A pesar del fracaso inicial, Inocencio IV consiguió organizar en 1248 la Sétima Cruzada, con la participación de un número limitado de caballeros, principalmente franceses y algunos ingleses. Los franceses ingresaron influidos por el rey Luis IX, venerado hoy en los altares, quien prometió hacerse cruzado si sanaba de una grave enfermedad que padecía. Habiendo recuperado la salud, se dispuso a cumplir su voto ataviado con modestas vestimentas de peregrino, y su ejemplo fue seguido por sus hermanos, los condes de Artois, Porou y Anjou, y los primeros prelados y señores. Luis IX encabezó la cruzada esperando tener grandes beneficios para su reino en el caso de alcanzar el éxito, y como la iglesia católica canonizó posteriormente al monarca, la Sétima Cruzada recibe también el nombre de “Primera Cruzada de San Luis Rey de Francia”.
El rey se embarcó en el puerto de Aguas Muertas, junto con 40 mil hombres y 2800 caballos, tomando el rumbo de la Quinta Cruzada. Al igual que el cardenal Pelagio, resolvió asestar el golpe a los musulmanes en Egipto. El invierno de 1248 lo pasaron en la isla de Chipre, pero estalló la peste y numerosos cruzados perecieron, otros se volvieron a sus casa y los demás quedaron en la miseria. Federico II, cuya promesa de tomar la cruz a cambio de que se le absolvieses fuera rechaza por el Pontífice, remedió la crítica situación de los cruzados enviándoles una remesa de granos. Luis IX, estando en la isla de Chipre, entabló negociaciones con los mongoles-tártaros, a fin de que dirigieran sus fuerzas contra los sarracenos, siguiendo el ejemplo del cardenal Pelagio, en 1220, cuando buscó con urgencia aliados.
A comienzos de junio de 1249 algunos miles de caballeros desembarcaron en la boca del Nilo próxima a Damieta, que sus habitantes cedieron casi sin combatir. Siguiendo la costumbre, los conquistadores se apoderaron de un rico botín y luego de esperar por los rezagados y los nuevos refuerzos que debían llegar de Francia, en el otoño se dirigieron hacia el sur, sitiando la ciudad de Mansura. Los musulmanes se defendieron tenazmente. Tres torres de asalto construidas por los cruzados fueron destruidas por el fuego de los adversarios. El sultán de Egipto propuso la paz, prometiendo entregar a los cruzados el reino de Jerusalén, pero no accedió a ello Luis IX, aconsejado por sus hermanos. Finalmente, en los primeros días de febrero de 1250, pudieron irrumpir en Mansura. No obstante, los musulmanes encerraron rápidamente a los invasores dentro de la misma ciudad, y aquellos caballeros que no habían alcanzado a penetrar en la fortaleza fueron aniquilados. Varios centenares de guerreros murieron, entre ellos el conde Roberto Artois, hermano del rey Luis IX.
El triunfo resultó desastroso para los cruzados, pues sus fuerzas quedaron debilitadas. A fines de febrero los egipcios hundieron la flota cruzada frente a Mansura y separaron a los caballeros bloqueados en esta ciudad de sus compañeros de Damieta, base de abastecimientos. Amenazados de morir de hambre y diezmados por las enfermedades, en especial el escorbuto, emprendieron la retirada por mar y tierra de Mansura, siempre hostigados por sus adversarios. Una gran cantidad de caballeros y escuderos cayó prisionera, entre ellos el mismo Luis IX y sus dos hermanos. En el cautiverio mostró serenidad y resignación. Su libertad y la de los nobles que le acompañaban la logró el sultán Malek-Mohadan II mediante la entrega de Damieta más un millón de besantes de oro, pacto que fue respetado por el jefe de los mamelucos que ocupó el trono de Egipto después de haber sido asesinado el sultán.
A pesar de los consejos de regresar a la patria, formulados por la mayoría de los nobles, Luis IX resolvió continuar la cruzada. Utilizando todos los medios posibles, los restos de las fuerzas cruzadas se habían concentrado en Acre, donde esperaron inútilmente refuerzos desde Francia. Condes, duques, barones y caballeros desoyeron los llamados, pero en cambio los siervos, en 1251, arengados por un viejo monje llamado “el maestro de Hungría”, se sublevaron contra el poder feudal. Estos “cruzados” sublevados se hacían llamar “pastorcitos” y en número de 100 mil se dirigieron a París y Orléans, matando en su camino al sur a ricos, curas, frailes, pues de acuerdo a los fanáticos discursos del predicador “Dios no protegía ni concedía su gracia a los nobles, y correspondía a los pobres salvar a Jerusalén”.
El rey Luis IX y los restos de su ejército no consiguieron recibir ayuda desde Francia. Por espacio de cuatro años, el monarca estuvo en Palestina, rescatando esclavos cristianos, fortificando las plazas que le quedaban y pacificando a los cruzados, pero al encontrar una recepción hostil de parte de los francos de Siria, y habiendo recibido la noticia de la muerte de su madre, el rey abandonó Acre en la primavera de 1254 y regresó a Francia, dejando una reducida tropa en el Oriente.
14. La Cautividad Babilónica.
a. Bonifacio VIII.
Bonifacio VIII había inciado su pontificado en 1294 y en su primer acto como Papa, temeroso de que tras la figura del dimisionario Celestino V se iniciase un cisma en la Iglesia, fue ordenar su encarcelamiento en el castillo de Fumore, propiedad de su familia, donde permanecería hasta su muerte.
Inmediatamente intervino en el problema siciliano que, desde los sucesos de 1282 conocidos como “vísperas sicilianas”, enfrentaba a Reino de Nápoles con el Reino de Aragón. Bonifació logró que Jaime II de Aragón firmase, en 1295, la Paz de Anagni por la que este renunciaba a cualquier derecho sobre Sicilia a cambio de los feudos de Córcega y Cerdeña. Pero los sicilianos se rebelaron contra un acuerdo que suponía el retorno de la dinastía Anjou, y nombraron rey al hermano de Jaime II, Federico II que había ejercido hasta ese momento el cargo de gobernador de la isla. El Papa asumió este primer fracaso político coronando a Federico.
Pero el hecho más significativo de su pontificado será su enfrentamiento con Felipe IV de Francia, que necesitado de recursos económicos por la guerra que mantenía con Inglaterra, pretendió hacer tributar a la Iglesia francesa. El Papa responde emitiendo, el 25 de febrero de 1296, la bula “Clericis laicos” por la que prohibía el cobro de tasas al clero por parte de los poderes políticos sin el consentimiento papal. Esta bula fue ignorada por Felipe quien contestó emitiendo una serie de edictos por los que se prohibía, tanto a laicos como a eclesiásticos, la exportación de productos a Roma, obligando a Bonifacio a firmar una acuerdo por el que reconocía al rey francés la potestad de fijar tributos al clero en casos de extrema necesidad y sin contar con una autorización previa del pontífice.
El entendimiento entre Bonifacio y Felipe fue muy breve, ya que en 1301 se produjó un nuevo choque cuando el Papa creó el nuevo obispado de Pamiers, en el sur de Francia, colocando en él a Bernardo de Saisset. Felipe, incómodo con el designado, lo acusó de alta traición y lo encarceló. Bonifacio emite entonces la bula “Ausculta fili” en la que convoca a Felipe y al espiscopado francés a un Concilio a celebrar en Roma, el 1 de noviembre de 1302, con el fin de definir de una manera definitiva la relación entre el poder temporal y la Iglesia.
El rey prohibió la asistencia al Concilio, que no obstante se celebró sin la asistencia de los franceses, y dio lugar a la publicación, el 18 de noviembre de 1302, de la bula “Unam sanctam” en la que exponía la doctrina de un sistema jerárquico con supremacía pontificia afirmando, en la misma línea que sus predecesores Gregorio VII e Inocencio III, que: “...existen dos gobiernos, el espiritual y el temporal, y ambos pertenecen a la Iglesia. El uno está en la mano del Papa y el otro en la mano de los reyes; pero los reyes no pueden hacer uso de él más que por la Iglesia, según la orden y con el permiso del Papa. Si el poder temporal se tuerce, debe ser enderezado por el poder espiritual... Así pues, declaramos, decimos, decidimos y pronunciamos que es de absoluta necesidad para salvarse, que toda criatura humana esté sometida al pontífice romano”.
La reacción de Felipe IV fue la convocatoria, el 12 de marzo de 1303 de una asamblea en el Louvre en la que, tras acusar a Bonifacio VIII de herejía y simonía, se decidió su procesamiento, encargando al consejero Guillermo de Nogaret su captura y traslado a París. Cuando el Papa recibe la noticia de las intenciones de Felipe, prepara una nueva bula de excomunión, la “Supra Petri solio” que no tiene tiempo de promulgar ya que el 7 de septiembre de 1303 tuvo lugar el incidente conocido como “atentado de Anagni”.
Guillermo de Nogaret, que se encontraba en Italia con la intención de apresar al Papa, junto con Sciarra Colonna, enemigo acerrimo de Bonifacio, contando con el apoyo de la alta burguesía de Anagni y de parte del Colegio cardenalicio; asaltaron el palacío papal de Anagni donde se encontraba el Papa por ser su residencia veraniega. Bonifacio VIII esperó a sus agresores sentado en un trono y revestido de todas las vestimentas de su rango y los atributos de poder. En tal circunstancia, Sciarra Colonna, abofeteó al Papa tras amenazarlo con la muerte.
Durante tres días quedó en manos de los conjurados sufriendo todo tipo de injurias, incluidas las de tipo físico, hasta que el pueblo de Anagni se sublevó en su defensa obligando a sus captores a liberarle y permitiéndole huir de la ciudad. Conducido a Roma, murió un mes después, el 11 de Octubre de 1303, sin haber podido cobrar desquite por estos acontecimientos.
El atentado de Anagni fue el manifiesto de la impotencia de Bonifacio VIII para hacer frente a Felipe el Hermoso, e inauguraba el siglo XIV para la Iglesia, en el que esta quedó a merced de los reyes franceses, lo que provocó el traslado del papado a Aviñón. Así, su pontificado representa el fin de la pretensión de dominio universal de la iglesia católica frente a los poderes monárquicos de las nacientes naciones de Europa.
b. Clemente V.
El 5 de junio de 1305 asumió el arzobispo de Burdeos, Bertrán de Got, el papel de Papa, tomando el nombre de Clemente V, tras un intervalo de once meses ocasionado por las disputas que entre cardenales franceses e italianos se dieron en el cónclave celebrado en Perugia.
Llamado para su coronación, ya que al no ser cardenal no se encontraba presente en el cónclave, no se desplazó a Italia sino que eligió la ciudad de Lyon para su entronización, la cual tuvo lugar el 14 de noviembre de 1305, en la iglesia de Saint-Just, contando con la asistencia del rey Felipe IV de Francia. Clemente estuvo durante todo su pontificado sujeto a los deseos de Felipe IV, y nada más ser coronado, su primer acto fue el nombramiento de nueve cardenales franceses cercanos al monarca francés.
Convertido en una mera herramienta en manos de Felipe, anuló en 1306 las sentencias eclesiásticas que este consideraba contrarias a sus intereses, especialmente las bulas “Clerecis laicos” y “Unam Sanctam” que había promulgado Bonifacio VIII.
El 13 de Octubre de 1307, Felipe IV de Francia El Hermoso, endeudado con la Orden del Temple, ordenó el arresto de todos los templarios que se encontrasen en territorio francés acusándolos de herejía, aunque su verdadera motivación fue hacerse con los numerosos bienes que la Orden tenía en Francia y evitar el pago de las deudas que mantenía con la misma. La detención de los templarios sin la autorización del pontífice, de quien depende directamente la Orden, hace protestar a Clemente pero Felipe lo convence presentándole las confesiones obtenidas bajo tortura y consigue que el Papa promulgue la bula “Pastoralis praeminen” que decreta la detención de los templarios en todos los territorios cristianos. Presionado por el rey francés, Clemente convoca en 1308, mediante la publicación de la bula “Regnums in coelis” el concilio de Vienne que celebrado entre 1311 y 1312 alumbrará la bula “Vox in excelso” por la que se suprimía, aunque no condenaba por herejía, la orden templaria.
En 1309 Clemente V traslada la sede papal de Roma a la ciudad de Aviñon, que entonces no era territorio francés ya que pertenecía al Reino de Nápoles. El traslado tuvo inicialmente un carácter provisional motivado por la situación de inseguridad y caos en que se encontraba Roma inmersa en luchas e intrigas políticas, y para aprovechar la relativa cercanía con Vienne donde, en 1311, se celebraría un Concilio ya convocado. Pero lo que se inició como un acto pasajero se convirtió en permanente hasta 1377 y, durante siete pontificados, Aviñon fue la sede pontificia, conociéndose históricamente dicho periodo como “la segunda cautividad de Babilonia”. Este periodo finalizará cuando el Papa Gregorio XI retorne a Roma.
Clemente V falleció el 20 de abril de 1314, meses antes que el otro gran protagonista de su pontificado, el rey francés Felipe IV.
c. Juan XXII.
Su elección como Papa se produjo el 7 de agosto de 1316, tras un período de casi dos años en el que el trono papal permaneció vacante debido a la división existente en el cónclave reunido en Carpentras donde los cardenales, divididos en tres facciones de italianos, gascones y franceses, proponían tres candidatos diferentes. Por fin el Rey Felipe V de Francia pone término a la situación convocando en Lyon un cónclave en el que, con la asistencia de veintitrés cardenales, resultó elegido Jacques Duèze que fue consagrado el 5 de septiembre con el nombre de Juan XXII y que fijará su residencia en Aviñon.
Nada más iniciado su pontificado quiso intervenir en el conflicto que vivía Alemania desde que en 1314 se había producido una doble elección al trono disputado entre Luis, duque de Baviera, y Federico, duque de Austria. El enfrentamiento se prolongó hasta 1322, fecha en que Luis venció, en la Batalla de Mühldorf, a Federico quien, en 1325 renunció a su pretensión al trono.
En 1323, Juan XXII, que había reclamado una especie de regencia sobre el trono alemán mientras no se solucionase la disputa entre los dos aspirantes al trono, se negó a reconocer a Luis como rey alegando que esta había asumido el título sin su confirmación negándose a coronarlo como emperador del Sacro Imperio y excomulgándolo en 1324 acusándolo de herético al haber ofrecido su protección a Guillermo de Ockham, a Marsilio de Padua y a Miguel de Cesena entre otros pensadores heterodoxos.
Luis contestó invadiendo Italia al frente de un poderoso ejército que le permitió ocupar Roma en enero de 1328, donde fue coronado como emperador, tras lo cual depuso al Papa acusándolo de herejía y proclamando como nuevo Papa a Nicolás V, el primer antipapa italiano de la historia. El pueblo romano, oprimido por la ocupación militar de su ciudad, y por la excomunión que Juan XXII había lanzado sobre la misma, se sublevó y obligó a Luis a abandonar Roma en agosto de 1328. El cisma en el seno de la iglesia fue efímero ya que el antipapa Nicolás renunció en 1330 a su nombramiento y se sometió a Juan XXII.
En el seno de la orden franciscana se había producido en 1245 una división entre los llamados “conventuales” y los “espirituales”, radicales que defendían un ideal de pobreza absoluta alegando que tanto Jesús como sus discípulos carecían de posesiones ni individuales ni comunales. En 1318, Juan XXII publica una bula en la que condena la postura de los espirituales, también conocidos como “fraticelli”, calificándola como herética y citando al general de la Orden, Miguel de Cesena, a comparecer en la sede de Aviñon. Este, que no pertenecía a la facción radical, se negó a aceptar los argumentos papales y decidió buscar la protección del rey Luis IV de Baviera por lo que, tras ser expulsado de la orden, fue excomulgado.
Un tercer problema en el que se vio inmerso Juan XXII durante su pontificado fue su postura sobre la visión beatífica. Según la doctrina católica, aquellos que mueren en estado de gracia verán a Dios a la espera del Juicio Final. Sin embargo Juan mantenía una postura contraria por lo que fue considerado hereje por muchos teólogos de la época. El Papa se defendió de esta acusación manifestando que la Iglesia no tenía sobre este punto una doctrina oficial[25] y que además no había expuesto su postura “ex cathedra” lo que le permitió, posteriormente, retractarse.
Además, al papa Juan XXII se debe la institución del Tribunal de la Sagrada Rota[26] y de la fiesta de la Santísima Trinidad. Promulgó la bula “In agro dominico” en la que se condenaban 28 proposiciones del Maestro Eckhart, 17 como heréticas y 11 como sospechosas. Excomulgó a Guillermo de Occam. Falleció el 4 de diciembre de 1334, al parecer asesinado por un marido que lo había sorprendido en el lecho de su mujer.
d. Benedicto XII.
De nombre Jacques Fournier, hijo de la modesta familia de un panadero, ingresó como monje cisterciense en el monasterio de Boulbonne desde donde se trasladó a la abadía de Fontfroide cuyo abad era su tío. Este lo envió a estudiar Teología a París. Tras finalizar, en 1310, sus estudios sucede a su tío como abad en Fontfride donde permanecerá hasta que en 1317 es nombrado obispo de Pamiers, cargo en el que destacará como perseguidor de los cátaros. En 1326 pasa a ser obispo de Mirepoix y al año siguiente es nombrado cardenal, recibiendo el apodo de “el cardenal blanco” al conservar el hábito de la orden cisterciense.
Elegido Papa el 4 de diciembre de 1334, se dice que al conocer el resultado gritó a los cardenales “Han elegido a un asno”, fue consagrado el 8 de enero de 1335. En un principio quiso volver a fijar la sede pontificia en Roma, pero la conflictiva situación en que se hallaba inmersa la península italiana le hizo mantener la sede en Aviñon, donde comenzó la construcción del palacio de los Papas.
Promulgó en 1336 la bula “Benedictus Deus” en la que fijó oficialmente la doctrina católica sobre la visión beatífica, según la cual los fallecidos en gracia de Dios gozan de su visión hasta el Juicio Final. Durante su pontificado combatió la simonía y el nepotismo y trató de revertir el Cisma de Oriente y Occidente. Falleció el 25 de abril de 1342.
e. Clemente VI.
De nombre Pierre Roger de Beuamont, ingresó en su niñez en un monasterio benedictino desde donde partió para estudiar Teología en París, y tras doctorarse comenzar su carrera eclesiástica. Abad de Fécamp en 1326, obispo de Arras en 1328, arzobispo de Sens en 1329 es finalmente elegido cardenal en 1338.
Totalmente adepto a la monarquía francesa, actuó como embajador del rey Felipe VI ante la corte inglesa y en la sede pontificia de Aviñón. Elegido Papa el 7 de mayo de 1342, compró a la reina Juana de Nápoles la ciudad de Aviñon por 80 000 coronas, importe que nunca fue abonado posiblemente porque Clemente consideró que la absolución que dio a Juana por el asesinato de su marido fue suficiente pago.
Su pontificado estuvo caracterizado por un acentuado nepotismo, a que la mayoría de los cardenales que nombró eran parientes suyos, uno de ellos será el futuro Papa Gregorio XI, y por la simonía derivada de la necesidad de financiar su afición por el lujo, las artes y las letras.
Durante el período de su reinado tuvo lugar, entre 1347 y 1351, la pandemia que en Europa se conoció como peste negra y que dio lugar a que la aterrada población culpara de la misma a los judíos. Clemente reaccionó publicando, en 1348, dos bulas en las que condenaba toda violencia contra los judíos y, además, instó al clero para que tomara las medidas necesarias para su protección.
Por órdenes médicas, Clemente VI pasó el caluroso verano de 1348 sentado entre dos fuegos que se atizaban permanentemente. Aunque él no lo sabía, el calor probablemente mantuvo a las pulgas a distancia y el Papa sobrevivió.
La epidemia de peste produjo además en Europa un rebrote de los flagelantes, grupos de laicos que peregrinaban de ciudad en ciudad azotándose. Clemente VI los acusó de fanáticos y mediante la publicación, en 1349, de una bula, los condenó como herejes. También es de destacar que durante su pontificado se produjo el inicio de la revuelta encabezada por Cola di Rienzo y que redujo el intervalo entre jubileos de cien a cincuenta años por lo que el segundo Año Santo se produjo en 1350 aunque sin su presencia ya que se negó a abandonar Aviñon para acudir a Roma.
Clemente murió el 6 de Diciembre de 1352.
f. Inocencio VI.
De nombre Étienne Aubert, era un nativo de la aldea de Les Monts, diócesis de Limoges, hoy la parte de la comunidad de Beyssac, departamento de Corrèze, y, después de haber ejercido como profesor de Derecho Civil en Toulouse, fue nombrado obispo de Noyon y posteriormente de Clermont, cargo que ocupó hasta que, en 1342, fue nombrado cardenal obispo de Ostia.
Elegido Papa el 18 de diciembre de 1352 tras pactar con los cardenales electores sobre la línea política que iba a seguir su pontificado, al serle impuesta la tiara papal declaró nulo el acuerdo alegando su ilegalidad por limitar el poder divino del Papa.
Durante su pontificado abordó con fuerza la reforma de la administración eclesiástica, para lo cual prohibió la acumulación de cargos y beneficios, obligó a los obispos a residir en sus respectivas diócesis, luchó contra la corrupción y redujo la ostentación y el lujo en que vivía la sede pontificia.
En 1354, envió a Roma al cardenal Gil Álvarez de Albornoz, junto a Cola di Rienzo, para que acabara con las revueltas en que vivía inmersa la ciudad. Una vez restablecido el orden, Inocencio le confió el gobierno de los Estados Pontificios.
En el orden político logró que, en 1360, Francia e Inglaterra que desde 1337 se enfrentaban en la Guerra de los Cien Años, firmaran la Paz de Bretigny. Consecuencia inmediata del período de paz que siguió a la firma de este acuerdo fue que las tropas mercenarias de cada bando, al ser licenciadas, se dedicaron al pillaje, por lo que Inocencio tomó la decisión de fortificar la sede pontificia de Aviñón.
Interfirió en la Corona de Castilla al quejarse al rey Pedro I el Cruel de los maltratos que estaba infligiendo sobre su esposa Doña Blanca de Borbón a la que mantuvo apresada durante su corta vida. Dicen que Inocencio VI fue el único que actuó para liberar a la reina cautiva, pero fracasó, pues la edad de Blanca de Borbón no llegaría a los treinta años.
Falleció el 12 de septiembre de 1362.
g. Urbano V.
Nacido como Guillaume de Grimoard, era el hijo mayor de Guillaume II de Grimoard, señor de Grizac, y Amphélise de Sabran, señora de Montferrand. En 1322 se traslada a Montpellier para realizar estudios de Derecho canónigo que continuaría en Toulouse.
En 1335, al finalizar sus estudios, ingresó en la orden benedictina realizando el noviciado en el monasterio de Chirac donde, tras una estancia en Marsella, fue ordenado sacerdote. A continuación, pasó a la Universidad de Montpellier, donde como profesor se convierte en un renombrado especialista en Derecho recibiendo el doctorado en 1342. En 1349 es nombrado vicario general por el obispo de Clermont. En 1352, el papa Clemente VI lo pone al frente de la Abadía de San German de Auxerre donde permanecerá hasta 1361, cuando Inocencio VI lo nombra abad de San Víctor.
La carrera diplomática del futuro Urbano V se inicia en 1352, cuando el papa Clemente VI le encarga solucionar el conflicto abierto con Giovanni Visconti quien, como arzobispo de Milán quiso poner a la ciudad de Bolonia bajo el poder de su familia y que supuso una derrota de los ejércitos pontificios. La actuación de Guillaume de Grimoard permitió que la poderosa familia reconociera los derechos de la iglesia católica sobre Bolonia a cambio de que el Papa cediera dicha ciudad a cambio de un tributo anual. Posteriormente, ya bajo el papado de Inocencio VI, volvería a intervenir en una misión similar, cuando el nieto de Giovanni, Bernabé Visconti, inició su política expansionista.
Tras la muerte de Inocencio VI, el 22 de setiembre de 1362 se inicia el cónclave para elegir a su sucesor en la ciudad de Aviñon. En una primera votación es elegido el cardenal Hugues Roger, hermano de Clemente VI, quien rechaza el nombramiento. Tras una segunda ronda de votaciones que no logra alcanzar la mayoría de votos necesaria, es elegido el 28 de septiembre, en la tercera de votación, Guillaume de Grimoard quien, al no ser cardenal, no participaba en el cónclave.
El futuro Papa es inmediatamente reclamado para que abandone Nápoles, donde se encontraba en misión diplomática. Tras una travesía por mar que le deja en Marsella, llega a Aviñon donde tras ser ordenado obispo es coronado Papa el 6 de noviembre.
El objetivo principal de su pontificado fue volver a fijar la sede pontificia en la ciudad de Roma, condición que la Ciudad Eterna había perdido desde que, en 1309, Clemente V la había fijado en Aviñon.
La situación de caos y desorden que había provocado el abandono de Rona como sede papal había comenzado a cambiar con el establecimiento, en 1360, de una nueva constitución apoyada por la nobleza romana y por una recién creada milicia popular, la “Societas Balestriorum Félix y Pavesotarum”.
El 16 de octubre de 1367, Urbano V entraba en Roma acompañado por el cardenal Gil Álvarez de Albornoz quien desde 1353, actuando como legado papal en Italia, había conseguido restablecer la soberanía papal sobre los Estados Pontificios.
En 1368 reconcilió la Santa Sede con el Sacro Imperio mediante la coronación, en Roma, del emperador Carlos IV y de su esposa; y en 1369 logró también un acercamiento en el emperador bizantino Juan V Paleólogo quien, buscado apoyo contra los turcos que amenazaban Constantinopla, se convirtió al catolicismo.
En 1367 murió Albornoz, lo que supuso el reinicio de las sublevaciones que el cardenal, durante su mandato como legado, había suprimido. La pérdida de su colaborador, unida a la reanudación de las hostilidades entre Francia e Inglaterra, inmersas en la Guerra de los Cien Años, tras un periodo de paz conseguido en 1360 con la Paz de Bretigny; determinaron a Urbano V a retornar a Aviñon.
El 5 de setiembre de 1370 Urbano abandonaba Roma, tras una estancia en la misma de casi tres años, y volvía a fijar la sede pontificia en Aviñon, donde fallecería poco después, el 19 de diciembre.
h. Gregorio XI.
Nacido Pierre Roger de Beaufort era hijo de Guillaume Roger, conde de Beaufort, y de Marie de Chambon, y sobrino del Papa Clemente VI. Estudió en Perugia, doctorándose en Derecho y Teología. El 28 de mayo de 1348, su tío el papa Clemente VI lo nombra cardenal diácono con tan solo dieciocho años de edad.
Elegido Papa por unanimidad el 30 de diciembre de 1370, su consagración se retrasó hasta el 5 de enero del año siguiente ya que al no ser sacerdote hubo de tomar las órdenes previamente.
En el terreno político fracasó en el intento de reconciliar a Francia e Inglaterra inmersas en la Guerra de los Cien Años. Por el contrario logró que Enrique II de Castilla, Pedro IV de Aragón y Carlos el Malo de Navarra no llegaran a las armas en sus disputas territoriales mediante varios matrimonios concertados.
Siguiendo la misma política eclesial que sus antecesores, colocó obispos franceses al frente de las diócesis italianas provocando el rechazo popular, lo cual fue aprovechado por Bernabó Visconti para apoderarse, en 1371, de Reggio y de otros territorios pontificios. Gregorio XI responde enviando una bula de excomunión a Bernabó quien hace comer a los legados que se la comunican el pergamino sobre la que está escrita.
El Papa le declara entonces la guerra en 1372 que fue favorable a Bernabó hasta que Gregorio logró el apoyo del emperador, de la reina de Nápoles, del rey de Hungría y de John Hawkwood, jefe de los mercenarios ingleses que combatían en la Guerra de los Cien Años. Esta coalición de fuerzas obliga a Bernabó a entablar conversaciones de paz logrando la firma, en 1374, de un acuerdo muy favorable mediante el soborno de los legados pontificios.
La crisis en Italia no se soluciona ya que Gregorio mantiene a los obispos franceses en territorio italiano, y los florentinos temerosos de que ello aumente la influencia papal en su zona de influencia, se alían con Bernabó Visconti en 1375 y provocan innumerables insurrecciones en los territorios pontificios. El Papa responde poniendo a Florencia bajo un interdicto, excomulgando a sus habitantes y declarando ilegales sus posesiones. Las pérdidas económicas de los florentinos hacen que busquen la intermediación de Catalina de Siena que viajó a Aviñon para entrevistarse con Gregorio.
Catalina no logró reconciliar a los florentinos con el Papa, pero lo que sí consiguió fue convencer a Gregorio XI para que regresara a Roma y fijase nuevamente en la Ciudad Eterna la sede pontificia. El 17 de enero de 1377, Gregorio XI regresó a Roma, retorno que no puso fin a las hostilidades. Al contrario se agravaron debido a los sucesos de Cesena en los que el cardenal, y futuro antipapa Clemente VII, ordenó masacrar a la población soliviantando de tal modo al pueblo romano que el Papa se vio nuevamente obligado a salir de Roma y volver a Aviñon a finales de mayo de 1377.
Condenó las doctrinas del reformador inglés John Wycliff.
Volvió nuevamente a Roma el 7 de noviembre aunque solo su muerte, el 26 de marzo de 1378, le impedirá un deseado retorno a Aviñón ya que se sentía amenazado en su propio palacio.
Gregorio XI fue el último Papa del periodo aviñonense y el último Papa de nacionalidad francesa de la historia hasta hoy.
El Cautiverio de Babilonia terminó, pero dejaría una grave secuela. En 1378, muerto Gregorio XI, el Colegio Cardenalicio se dividió. Una parte de él cedió a las presiones del pueblo de Roma y eligió como Papa a Urbano VI, pero otra, conformada por cardenales franceses separatistas, eligió a Clemente VII, el cual aprovechó el antecedente del Cautiverio de Babilonia para llevarse el trono pontificio a Aviñón. Esta situación de dos Papas, uno en Roma y otro en Aviñón, fue conocida como el Cisma de Occidente, y duraría hasta 1417.
[1] Nombre que significa: “El que vigila”.
[2] Nombre que en alemán significa “Espada del batallador”.
[3] La caballería feudal.
[4] 722.
[5] 732.
[6] 1071.
[7] La antigua Cistercium romana, localidad próxima a Dijon, Francia.
[8] 1118.
[9] 1119.
[10] 1121.
[11] Moreruela, 1132.
[12] Tratado sobre el Bautismo.
[13] Inocencio II.
[14] Boca de miel.
[15] 1205.
[16] “La partecita”, llamada así porque estaba junto a una construcción mayor.
[17] Se llama tonsura al primero de los grados clericales el cual se confería por mano del obispo como disposición y preparación para recibir el sacramento del orden y cuya ceremonia se ejecutaba cortando una parte del cabello. También se llama tonsura al corte rapado resultante de este rito.
[18] “Averroísmo” es el término aplicado a dos tendencias filosóficas de la escolástica desde finales del siglo XIII, la primera de las cuales estaba basada en las interpretaciones del aristotelismo por el filósofo árabe Averroes, Ibn Rushd, y su intento de conciliarle con el Islam.
[19] 1270.
[20] Los términos güelfos y gibelinos proceden de los términos italianos guelfi y ghibellini, con los que se denominaban las dos facciones que desde el siglo XII apoyaron en Alemania respectivamente a la casa de Baviera: Los Welfen, pronunciado Güelfen y de ahí la palabra “güelfo” y a la casa de los Hohenstaufen de Suabia, señores del castillo de Waiblingen, y de ahí la palabra “gibelino”. La lucha entre ambas facciones tuvo lugar también en Italia desde la segunda mitad del siglo. Su contexto histórico era el conflicto secular entre el Pontificado y el Sacro Imperio Romano Germánico, los dos poderes universales que se disputaban el dominio del mundo.
[21] Güelfos y gibelinos, respectivamente.
[22] Sétima y Octava Cruzadas.
[23] Novena Cruzada.
[24] Turcos del Kharizmio.
[25] Esta la fijaría el Papa Benedicto XII.
[26] El Tribunal de la Rota Romana es ante todo el tribunal de apelación de la Santa Sede. Es el tribunal eclesiástico más alto de la Iglesia católica después del Tribunal Supremo de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica.